Irupé

Lo veía venir…

Mi cuerpo me lo hacía sentir. Era una comezón interna que me recorría silenciosamente. Había días buenos y otros en los  que quería correr sin rumbo. Tenía todo y no tenía nada. Estaba como en un letargo plano que me ahogaba… Un mal augurio se avecinaba. Lo sabía pero jamás, ni en mis peores pesadillas, hubiera imaginado su magnitud.

Cada día transcurría igual. Yo era la misma de siempre pero no me sentía completa. Reía pero no era yo. Cantaba como siempre pero mi garganta degustaba esa hiel desconocida e incomprensible. Tenía sueños recurrentes y oscuros donde un lobo negro quería devorarme. Yo callaba porque no podía explicar la locura que era mi mente. Trataba de descifrar mis sensaciones, intentaba decodificar ese torrente de pensamientos delirantes y absurdos. Comenzaba a sentir ciertos dolores pero casi no los tomaba en cuenta. Culpaba al estrés, a la rutina, al cansancio… Callaba porque ni yo misma lo entendía y fue ahogándome cada palabra no dicha. Los rencores del pasado, las lágrimas atragantadas, los gritos mudos, la bronca, las cicatrices en relieve de los años y los daños colaboraron para este angustioso coctel. Mientras tanto, los días pasaban lentos y me desesperaba. Todo era demasiado extraño para mi gusto… Había algo. Lo sabía.

Ojalá hubiera sido un mal sueño. Ojalá hubiera sido una historia triste escrita en un papel que podría haber sido quemado… pero no lo fue.

Esto comenzó  mucho antes de lo que se supo. Capaz porque soy “media bruja” y mis sueños me lo cuentan antes de que ocurra o simplemente mi cuerpo me estaba pasando la factura de tantos años de silencio…

Quienes me conocen saben que no soy precisamente una persona a la que le falten palabras pero, como lo dije más de una vez, elocuencia no es sinónimo de hablar mucho. A veces, casi siempre, se calla lo más importante, lo más doloroso, lo real. Y solo vomitamos lo que el resto quiere escuchar, nos acomodamos a las necesidades ajenas, a la conveniencia del “estoy bien” porque, poniendo la mano en el corazón, convengamos que nadie quiere oírnos llorar nuestras cuitas… No es tan agradable que la gente exponga sus problemas. A mí me pasó muchas veces contar mis tristezas y notar la cara de fastidio del otro, darme cuenta que ni siquiera me escuchaban, comprender en ese diminuto instante de humillación y vergüenza, que a nadie le importa más que su propio ombligo, a nadie le interesa si nos peleamos con novios, padres, hijos, vecinos, perros o gatos, si no nos alcanzó para comer o para pagar las cuentas… A pocos, contados con dos o tres dedos ,en ese momento, les importó que presintiera esta enfermedad y que estuviera muerta de miedo… Necesitaba desahogarme pero irónicamente, todo el mundo se volvió sordo…

Mi nuevo trayecto comenzó con la noticia fatal de que mi padre, la persona que más amaba en mi vida, tenía cáncer terminal y el dolor desgarrador de tener que despedirlo porque la muerte me lo había arrebatado fugazmente, dejándome mil interrogantes y el horrible sentimiento paralizante de sentirme totalmente perdida y desamparada, aún estando rodeada de gente…

Fue ahí, cuando tiré ese pequeño y pesado puñado de tierra, donde entendí  mi profunda e irremediable soledad…

Fue ahí donde comenzó el principio  del fin…

Yo lo soñé. Sabía lo que tenía aún antes del diagnóstico médico. Lo intuía. Me tildaron de loca, de querer victimizarme, de delirios, de enfermedades inexistentes y la incomprensión dolía más que el más fuerte de los suplicios. Me sentía atrapada por algo que no podía manejar, algo que no tenía nombre. O lo tenía pero mi boca se negaba a decirlo. Eran seis letras letales e impronunciables. El mundo me comía de a poco y no tenía fuerzas para escapar. Era un minúsculo ser dentro de una caja negra que me encerraba de a poco.

Fue un amargo camino el que recorrí. Le temía a la oscuridad. No quería dormirme por temor a no despertar.  Lloraba de dolor, me retorcía de angustia, a escondidas porque nadie me comprendía. Hasta preferí morir. Le pedía a Dios que me llevara. Ya no me importaba más nada. Solo necesitaba alivio, descansar de todo. Le suplicaba cada noche al cielo una tregua. Había agotado mis lágrimas, hasta ese día. Ese trágico día en que me confirmaron lo que yo ya sabía: cáncer de colon, con un panorama no muy alentador.

Lo recibí en silencio.  Extrañamente el diagnóstico fue un alivio. No estaba loca. TENÍA CÁNCER.

