El cáncer no solo cambia el cuerpo.
También transforma la forma en que una persona se percibe a sí misma.
Durante el tratamiento, la identidad se organiza en torno a la enfermedad: turnos, estudios, medicación, cuidados. Todo gira alrededor de “ser paciente”.
Y cuando el tratamiento termina, surge una pregunta silenciosa y compleja: ¿quién soy ahora?
La vida sigue, pero nada es exactamente igual. El cuerpo cambió, las prioridades también, y la mirada sobre uno mismo ya no encaja del todo con la de antes.
Aparece la sensación de estar en un territorio intermedio: ya no enfermo, pero tampoco como antes.
Esa reconfiguración del yo es un proceso lento. Implica revisar la relación con el cuerpo, con los otros, con los deseos y con el tiempo; incluso con la idea misma de futuro.
No se trata de “volver a ser” quien se era antes, sino de permitirse ser alguien nuevo, con la historia incorporada y no negada.
El cáncer deja marcas, sí, pero también abre preguntas sobre lo que realmente importa, sobre cómo se quiere vivir y qué vínculos sostener.
A veces, esa transformación duele.
Otras, trae una nueva claridad.
En todos los casos, exige paciencia, compasión y respeto por el propio ritmo.
💬 No se trata de volver a ser el de antes, sino de reconocerse en quien se es ahora: alguien que atravesó, aprendió, perdió y sigue eligiendo la vida, aunque sea distinta.