Emily Garden

Hace unos días, yendo para mi trabajo y apreciando la salida del sol que se me ofrece cada mañana, me encuentro con un gran cartel de publicidad. No recuerdo para nada qué es lo que promocionaba, pero me impactó profundamente la frase que tenía escrita en él, que decía algo así como “no te metas con alguien que desea morir en batalla”. ¡Qué fuerte!, pensé. Y durante algún tiempo, cuando pasaba por ahí, intencionalmente buscaba ese cartel para releer la oración, sin saber exactamente por qué. La razón la descubriría mas tarde.

Soy paciente oncológica desde Septiembre de 2017, con diagnóstico de carcinoma ductal invasor. El momento en que mi mastóloga me lo informó, fue absolutamente disruptivo. La vida se detuvo por unos segundos. La primera imagen que se me vino a la mente fue la de la muerte. Cáncer y muerte. Esas palabras siempre me han sido sinónimos, máxime porque mi padre había muerto de cáncer de colon hacía cinco años; y durante los treinta meses que cursó su enfermedad, con mejoras y agravamientos, vi cómo lentamente su espíritu se fue apagando hasta no querer saber más nada con la vida. Y eso lo llevó, seguramente, a anticipar su ida al Paraíso.

Cuando salí de la consulta, lo primero que gugleé en el viaje en colectivo a casa fue la sobrevida para mi tipo de cáncer: cinco años. Quedé impactada. Recién tenía cincuenta y seis años… Pensé: ¿qué hice con mi vida en estos cincuenta y seis años? ¿En qué ocupé o malgasté mis días? Como si tremendo diagnóstico no fuera suficiente, también me hostigaba con esos pensamientos. Me culpaba de no haber aprovechado mejor esos años. Al llegar a casa y estando ya todos, mi esposo y mis tres hijos, decidí contarles lo que me estaba pasando, aunque algo suponían dado la cantidad de estudios previos a los que me había sometido antes del diagnóstico. Lloré y lloramos. Me pregunté por qué a mí, por qué Dios me castigaba con esto. Me decía que seguro debía pagar con esta enfermedad los pecados que había cometido. Pero, ¿tan graves habían sido? Sé que muchos en mi situación tuvieron la necesidad de apartarse de todo, incluyendo familia y la mayoría de sus amigos. A mí me ocurrió al revés: tuve la necesidad de contarlo.

Empecé a buscar información sobre mi tipo de cáncer y posibilidades de tratamiento. En la siguiente consulta con el oncólogo, conversé tranquilamente con él y evacué todas las dudas que tenía hasta el momento, incluyendo el tiempo de sobrevida, pregunta que no tuvo una respuesta concreta… Pero entiendo a los médicos que se dedican a esta especialidad. ¿Cómo podrían establecer la fecha de muerte de alguien? Solo Dios la sabe. Y agradecí que mi doctor fuese discreto en su respuesta, ya que lo acercó a mí, lo hizo más humano: perdió ese endiosamiento que suelen tener algunos profesionales y que los hacen inalcanzables para el común de la gente. Incluso me dio su número de celular por si algo necesitara. Y, con ese simple gesto, compró mi corazón. Creo no haberlo llamado nunca hasta el momento, pero me siento más tranquila de tenerlo en la agenda. Una incertidumbre menos en esta etapa que me toca transitar, donde abundan más interrogantes que certezas.

Lo primero que me dijo el oncólogo, cuando le pregunté si a causa de mi estilo de vida yo misma había, de alguna forma, provocado el despertar de la enfermedad, fue:

  • ¡Basta de sentimientos de culpabilidad! Cáncer no es sinónimo de culpa, es sinónimo de lucha. Y veo en vos una guerrera que podrá perder alguna batalla, pero nunca perderá la guerra. Acá estamos para ayudarte a que puedas lograrlo, con medicamentos y con apoyo psicológico, si pensás que lo necesitas.

