Bruji

Nací el 25 de noviembre de 1989. Tengo 29 años. Soy periodista, bibliotecaria y maestra de grado. Trabajo en una escuela primaria común, dando clases de Lengua y Sociales a adolescentes de 6to y 7mo grado, y también en una escuela especial. Desde muy chica me dediqué a acompañar a chicos con dificultades motoras, asistiéndolos en el traslado, la higiene y la alimentación dentro de las instituciones educativas. Es un trabajo realmente que vale la pena y que millones de veces me llenó de satisfacción. Al principio me costaba mucho manejar la frustración personal; a veces los avances eran escasos y mi cariño excedía los límites recomendables. Quería muchísimo a cada alumno que me tocaba asistir y me proponía sacarlos adelante como sea, ayudarlos a ser autoválidos. Pero a veces mi esfuerzo no alcanzaba y los avances no dependían solo de mí. Con el tiempo, aprendí que cada paso es un logro enorme y que cada sonrisa es un empujón para seguir intentándolo.

Soy la hija menor, por ende la más mimada. Mis viejos me dan todos los gustos y están siempre ahí aunque no los necesite. Vivo con mi novio, hace 3 años. Nos conocimos trabajando en una escuela de ciegos (uno de los mejores lugares en los que me desempeñé). Tengo todo lo que quiero: trabajo de lo que me gusta, soy feliz con mi pareja, me siento privilegiada por la familia que tengo…¿qué mas puedo pedir? Una noche, común y corriente, me sentí un bulto en la mama izquierda. Mi novio se asustó pero yo no (o eso demostré). De todas formas, al otro día saqué turno con un médico para no tener dudas (un dato no menor: mi mamá tuvo cáncer de mama hace 18 años).

El médico me palpó y me mandó a hacer una ecografía “por las dudas”. La ecógrafa dijo que aparentaba no ser nada preocupante pero que ella se haría una punción (no lo puso en las observaciones del estudio). Visité nuevamente al médico, miró las imágenes y muy seguro me dijo que había un 98% de probabilidades de que “esa bolita” fuera algo benigno. Me recomendó que esperara 6 meses y que me volviera a hacer un control “por si crecía”. Le comenté que la ecógrafa me había dicho que para quedarme tranquila me hiciera una punción, pero mi médico lo desestimó por completo. Sin embargo, le pedí la orden y me la hizo. ¿Percepción, intuición, desconfianza? No sé qué fue lo que me impulsó a tomar la decisión de punzarme esa canica que me había aparecido de la nada. Pero lo que sí sé fue que me puncé únicamente para descartar ese 2%; jamás se me cruzó por la mente que existía la posibilidad de ser parte de él. Pero, ese 9 de agosto lo confirmé.

Los primeros en leer la biopsia fueron mis viejos, mi gran e incondicional sostén. Volvía de trabajar, pasé a tomar mate y cuando entré, se me derrumbó el mundo. Las caras de tristeza lo decían todo. “¿Salió mal?”, les pregunté y mamá hizo un pequeño gesto de afirmación con la cabeza. Un poco confundida, me senté y leí los resultados: “Carcinoma ductual infiltrante”. Y busqué en internet, como cualquier persona hubiera hecho, porque desconocía absolutamente que eso que había leído significaba que ese día empezaba mi lucha contra el cáncer de mama, que estaba enferma y que por algo la vida me había puesto este gran obstáculo en el camino.

Todavía perdida y abrumada, me subí al auto y volví a casa. Fumé mi último cigarrillo en el balcón y llegó mi novio, mi otro gran sostén. “¿Cómo que salió mal?”, me preguntaba, pero yo no sabía qué responder. Ninguno entendía ni podía creer lo que habían arrojado los resultados.

Al otro día visitamos al mastólogo. Por su cara, entendimos que tampoco podía creerlo, evidentemente no consideró nunca que yo podía ser parte de ese 2%. Muy serio, dijo: “Bueno, ¿qué vamos a hacer? Vamos a poner fecha de operación: 28 de agosto, ¿te parece?”. No había mucha opción…había que sacarlo, y parecía que pronto. Así que en pocas horas tuve que procesar que tenía un tumor maligno adentro mío y que era clave sacarlo cuanto antes. Iba a ser la primera vez que me iba a someter a una operación, a una anestesia general; jamás había pisado un quirófano, jamás tuve problemas de salud que me hayan quitado el sueño. Pero dicen que siempre hay una primera vez… y esta era la mía.

