En los procesos oncológicos, es frecuente que la familia —movida por el miedo, la angustia o el deseo de cuidar— adopte una actitud sobreprotectora. Quieren evitar el dolor, anticiparse a las necesidades, aliviar todo lo que pueda generar sufrimiento. Pero, a veces, ese gesto amoroso se transforma sin querer en una forma de control.

Decidir por el otro, hablar en su nombre o impedirle participar de ciertas actividades “para que no se canse” puede terminar generando más daño que alivio. Detrás de esa actitud, suele haber un profundo temor a perder, una necesidad de tener todo bajo control para que nada malo ocurra.

Sin embargo, cuando la familia ocupa todo el espacio, el paciente puede empezar a sentir que pierde autonomía, que ya no es protagonista de su propia vida. Aparece la culpa (“no quiero preocuparlos”), la frustración por no poder decidir, y una sensación de infantilización que afecta su autoestima y su bienestar emocional.

Cuidar no es hacer todo por el otro. Cuidar es acompañar respetando los tiempos, las decisiones y los silencios. Es poder sostener sin anular. Es estar cerca sin invadir.

Desde la psicooncología, se busca restablecer ese equilibrio: que la ayuda no se convierta en asfixia, que el amor no sea sinónimo de miedo, y que cada persona —aun en medio de la enfermedad— conserve su derecho a elegir, a expresarse, a vivir.

A veces, el mayor acto de amor no es proteger, sino confiar.