Cherrybomb.

Así transcurrió mi vida y la enfermedad antes de la cirugía. En realidad, fue como si la enfermedad hubiera querido ganar protagonismo frente a los hechos trascendentales que estaba enfrentando mi existencia. Pura competencia celosa.

Digamos que ella se anunció antes de mi viaje a París, suave y moderada, como una herida digna de una pomada. Nadie le dio importancia. No sirvió de nada el desfile de médicos por el que pasé durante meses intentando averiguar por qué esa herida en el pezón no cicatrizaba. Ella persistía, manifestaba su existencia de forma suficiente como para señalar que era posible que existiera, pero sin autoproclamarse.

Esta tímida aparición me llevó a continuar con mi vida sin muchas preocupaciones. Llegaron las vacaciones y mi tan anhelado viaje a París, la ciudad de mis sueños. Regresé renovada y feliz, con muchas energías y buenas vibras. Y entonces llegó el amor. Un amor potente, que entró a escena haciendo mucho ruido, desordenando todos los elementos, caotizando el mundo en el que había habitado hasta entonces y que había pensado como único modo de existir, para dar lugar a un nuevo orden. Un amor que llegó para cambiar mi mundo… aunque todavía no pudiera imaginarme qué tanto lo habría de cambiar. Un amor vertiginoso, veloz, revoltoso, irreverente. Un amor que hizo y deshizo a su antojo mientras pudo, que condensó en tres meses lo que muchas parejas viven en más de 5 años. ¿Y eso qué importa, no? Si el tiempo es absolutamente relativo. Nuestros días fueron meses y nuestros meses, años. Vivimos todo lo que pudimos, al límite, con el acelerador a fondo porque nos enamoramos y porque (pensábamos) no teníamos mucho tiempo. J.C. se iba a vivir al Viejo Continente después de tres meses de la primera noche que pasamos juntos, que se convirtió en un día memorable. El día desde que estamos juntos. No estaba en los planes enamorarse, pero sucedió. ¿Cómo lo solucionamos? “Te venís a vivir conmigo”. Y yo, que ya andaba con muy pocas ganas de seguir trabajando de abogada, que me había enamorado como una adolescente y que siempre había deseado vivir en Europa (más aún con un amor, MI amor), por supuesto acepté. Pero esto no se queda acá: para que yo sintiera y entendiera qué tan seria era la propuesta, una noche en un restaurante J.C. sacó una cajita con un anillo y me propuso matrimonio. En quince días estábamos casados con fiesta y todo. Una semana después de la boda, él partía a realizar sus sueños y yo me sumaría dos meses después, porque necesitaba ordenar mi trabajo y hacer algunos preparativos.

Cuando el vértigo de la historia de amor se puso en pausa, y mi vida volvió a una velocidad un poco más real, retomé varias cuestiones. Entre ellas, mi herida. Se me ocurrió ir a ver a mi médica de siempre, que no era mastóloga –por eso no la había consultado antes–. Pero como tenía que hacerme el control anual me pareció una buena oportunidad para comentarle lo que me estaba pasando. Y miren cómo son las cosas que gracias a ella estoy escribiendo esta historia… Fue mi médica la primera que, después de 10 meses de haber pasado por varias consultas a distintos especialistas, sugirió hacer una biopsia del pezón. Siempre pensando en quedarnos tranquilas, en que podían ser muchas cosas, que no necesariamente tenía que ser Paget mamario, que hasta ese momento todos los estudios me habían dado bien, que tenía 38 años, que era muy improbable… Quería creer en todas sus posibilidades, pero me era muy difícil. La sola idea de “biopsiar” una parte de mi cuerpo me llevaba a pensar en el cáncer. Además, ya había sido influenciada por el “Dr. Buscardor de Internet”, quien sentenciaba ante mis síntomas lo mismo que, finalmente, arrojó el resultado de la biopsia: Paget mamario.

Me dieron fecha de cirugía. Había que extirpar el pezón porque estaba enfermo.

Ese resultado fue como un despertador que sonó al oído de la enfermedad y le dijo: “Arriba, tiempo de actuar”. Y así como hasta ese momento mi vida había sido tomada por mi historia de amor con J.C., desde entonces fue tomada por el cáncer, que pasó a ser el eje de mi existencia. A partir de esta declaración, la enfermedad hizo su aparición y se manifestó con fuerza en el transcurso de unas pocas semanas. Como si hubiera venido a ocupar el lugar de J.C. para ganar protagonismo.

Lo cierto es que la velocidad con que empezó a avanzar era desesperante. Entre el diagnóstico de la enfermedad y la aparición del tercer nódulo mamario no pasaron más de seis semanas. Unas semanas después de haber recibido el resultado de la biopsia descubrí el primer bulto en la misma mama en la que tenía el pezón enfermo. Rápidamente pasó de ser perceptible con presión de los dedos a notarse al roce de la piel. Me tomó la desesperación: según protocolo médico, sólo me iban a sacar el pezón porque en los estudios no había salido ningún nódulo. Pero ya estaba ahí. Ya había llegado el primero. Y llegarían otros dos antes de la cirugía.