Sin darse cuenta, mi oncólogo no sólo me dio una palmada cariñosa, sino que hizo que viera mi vida entera como lo que había sido desde que recordaba tener el famoso “uso de razón”: una lucha. En ella hubo lágrimas, pero también un montón de risas y alegrías. Mirando los botones prendidos antes que perdidos, me di cuenta que tenía la fuerza para poder avanzar por mí misma primero, y luego por mis hijos y mi esposo. Así es como inició todo; el cáncer fue como renacer. Cáncer-renacer, ¡hasta riman las palabras!

Pasé a ser la más mimada de la casa… y, bueno, algún beneficio tenía que tener esto, ¿no? A la segunda semana de haber hecho la primera quimioterapia el pelo empezó a caerse de a manojos… Fue impactante ver cómo el peine y el cepillo quedaban llenos de pelos, al igual que la almohada al levantarme a la mañana. La preocupación por las náuseas había pasado a un lugar de menor importancia. Ahora me miraba al espejo y me veía el cuero cabelludo. Rápidamente, mi esposo consiguió la dirección de una casa de pelucas y ahí fuimos todos. Pasamos, o pasaron, diría yo, tanto mis hijos como mi marido, un momento de gran diversión. Cada peluca que me ponía era una carcajada. ¡El vendedor tuvo una paciencia enorme! Finalmente, cuando ya estaba por irme sin haber encontrado ninguna que me gustase, vi una peluca de cabello corto y, tímidamente, le pedí al empleado si podía permitirme una posibilidad más de probarme, ya que creo que era la décima que me probaba. Fue amor a primera vista.

  • ¡Esa, sí!- dijeron al unísono mi esposo e hijos.

Al día siguiente me la puse y me fui a trabajar como todos los días, ya que seguir trabajando fue una decisión personal. Me ayudó a ocupar mi mente con otras cosas que no fuesen solo enfermedad. El trabajo fue parte del tratamiento contra el cáncer. Muchos que todavía no sabían de mi diagnóstico me felicitaban por el corte de pelo, desde el personal de vigilancia en la entrada, hasta dentro del ascensor y en los pasillos. Mis compañeros de trabajo fueron contundentes:

  • ¡Te queda mejor que tu propio pelo!

Al tiempo vino el verano y la peluca se volvió insoportable. A raíz de las quimioterapias, y las cancelaciones de algunas porque estaba neutropénica, no pude organizar las vacaciones en familia como hubiese deseado, ya que no sabía con exactitud las fechas en que las haría. No obstante, el mismo oncólogo me sugirió tomar una semana de licencia, al menos para cambiar de ambiente y esperar a que mis neutrófilos mejoraran.  Así decidimos ir a la costa, con especial atención a todas las recomendaciones que nos hicieron sobre la importancia de cuidarme del sol y demás. La arena, por ejemplo, es enemiga de las pelucas, como comprendí enseguida. Dado lo cual tuve que buscar otra opción, por lo que surgieron mis queridos pañuelos de colores, colocados con torzadas, con hebillas con perlas, con moños… y mi rostro se vistió de color esperanza, como dice la canción. Volví al trabajo con esos pañuelos, uno diferente cada día, y estaba muy bien así.

Me acerqué, a través de Facebook, a varios grupos de autoayuda para pacientes con cáncer y descubrí que éramos muchos los que estábamos atravesando este proceso, que a la mayoría nos pasaban las mismas cosas y que contar nuestra experiencia podía  significar alivio y, quizás, información, tanto para los demás integrantes como para los nuevos. Fue entonces que comencé a intercambiar sentimientos y descubrí que para otros mi experiencia les servía de algo, y me sentí útil. También descubrí que no me hacía bien leer solo sobre el malestar que provoca el tratamiento en sí mismo para esta enfermedad, contado con tantos detalles, ya que yo misma los estaba atravesando. Decidí que pararse siempre mirando desde la queja no era bueno, por lo que de algunos grupos, donde solo había lamentos, me fui.

Sin intención de pecar de soberbia, descubrí que tenía un diferencial importante sobre otros: un gran umbral para el dolor y una actitud frente a la adversidad de una fortaleza indescriptible. A la sazón volvió a mi mente aquella frase que mencioné antes, “no te metas con alguien que desea morir en batalla”… Yo no deseo morir, pero si ocurriese, quisiera que fuera batallando y no en la pasividad, esperando que llegue el momento.