A partir de ese día, empecé a comunicar la noticia. Primero, a mi círculo más íntimo. Y después a otras personas que habían pasado por mi camino y sentía la necesidad de contarles también. Compañeras de trabajo, alumnos, profesores del profesorado, mamás de alumnos, exalumnos, amigos de mis viejos, y la familia en sí, claro. El apoyo de todos fue incondicional desde el primer día que se enteraron. Las palabras de aliento fueron necesarias también para que pudiera llegar íntegra, segura y confiada a la operación y sentirme también fuerte para transitar este largo camino.

Y llegó el 28 de agosto (casualmente se cumplían 2 años de la gran pérdida de mi abuela del corazón). El enfermero que me llevó a la sala de operaciones me agarró del hombro y me dijo que todos estaban ahí para cuidarme (no me sentía nerviosa, quizá él me notó cara de pánico; como sea…pero me hizo sentir bien que me haya dicho eso). Y me dormí. Y me desperté. Y el médico me dijo que tenía buenas noticias: los ganglios no estaban tomados. Y dentro de la somnolencia que tenía producto de la anestesia y la alergia cutánea a causa del contraste “azul patente” que me agarró minutos después de despertar, me puse contenta.

La recuperación no fue tan traumática como me la había imaginado. Dolía un poco la herida por los puntos pero fue soportable. Y quedaba esperar los resultados de la biopsia para evaluar qué tratamiento hacer. Veinte días después llegó: “Independiente de hormonas, triple negativo”. Ya desde el auto empecé a indagar en miles de páginas web. Parecía bastante alentador el resultado. Visitamos a la oncóloga y no aparentó pensar lo mismo: decretó 16 sesiones de quimioterapia (4 fuertes, las -temibles- rojas, cada 21 días y 12 leves, una por semana) y luego rayos. “¿Se me va a caer el pelo?”, le pregunté y la oncóloga asintió con la cabeza. Y también le pregunté si le parecía conveniente que haga el tratamiento de preservación de óvulos antes de comenzar y me dijo que sí, que no tenía ni que pensarlo.

Una de las últimas cosas que comentó la oncóloga tampoco la esperaba: “Las venas no van a aguantar la quimio porque teniendo en cuenta tu tumor, va a ser la más fuerte…la roja. Te recomiendo colocarte un port a cath”. No sabía ni lo que era. Pero en menos de dos semanas ahí estaba de nuevo, entrando a quirófano para ponerme un aparato en el pecho que auspiciaría de receptor de cada pinchazo en las quimios. Y esa recuperación sí fue insoportable.

En fin, la visita a la oncóloga, además de desayunarnos con el tema del port a cath, pareció ser alentadora. “La quimioterapia en tu caso es por prevención. Lo agarraste a tiempo”, nos dijo. Por lo que sea, pero decidió que iban a ser 16 quimios. “Se te va a caer el pelo, seguramente al día 14 y podés sentir muchas cosas: vómitos, mareos, descompostura. Lo importante es que sepas que si te sube la fiebre, tenés que ir a una guardia”, relató. A los pocos días me compré una peluca y uno de esos famosos “turbantes oncológicos”, qué se yo, no había otra opción que ocuparse para que el bendito día 14 o los posteriores no me agarre un ataque fatal por verme pelada en el espejo. Ah, me corté el pelo también para que los mechones que empezara a perder no sean tan largos y todo resulte menos traumático.

Con la quimioterapia asegurada por delante, surgió el tema de la maternidad y la fertilidad. Y decidí hacer el tratamiento, pese a todo lo que el proceso en sí implicaba: inyecciones en la panza diarias, pastillas, ecografías cada dos días. Pero pensé mucho y me replanteé qué pasaría si luego de la quimio entrara en menopausia y no me volviera la menstruación. Y era lógico, sentiría mucha culpa por no haber hecho el tratamiento de preservación de ovocitos (pese a tener una probabilidad de eficacia del 35%). Pero era una ventana más que no costaría tanto abrir y que, inconscientemente, me daría esperanzas para pensar en un futuro (¿cercano? ¿lejano?) de ser mamá, uno de mis deseos más grandes. Y eso también fue un proceso duro. Aceptar que quizá esta enfermedad me imposibilite a alcanzarlo fue difícil. Por eso pude soportar cada pinchazo en la panza, llegaron a ser cinco por día. Hinchazón, dolores abdominales, calores intensos, ardor en la panza, fueron algunos de los síntomas que padecí en todo el proceso. Y 14 días después, otra vez quirófano: aspiración de los ovocitos. Salieron 19 y pudieron congelarse 12. “Un buen número”, dijeron los médicos.

