Después de un diagnóstico de cáncer, muchas personas sienten que su cuerpo “las traicionó”. Que algo dentro, silenciosamente, se volvió enemigo. Esa sensación es tan común como difícil de nombrar.

El cuerpo, que antes era sinónimo de movimiento, deseo o seguridad, pasa a ser visto como un territorio incierto. Aparecen las cicatrices, los cambios físicos, la fatiga o los efectos secundarios de los tratamientos. Y con ellos, una pregunta silenciosa: ¿cómo confiar otra vez en algo que me falló?

Esa desconfianza no es superficial. Toca la identidad, la autoimagen, el modo de habitar el propio cuerpo y hasta la manera de vincularse con los demás. Por eso, la recuperación no es solo física: también es simbólica, emocional y relacional.

Recuperar la confianza en el cuerpo implica reconocerlo como propio, con sus marcas y limitaciones, pero también con su fuerza. Significa poder agradecerle lo que resistió, en lugar de castigar lo que cambió. Reconciliarse con la nueva imagen que devuelve el espejo, con la cicatriz que cuenta una historia, con la lentitud que protege.

El cuerpo no es un enemigo, es el espacio donde la vida sigue ocurriendo.

Y aprender a habitarlo de nuevo requiere tiempo, cuidado y, muchas veces, acompañamiento psicológico.