El cáncer, fue una oportunidad. Tal el título de este texto.

Una oportunidad de libertad, ya que perdí las ataduras de las cosas que menos importan en esta vida: lo material, las apariencias, el hacerse problemas por cosas que no suman, qué me voy a poner ó que voy a comer, qué van a decir, el hacer algo por obligación, verme bien cuando me siento mal, decir que sí cuando siento que es no.

Una oportunidad para ayudar, pues con un pequeño gesto uno puede hacer muchas cosas; no solo materialmente se puede ayudar, también con el alma y el corazón se puede transformar la vida de otras personas, aunque sea solo una. Si la mitad de la población del mundo se concentrara en, al menos, ayudar a un único ser humano, el mundo completo sería un mejor lugar para todos.

Una oportunidad para cambiar entornos, para crecer.  El perdón, la empatía, más que debilitarnos, nos hace más fuertes. Cuando nos despojamos de las vestiduras del rencor, del odio, de la soberbia, viajamos más livianos y seguros.

Una oportunidad para dejar de correr maratones que no conducen a nada más que a alimentar nuestro propio ego y llenar nuestro cuerpo de ese estrés que enferma.

Una oportunidad para ser mejores padres. Mostrarles a nuestros hijos que la vida es mejor desde la mirada del vaso medio lleno y no medio vacío. Que las cosas ocurren por algo, aún si muchas veces no lo entendemos porque nuestra humanidad no lo permite. Que enfrentar lo que venga con actitud positiva es el primer paso a la victoria. Que preocuparse y ocuparse no es lo mismo. Que hay que hacer con entusiasmo para vencer con alegría, o perder con valentía para volver a empezar.

Una oportunidad para la solidaridad y la generosidad. Palabras que parecen propias de de una utopía, pero que cuando atraviesas un proceso oncológico o de enfermedad un poco compleja, te das cuenta de cuán bueno sería que formaran parte de lo cotidiano. ¡Cuánta falta nos hacen a nosotros y al resto del mundo! ¿Cómo no nos damos cuenta? ¿Por qué siempre pensarlo desde nuestra propia necesidad y no hacerlo naturalmente, solo por el prójimo?

Una oportunidad para honrar el misterio de la vida y no temer a la muerte. Sea cual sea nuestra creencia, todos tenemos una misión en nuestra vida y, seguramente, a alguien a quien encomendarnos. La caída del cabello, los dolores del cuerpo, las uñas quebradas, los glóbulos blancos en franca caída, la sensación de no llegar a pasar todas las quimioterapias, las náuseas, la piel quemada por la radioterapia, las cicatrices de una cirugía, la amputación de una parte del cuerpo, la sensación de morir en el intento de seguir viviendo…, de todo eso se sale, ya sea a la vida terrenal o a la vida espiritual. El cielo también necesita más ángeles para acompañar desde otro lugar a quienes lo necesitan. Esa podría ser una hermosa misión. No temer a la muerte es uno de los requisitos para andar ligero por la vida.

La frase para mí, después de todo, no sería no te metas con alguien que desea morir en batalla, sino “no te metas conmigo, porque no me vas a encontrar”. Voy honrando la vida con pequeñas batallas, unas ganadas y otras perdidas, pero que aumentan mi equipaje con humildad, amor, solidaridad y empatía. Voy liviana de peso y no me detengo más.

El cáncer fue una lección. Así, en pasado. Estoy en ausencia de enfermedad en este momento. Y lo aprovecho; aprendo y crezco en mi interior. Disfruto. Y me preparo para lo que venga, para la siguiente batalla. Vivir es todo eso. ¡Y estoy viva!

Elegí ser protagonista de mi vida y no víctima de lo circunstancial; esa es la gran oportunidad que marca mi renacer. Gracias al cáncer, ese desgraciado, me di cuenta de todo eso. ¡Y me siento excelente así!