En el mientras tanto, creo haberme amigado con la enfermedad, o quizá solo la haya aceptado y afrontado con la mejor energía que tengo. Mucha, muchísima gente siguió presente y cerca. Cada palabra de aliento fue y es clave. “Sos una guerrera”, “de esta salís”, “estoy para lo que necesites, a la hora que sea”, de todo. Y aunque pocas veces admití estar mal, está buenísimo saber que levanto el teléfono y tengo quién me acompañe.

Decidí empezar terapia para transitar más firme este momento. Todos los martes voy a mi sesión. Me gusta la psicóloga, me genera confianza porque me presta atención, me siento cómoda y considero que puedo hablarle de todo. Quiero poder descubrir (si es que existe) porqué me enfermé o para qué. Todo el mundo me dice (y un poco me perturba) que esta enfermedad “apareció por algo”, “llegó para enseñarte algo”, “vino para cambiar la forma de vida”. Y yo me pregunto: ¿tengo que trabajar menos horas por día?, ¿modificar algo de mi personalidad?, ¿algún día podré descubrirlo? Me hablaron sobre biodecodificación también y lo hice; todo lo que uno sienta que sirve, sirve. Además, los martes voy a un grupo de terapia grupal de pacientes con cáncer de mama, coordinado por una psicóloga especializada. Me hace muy bien compartir experiencias, escuchar a otras que están pasando por lo mismo que yo, aconsejar y poder ayudar desde mi lugar.

Otra de mis ayudas es mi profesora de expresión corporal que tuve en el profesorado. El día que se enteró, me propuso acompañarme como sea. Y acepté, porque sé que me ayuda de manera sincera, amorosa. Todos los miércoles la recibo en casa y me mima con reiki y yoga, me escucha, me mira y me pregunta cómo estoy. “A mí venir me ayuda, ayudarte es ayudarme”, me dijo un día. Y sé que es cierto, lo siento y eso me gusta. También empecé reflexología los jueves. Todo ayuda, hay que creer y dejarse llevar.

El fin de semana anterior a comenzar la quimioterapia, viajé con mis viejos a visitar a un cura sanador. El Padre me dio varias recomendaciones para llevar a cabo durante dos meses: rezar, tomar agua bendita, hacer un ungüento con coco y azúcar y ponérmelo en el cuerpo; en fin…creer o reventar. Elegí creer y me organicé para cumplir con todo lo detallado. “No vas a necesitar la quimioterapia y no sientas culpa, no sos culpable de nada”, me dijo. Quién sabe porqué. De vez en cuando me acuerdo de sus palabras y me fuerzo a reflexionar.

Y llegó el 2 de octubre: mi primera quimioterapia. Entré al cuartito de las sillas negras y me encontré con cinco mujeres, tres de ellas peladas y una con peluca. Solo una estaba en la misma situación que yo, era su primer día de su primera quimio. Las restantes eran habitué: estaban por metástasis. Un poquito desalentador el panorama pero le puse la mejor onda pese a que, además, todos sus sueros eran transparentes y el mio rojo pasión. Me había descargado series en el celular y tenía dos libros en el bolso, pero elegí conversar con mis compañeras. Charlamos dos horas, se las notaba fuertes pero ninguna hacía la dieta estricta que recomendaba la oncóloga para sentirse mejor ni tampoco tratamientos alternativos.