Hasta ese momento había tratado de mantenerme positiva, un poco en consonancia con las apreciaciones de los médicos y de la gente que me quiere y forma parte de mi vida. No podía ser que tuviera cáncer. ¿Yo, cáncer? No… Eso no era posible. Eso era lo que todos pensábamos y deseábamos. Sin embargo, ahí estaba el título de esa herida que no cicatrizaba hacía casi un año: enfermedad de Paget. A partir de ahí, todo era posible. Incluso la muerte. Por eso, cuando empecé a sentir cómo la enfermedad a pasos agigantados me estaba tomando el cuerpo, a una velocidad que ni siquiera me permitía procesar mentalmente lo que me estaba pasando, se me presentó la posibilidad de perder la mama completa. Sentía que no tenía tiempo, que todo sucedía de manera precipitada, que si había algo malo había que sacarlo ya mismo.

Luché, peleé, pataleé, lloré… hice todo lo que estaba a mi alcance para que me hicieran de nuevo los estudios antes de la cirugía. Y lo conseguí. Se confirmaron mis peores sospechas: habían dos nódulos que había que biopsiar. ¡Imposible! –pensé–. Si los nódulos habían aparecido a esa velocidad, no podía esperar la burocracia de la obra social para conseguir los turnos de los médicos que me indicarían luego la biopsia de los nódulos y luego esperar los resultados. Todo ese recorrido me haría perder la fecha que ya tenía programada para la cirugía del pezón. Estaba segura de que no debía postergar esa intervención.

Gracias a la ayuda de mi médica, que habló con el cirujano, logramos que la cirugía se realizara en la fecha estipulada con la presencia  de un patólogo en quirófano que les permitiera decidir a los médicos en el momento qué era lo mejor para mantenerme con vida. No me quería morir.

Mi intuición me salvó la vida. Hubiera muerto tres meses después de la cirugía si no me sacaban la mama completa y los 14 ganglios que me extirparon cuando el patólogo dio el resultado positivo sobre los nódulos en el quirófano.

La posibilidad de perder la mama completa era sólo eso cuando entré al quirófano… una mera posibilidad. Le había pedido a mi médica si podía estar en la cirugía, si podía presenciarla, para estar conmigo y para que diera su opinión frente a la decisión que tuvieran que tomar mientras yo dormía bajo los efectos de la anestesia. Fue ella la que estaba a mi lado, tomándome de la mano, cuando desperté. Fue a ella a quien le tocó darme la noticia: habían sacado la mama completa.

Lo que vino después no fue mucho mejor. Los análisis de lo que me extirparon fueron contundentes: tenía un tipo de cáncer invasivo, multifocal, reactivo a los procesos hormonales, con metástasis en 8 ganglios, que avanzó rápido y furioso como para deshacerse de mí antes de que pudiera darme cuenta. Había que empezar con la quimioterapia cuanto antes.

Eso significaba que no sólo sería una recién casada mutilada, con una parte del cuerpo menos, una parte esencial de mi femineidad, relacionada con lo erógeno y con la sexualidad, sino que, además, se iban a consumir tan rápido como un cigarro todas las etapas que hacen a la vida de una mujer.

Recién casada, iba a tener que elegir perder para siempre la posibilidad de ser madre para salvar mi vida. Lo mejor que me podía pasar era quedar menopáusica con el tratamiento que me iban a dar porque mi cuerpo no podía producir más hormonas. Si eso no pasaba, tal vez iba a tener que someterme a una histerectomía. Además, perdería todo el pelo. Mi pelo. Ese atributo fundamental de mi imagen. Ni hablar de los efectos secundarios de la quimioterapia.

La recién casada ideal.

Este es el escenario sobre el que tuvimos que armar nuestra vida de pareja. Lejos de Europa y lejos de los sueños que albergábamos. Mi marido regresó al país con vistas a acompañarme en la cirugía, con la mitad de su ropa, pensando en que pronto volvería conmigo para Andorra. Nunca volvió. Y yo nunca me fui. Nunca armamos la vida que habíamos soñado en el extranjero. El escenario y el elenco se habían modificado para siempre. Ya no éramos dos, sino tres: yo, él y el cáncer.

Lo que nos esperaba era un recorrido muy diferente al que habíamos soñado. Sobre todo a mí, que fui la protagonista estelar del viaje que estaba por comenzar: 16 sesiones de quimioterapia (las primeras 4 con un tipo de medicación, cada 21 días; luego, otras 12 aplicaciones semanales con una nueva medicación), 30 sesiones de rayos, y 10 años de pastillas. Tenía claro que sería un tiempo muy duro, pero nunca creí que tanto.

