María Clara
No se si hoy es el día. No puedo comenzar a narrar. Fueron varios intentos fallidos… ¿Resistencia? ¿O la primera experiencia de una auto- narración?
Transcurría el fin del año 2014. Hacía poco tiempo que mi sobrino de 30 años había fallecido a consecuencia de un cáncer de intestino a causa de un diagnóstico tardío o por una enfermedad avanzada.
Pasó poco tiempo y las pesadillas abrumadoras se repetían todas las noches.
Soñaba muchas cosas. Todas relacionadas al sufrimiento y a la muerte de seres queridos y propias. En uno de ellos vi representada a la mismísima parca (aunque, al contarle el sueño, mi terapeuta de aquel momento me preguntó: “¿por qué la muerte? ¿no puede ser el miedo?”)
Pasaron tan solo unos meses y mi colon irritable comenzó a expresarse con inflamación continua, dolores y cambios en las deposiciones. Mi segundo cerebro comenzó a reaccionar negativamente.
Una mañana, después de haber vivido una de aquellas pesadillas devastadoras, me senté en la cama, angustiada, con palpitaciones aceleradas y lágrimas en los ojos. Me tomé unos minutos y, luego de pensar por qué me pasaba esto, se me ocurrió que mi tristeza le estaba pasando factura a mi cuerpo, y que aquellos malos sueños tenían que ver con esto, y posiblemente con mi intestino.
Me levanté decidida a solicitar un turno con un gastroenterólogo.
No sé si llamarle suerte, casualidad o causalidad, pero conseguí un turno para ese mismo día.
Esa tarde de fines de noviembre, después de que el profesional me interrogara y revisara, se sentó, me invitó a tomar asiento y me dijo:
- Aunque usted hace relativamente poco tiempo realizó los estudios de endoscopías altas y bajas, si está de acuerdo, con una carta va a ir a ver a un colega de mi confianza para que se las realice lo antes posible.
Al otro día llamé al médico con el que debía realizarme estas intervenciones, le comenté lo sucedido y tenía un turno para la semana siguiente.
Llegó el día y, con la preparación indicada, concurrí al sanatorio donde el profesional interviniente ejecutaba en mí la endoscopía y la colonoscopía. Mientras me realizaban la anestesia, el gastroenterólogo me interrogaba y, sin darme cuenta, quedé dormida. Comencé a soñar y eventualmente quedé profundamente dormida.
Cuando despierto, en la cabecera de la camilla estaba el médico que, tomándome de uno de mis pies, me dijo:
- No pude terminar el estudio. Una obstrucción no me lo permitió. Le hice un tatuaje con tinta china. O sea, la marqué. Sacamos una muestra para la biopsia. Usted debe consultar a su médico. Yo creo que esto es quirúrgico. Ahora voy a hacer pasar a su esposo.
Le repitió a él lo mismo.
No noté en el rostro de mi marido asombro ni angustia. No parecía darle trascendencia.
En cuanto a mí, si bien no tuve miedo, pero estaba segura del resultado.
Antes de seguir relatando cómo siguió todo esto, quiero contar que pasó conmigo:
Me comencé a plantear qué llevó a enfermarme, como hice cuando tuve lupus, o con las pericarditis (que me llevaron a la intervención de una ventana pericárdica) y, mirando hacia atrás, repasando mis terribles pesadillas y todo lo vivido, me di cuenta que quién sabe por qué, tal vez con mi historia y mis verticalidades, yo tenía mucho miedo a defraudar, y mi constante era ofrecer y ofrecer, dar y dar. Conformar. Tratar de solucionar. Cargar sobre los hombros eso que le llaman “mochila”. Agradar.
Lo que antes llamé solidaridad y compromiso, hoy llamo creerse omnipotente.
¿Será yoísmo? ¿narcisismo? ¿miedo? En definitiva, lo que hacía por los otros, lo hacía por mí misma.
Hasta que falleció mi sobrino, mi frase más común era “prefiero un cáncer que una enfermedad psiquiátrica – como la de mi madre – o una enfermedad neurológica – como la de mi padre”.
En todo caso, mi deseo tenía que ver con lo que me hacía sufrir en el presente, y no en el futuro.
Otra cosa que solía repetir a menudo “yo nací adulta”, sin tener en cuenta lo que eso significó.