Miedo, incertidumbre y distintas sensaciones me invadieron en los días posteriores a la quimio. Sentí dolor de cabeza, como abrumada y cansada, a veces baja presión. Pero nada más. Pasaron los días y no había tenido esos terribles (y temibles) efectos. Pensé: si son cuatro quimios fuertes y en una no sufrí, es positivo. Me quedan tres fuertes, aunque sufra, al menos no sufrí en la primera. Me comentaron que el efecto de la medicación (que al principio la miraba como un veneno y después de pensarlo mejor -y con ayuda- pude visualizarla como curación) es acumulativo; mientras más quimios, más son los efectos secundarios. Pero había que esperar y ver qué iba pasando. Eso aprendí con esta enfermedad. Cada persona es diferente y aunque las medicaciones coincidan, a cada uno le afecta de una manera en particular.

Pude adaptarme a la dieta porque siento que eso es lo que hace que me sienta bien y que tolere bien la quimioterapia. Visité a una nutricionista para que me enseñe algunos tips y me enseñe recetas que se acoplen a mi actual necesidad. Con mamá cocinamos budines integrales y me hace cosas ricas para que no se me haga tan difícil. Lamentablemente, al día 14 (tal como dijo la oncóloga) se me empezó a caer el pelo. Mientras pasaban los días, cada vez se me caía más cantidad. Y decidí cortármelo todavía más cortito. Lloré cuando me miré al espejo con el pelo como un varón. Y a los pocos días me animé a pedirle a mi novio que me rape porque ya era insostenible, había pelos por todos lados, en la almohada, en el piso, en la bañera. En el momento me reí y hasta hice unos videos divertidos mientras me rapaba, pero los días posteriores no quería ni mirarme al espejo. Empecé a usar pañuelos para salir de casa; con la peluca que me había comprado no me hallaba. Para mi sorpresa, a los pocos días de estar pelada, recibí un mensaje de la mamá de una alumna contándome que su hija se había cortado el pelo para dármelo a mí. Lloré, lloré desconsoladamente de emoción. 12 años y un corazón tan grande que fue uno de los mayores mimos que recibí hasta hoy. Y después una de mis mejores amigas contándome lo mismo, sumado a que lo había comentado a su círculo íntimo y varias más se lo cortaron. Así que junté todo ese amor que me habían donado y me mandé a hacer una nueva peluca, esta vez llena de buena energía.

Pero no puedo negarlo…hay días que pienso más que otros. Días (y noches) en que la palabra cáncer pesa. Días que recuerdo “tipo de cáncer con peor pronóstico” (maldito buscador de internet) y me angustio. Ojalá pudiera hacer todo para curarme, ojalá estuviera a mi alcance. Entiendo que no todo se puede controlar (aunque estaría buenísimo) y que por eso me altero o me angustio. Sigo todo lo que me dicen al pie de la letra: las indicaciones del cura, la dieta de la oncóloga, y varias cosas que escuché por ahí.

Y llegó el día que egresé de las rojas. Con varios análisis de sangre de por medio y muchísimas vacunas para estabilizar las defensas, logré terminar una parte del tratamiento. Primera prueba: superada. Ahora transito las semanales, sin síntomas por suerte. Solo cansancio. Me está creciendo el pelo, eso me da la sensación de estar curándome, no sé porqué. Sin embargo sé que me queda un largo camino por recorrer, lleno de estudios y visitas médicas, pero sobre todo de aprendizajes y valoraciones. Hoy me toca pararme frente a la vida de una manera más consciente. El diagnóstico me hizo dar cuenta de que somos finitos, inevitablemente vi la muerte cerca. Nadie está exento. Hoy elijo agradecerle a la enfermedad por enfrentarme a tanto. Hoy me propongo vivir con más emoción, valorando los momentos, sintiendo y expresando más, pero sobre todo callando menos. Hoy me propongo intentar entender a los otros sin juzgarlos ni metiéndome en sus vidas. Hoy entiendo que no se puede ayudar a todo el mundo, a veces solo hay que escuchar sus problemas. No puedo controlar todo, no puedo ayudar a todos y no tengo que tener culpa por eso. Espero seguir transitando la vida de una forma tranquila, rodeada de gente que busque el bien y la felicidad, y ojalá pueda expresar más lo que me pasa y lo que siento (a veces soy muy cerrada). Quiero vivir en un mundo en donde las sonrisas ocupen un lugar más importante que la rutina, en donde las personas puedan trabajar de lo que les llena (y sino que puedan animarse a cambiar de trabajo). Yo, por mi parte, quiero seguir ayudando al otro desde mi lugar, buscando (y coleccionando) sonrisas. No creo que sea tan utópico.