Y se cumplió el pronóstico: llegué pelada a la segunda sesión de quimioterapia. Ese cabello negro, brillante, largo y alisado, se esfumó como si fuera espuma de mar. Y como la vida es muy irónica, mi marido, que es peluquero, me rapó la cabeza, y me mandó a hacer una peluca a imagen y semejanza de mi antigua melena. Jamás me sentí cómoda con los pañuelos, no podía dejar de sentirme “cancerígena” cuando los usaba, como si ya estuviera al borde de la muerte. Ni podía soportar la mirada del otro, no aguantaba la idea de que la gente se diera cuenta de que tenía cáncer y pensaran que me iba a morir. Al menos eso era lo que yo misma pensaba antes de ser la protagonista de esta historia: que el cáncer era sinónimo de muerte.

La primera parte del tratamiento fue un verdadero calvario. Las primeras 4 sesiones de quimioterapia me tuvieron abrazada al inodoro, no podía comer por las náuseas permanentes, bajé de peso y se terminó de caer el poco pelo que me quedaba en el cuerpo, incluidas mis cejas y pestañas. No me encontraba cuando me miraba en el espejo. Esa imagen que me devolvía no era la mía.

Cuando comencé la tanda de las 12 sesiones semanales, mi estómago tuvo un respiro. A cambio, me empezó a visitar la neuropatía, los dolores musculares y articulares en todo el cuerpo. No dormía del dolor y me costaba mucho caminar.

Si bien tenía en claro que necesitaba hacer la quimioterapia para seguir con vida, el tratamiento fue tan cruento que me llevó a límites insospechados. Límites físicos, sobre todo, pero también psicológicos y emocionales. Sentía que eso que me inyectaban por las venas para destruir la enfermedad, destruía, paralelamente, mi propia existencia.  Como si la eficacia del tratamiento dependiera de qué tan cerca del límite de la destrucción de mi propio cuerpo llegara. Sentía que mataba la enfermedad al borde de no matarme a mí misma.

Cuando una está atravesado un dolor tan abarcador, tan holístico, es difícil pensar que eso va a culminar, que eso puede tener un final. Sin embargo lo peor pasó, logré terminar la quimioterapia. La mayoría de las veces iba con mi mamá, quien fue un soporte importantísimo para poder transitar este camino. Ella me acompañaba y al volver merendábamos juntas. Se había hecho costumbre. Y yo, a pesar de verla sufrir siempre conmigo, disfrutaba de su compañía. Después de la quimioterapia vinieron los rayos, y un año más de tratamiento con un anticuerpo monoclonal. También lo pasé. Sobreviví. Aprendí que el dolor no deforma, transforma. Y que el amor salva. El amor de J.C., de mi familia, y de mis amigos incondicionales fue clave.

En algún punto de todo este recorrido lamenté haberme perdido a mí misma, haber dejado de ser quien era. Lamenté no tener la oportunidad de volver al momento en que había sido lo suficientemente feliz como para animarme a cambiar. En definitiva, ese punto de inflexión tenía que ver con un desafío: animarme a vivir de otra manera. Con la muerte como amenaza, tuve que enterrar muchos sueños, muchos deseos, muchas expectativas. Pero como lo que no te mata te hace más fuerte, entendí que la vida decidió darme una nueva oportunidad. Ya no puedo volver a ser la que fui pero tampoco lo quiero. Estoy llena de cicatrices, de las físicas y de las invisibles. Me esperan años de estudios, tratamiento y cirugías. Pero aprendí que quiero vivir. No pasar el tiempo de este lado el mundo, sino vivir plenamente. Disfrutar. Amar. Viajar. Ser y dejar ser. Perdonar. Dejar pasar.

Hoy comprendo el valor inconmensurable que tuvo mi casamiento, la presencia de J.C. en mi vida. Nuestra historia de amor se resignificó en muchos sentidos a partir de mi enfermedad. Por ese motivo, me gustaría volver al momento en que todo estaba por pasar, en que todo estaba por cambiar, todo por hacerse. Quiero vivir la vida que había elegido junto a él. Viajar, volver a París, y pasear nuestro amor verdadero por sus calles. Recorrer el Sena de su mano no como si nada hubiera pasado, sino con todo lo que somos hoy, porque atravesamos el dolor y logramos salir del otro lado del túnel, magullados pero enteros. Y no se sale igual. Se sale diferente. En muchos sentidos, mejor. Hoy comprendo las ganas locas que tengo de vivir. Quiero hacerlo intensamente, como cuando nos conocimos, cuando creíamos que no teníamos tiempo, sin siquiera imaginar cuál era el tiempo que nos podría haber sido arrebatado: el tiempo vital. Quiero vivir con plenitud y sin pausas, porque es la mejor manera de vivir. Apresurados y atolondrados, experimentando todo lo que se cruce por delante. Probando. Equivocándonos. Experimentando. Viajando. Hoy comprendo que la vida pasa, rápida y furiosa, y hay que estar a su altura para que no se nos escape, para que no desfile velozmente delante de nuestra vista sin que podamos subirnos a su montaña rusa. Muchas veces el vértigo es difícil de soportar, pero la vuelta vale la pena, siempre. Yo me subí hace poco más de dos años. Y no me pienso bajar. Se mueve rápida y furiosamente, pero es mi montaña, la que me tocó en suerte. De su recorrido aprendí y seguiré aprendiendo. Pero desde arriba. No me bajo nada. Todavía.