Luego de la muerte de mi sobrino, y también a causa de cosas sucedidas anteriormente, me atrapó un gran agotamiento donde yo misma me predecía la enfermedad. Aquel fallecimiento, aparentemente de diagnóstico tardío o enfermedad avanzada, fue el detonante para un cambio en mi vida.
Volviendo al relato de mi enfermedad, la biopsia del estudio detectó en mi colon células neoplásicas. A pesar de esto, en mi compañero y mis hijos continuaba la negación y la certeza en ellos de que todo esto no era para nada importante, mientras yo continuaba con una actitud, si bien tranquila, segura del diagnóstico.
Luego de hablar con los médicos que me atendían (por otras patologías), uno de ellos me recomendó un cirujano al que fui a ver. En la consulta, el profesional que me examinó vio los resultados que llevaba, me explicó con mucha claridad y calidez:
- Esto es solo quirúrgico. Adelantamos mucho con la marcación hecha por el gastroenterólogo.
Después de un diálogo, entre preguntas y respuestas, por decisión mía, tomó el teléfono y arregló el turno en cirugía para la intervención.
El día 10 de febrero del 2015 fue la intervención.
Desperté en terapia intensiva con mi cabeza sumida en una nebulosa, entre cables y sondas, con imposibilidad de moverme. Solo recuerdo que el calor era agobiante. Mi espalda estaba pegada a la camilla a causa del sudor.
El hospital estaba sufriendo todavía las consecuencias – como tantos otros – de la inundación ocurrida el 2 de abril del 2013. Estaban construyendo una nueva terapia intensiva. Se podría decir que esta no estaba en excelentes condiciones y uno se sofocaba a causa de la temperatura. Parecía que faltaba el aire.
Recuerdo escuchar, en mi somnolencia, los lamentos y quejidos de los pacientes del lugar.
Del viernes al domingo, la experiencia vivida fue triste, casi desesperante. A mi médico interviniente le agarró una gripe y no asistió durante esos tres días. Que lo hiciera no era bueno para los pacientes.
Excepto por el viernes, fue tierra casi de nadie para los que estábamos allí.
No se si era por la medicación que me pasaban o cuál era la causa, pero mi voz no tenía fuerza. Quería pedir que me higienizaran o refrescaran un poco. Quería llamar, pero no lo podía hacer y, cuando pocas veces se acercaban, de mi boca apenas salía el sonido.
Deseaba fervorosamente el horario de visita para contar cómo me sentía y pedirles ayuda pero, cuando llegaba el momento, entre el estado de sopor y la falta de energía, no podía expresarme y deseaba que se fueran.
Pasaban los médicos una o dos veces al día. Yo les pedía que ubicaran a mi profesional tratante y le pidieran por favor la autorización para sacarme de ahí. Ellos miraban desde el pie de la camilla, observando las conexiones, lo que decía el parte del día, pero no podían escucharme.
De lo que yo recuerdo, en mis 57 años, fue la primera vez que me sentí tan indefensa y vulnerable.
Escuché llantos y gritos por el deceso de un compañero de terapia entre mi somnolencia e impotencia.
El día lunes volvió todo a la normalidad en cuanto al personal se refiere. Las enfermeras de ese día eran más activas y atentas.
Llegó el médico de terapia, se acercó, y nuevamente intenté decirle que hablara con mi médico para que me sacaran de allí. Logré decirle que no terminaba de despertar, que estaba sumergida en un permanente estado entre lo real y lo irreal, entre el dolor y la invalidez. Que la temperatura del ambiente me sofocaba y no me permitía respirar, que por favor le pidiera a mi médico la autorización para sacarme de allí.
Logró entenderme. Le pidió de inmediato a la enfermera un cambio de medicación, y por la tarde regresó con la autorización para trasladarme a una habitación sola. Allí, mi estado cambió totalmente, más allá de unas molestias y dolores. De a poco recuperé la fuerza de la voz y me sentí feliz.
Todo evolucionó bien. Eventualmente, vino el alta y la recuperación.
Cuando le llegó la biopsia al médico, me llamaron para que fuera a verlo. Allí me explicó que lo que habían estudiado era 40 cm de mi colon izquierdo y el estudio histológico dio como resultado OMS Adenocarcinoma diferenciado. Me aconsejó una oncóloga.
Después vino la quimio por vena y por boca.
El primer día que entré a la sala donde me inyectaban, fue una mezcla de angustia y de miedo, especialmente porque mi sobrino me había contado su experiencia.
Más allá de los pinchazos, de las molestias, etc. fue un tratamiento más, donde tuve la fortuna de hacer amigos que, si bien no vivían experiencias iguales, eran parecidas.
Cuando no mirábamos la tele que tenían, conversábamos entre nosotros de temas variados.
Ahí me di cuenta que todos reaccionábamos al tratamiento de maneras distintas, y no solo por las diferentes drogas inyectadas, sino también por cómo nos plantábamos frente a la enfermedad, sin olvidar que ésta es autoinmune.
Le pedí a mi oncóloga que me recomendara una psico-oncóloga.
En relación a mi familia inmediata, habían cambiado la negación por la sobreprotección. Fue entonces que pude decirles, más allá de entenderlos y el dolor que me causaba esto, que yo no era una enfermedad, sino un enfermo. Tenía poder de decisión. Que iba a decidir sobre todo lo que se presentara, y que les pediría su opinión cuando la necesitara. Como era de esperarse, las reacciones de mis tres hijos fueron diferentes, pero me mantuve firme.
Supe desde el primer momento que debía apostar a la vida y no a la muerte, y que esto para mi era un desafío. Era la primera vez que iba a luchar directamente por mí.
También entendí que no podemos vivir sin proyectos. Éstos son lo único que nos lleva a nuestro destino final sin vivir en un duelo permanente, por lo que decidí estudiar Psicología Social.
Comencé a cursar una jornada intensiva en Capital Federal los días sábados, con prácticas orales, escritos, parciales, finales, talleres, “speeches”, etc.
Y aquí estoy. Casi con 62 años, recuperada, con un incipiente en la pelvis a controlar, sin síntomas, con un problema en la válvula que dejó la quimio bajo control y con la carrera finalizada de la Tecnicatura Superior en Psicología Social, y sin olvidarme nunca de los controles para la salud. Ahora, por fin, sí se de qué manera poder ser útil, de forma profesional y con las herramientas aprendidas.
Para mí fue una nueva oportunidad. El desafío más importante. Ganarme mi propia vida con la calidad que ella merece.
Todo lo que vale, cuesta, ya sea un nacimiento, una carrera universitaria, dejar una adicción, llevar una enfermedad, etc. Pero el objetivo a lograr es lo más importante para continuar.
Mi cáncer de colon (OMS 153) se convirtió en un desafío y una nueva oportunidad. Los caminos: angustia, dolor, negación. Y a partir de ahí, aceptar, luchar y vivir.
El puntal fundamental: el amor hacia mí. A partir de allí, a los otros.
Me invadieron mis propias preguntas, y de allí llegó el proyecto que llevé a cabo. Me acerqué a las respuestas y me surgieron nuevas preguntas. Por qué es que quiero vivir, crecer y reparar.
Renació en mí el placer, hermosa sensación. Placer de realizarse y disfrutarlo con el otro y los otros como sujeto, logrando sin temores ejercer el derecho de ser, sin preguntar qué espero de la vida, sino qué espera ella de mí.
Dolor y sufrimiento son parte de vivir, y también lo es la dignidad de cómo lo llevamos. Si pensamos en un final, olvidamos la vida. Hoy no retrocedo cuando el camino representa dificultades. Las reconozco y las enfrento.
Mi tiempo verdadero no es el que marcan las agujas del reloj, sino el que transito con dignidad y convicción. No quiero retroceder. Trato de vencer el miedo para que no me paralice.
Hoy estoy tranquila. Me saqué un ladrillo imaginario que pesaba sobre mi cabeza y me aplastaba.
Reviviendo la experiencia con el relato, se me ocurrió formar un acrónimo que me ayudara a expresar lo que esta enfermedad significó para mí. Terminé con lo siguiente:
C amino
Á spero
N uevo
C oncientizador
E ncontrarse
R enacer
Y ahora voy a citar una frase de Víctor Frankl, que fue la que me acompañó durante estos últimos años:
“Si no está en tus manos cambiar una situación que te produce dolor, siempre podrás elegir la actitud con la que afrontas ese sufrimiento.”