Fueron jornadas extensas de estudios, de visitar hospitales y sanatorios, de ver diferentes médicos, de escuchar que casi no había esperanzas, de incertidumbre, de caos, desconcierto y abatimiento, de ver los rostros de mi familia sufriendo conmigo, de aferrarme a mi fe y a mi credo, de rezarle a Dios un día  y  al otro, enojarme con Él  y con todos. Lloraba mucho. Lloraba tanto que sentía que el corazón se iba a detener o que iba a explotar. Quería irme para escapar de este mal, despertar de esta cruel pesadilla… Tomaba la enfermedad como un castigo divino. Creía no merecerlo. No lo aceptaba. Los plazos se acortaban.  El tiempo pasaba muy rápido y tenía tanto por hacer… Despedirme de todos. Dejar instrucciones. Enseñarle cada recoveco de la casa a mis hijos y marido. Dónde estaban los papeles importantes, dónde las medias, dónde la sal, dónde el azúcar… Dejar todo preparado, por si acaso…

Soy artesana, pinto, dibujo, modelo, escribo, reciclo. Intenté dejarles algún recuerdito mío a todos los que amaba… un cuadro, un poema, algo, cualquier cosa para poder permanecer en sus memorias y que no me olvidaran… Ya no podía casi respirar por el dolor profundo del cuerpo y del alma.  No es agradable saber que vas a morir. Uno, en su soberbia se cree eterno e inmortal, hasta que la vida te pega tan duro que te hace reaccionar y tocar tierra… Yo sabía que me iba a morir… “El cáncer es sinónimo de muerte”. Era lo que comúnmente se escuchaba por ahí, además de haberlo vivido con mi padre…

Yo decía “si me muero, a nadie le va a importar. Si muero, me da igual”. Estaba resignada. De a ratos lloraba, de a ratos me enojaba, de a ratos ya no sentía nada…

Estaba durmiendo cuando el médico me llamó diciéndome que ese día me operaban. Me dio taquicardia, no lloré. El pavor que sentía me aceleró aún más. Corría de un lado para el otro. Desperté a mi familia que también estaba en shock. El teléfono sonaba. Yo llamaba a todo el mundo. Salí de mi casa creyendo que no volvería. Miré mi jardín, mis gatos, mis rosas, mis hijos… ¡Mis hijos! Sus caras de terror lo decían todo.

Llegué al hospital. Todos mis afectos estaban ahí. Tenía temor pero también fortaleza. La noche anterior mis compañeros del secundario estuvieron en mi casa dándome ánimo. Era muchísima la gente que rezaba por mí. Cadenas de oración de todo el mundo, palabras lindas, mensajes interminables, abrazos sanadores, haciéndome sentir querida… Todo me sirvió. Como dije, tenía muchísimo miedo, obviamente, pero sentir el amor de las personas que amamos no tiene precio.

Esos momentos antes de internarme no se los deseo ni a mi peor enemigo… Veía borroso, no escuchaba nada, no me salían las palabras, era algo irreal, una jugada  cruel  del destino. Observé a mi alrededor. Habían otras personas en mi misma situación. Me conmoví con ellos. Mi familia nerviosa trataba de hacerme reír, contando anécdotas y haciéndome bromas. Miré sus ojos, estaban sufriendo por mí y no era justo. Con rabia e impotencia mis uñas se clavaron en mis manos cerradas en un puño… Escuché, de repente, entre el murmullo de la gente mi nombre. Tragué saliva, saqué pecho y me internaron.

Esa noche fue extraña e interminable. Pensé tanto… Recorrí mi vida en mi mente. Pedí perdón y agradecí. Le recé a todos los santos y a mis ángeles queridos. Vi en exclusiva, la película de mi vida, a quienes amé y a quienes me amaron, me desconecté de todo y reflexioné como nunca antes. Comprendí en esa epifanía torpe y humana por qué Dios me había dado este cachetazo. Él quería que yo reaccionara y lo logró porque comprendí que a cualquiera le podía tocar esto, que nadie estaba exento de la muerte y el sufrimiento, que vivimos tan acelerados que nos creemos invencibles y poderosos hasta que caemos en la cuenta de que no es así… Y es ahí cuando queremos revelarnos a la realidad y nos ofende entender que somos solo polvo… Lo sé porque a mí me pasó y fue en ese instante de oscuridad donde se me iluminaron la mente y el corazón y entendí. Desde un principio quería saber por qué me había tocado a mí y supe, a ciencia cierta, que no quería morirme, que quería vivir más que nunca, que mi existencia era muy valiosa, que tenía que agradecer mi trabajo, mis manos, mi familia, mis amigos… Yo que decía nadie me quería, estaba tan equivocada…

Fue tanto el amor que sentí que desbordaba vida… Y me aferré a ella con todas mis fuerzas. Sentía muchísimo miedo. No quería morirme. No justamente ahora que empezaba a entender. Me dormí después de interrogatorios, inyecciones, sueros, remedios y el olor terrorífico y seco del hospital, los fantasmas del sufrimiento y los susurros de las paredes que no cesaban nunca… Me dormí y creo que por primera vez no soñé nada. Solo me dejé ir despacito a un plano en donde dejé de sentir. Todo daba vueltas. Y aunque quería hablar no me salían las palabras. No podía llorar. Quería que pase todo rápido, despertarme de esta pesadilla…Y una parte de mí aún se resistía a la realidad y le seguía reprochando a Dios mi suerte.

Después de unas horas comenzaron a prepararme… El camillero esperaba, para llevarme al quirófano. Quise llorar para desahogar el pánico y no me salió. Subí a la camilla y emprendí el camino más duro hasta hoy. Sabía que no iba a salir con vida de la operación. Estaba segura. Mi doctor me prometió hacer hasta lo imposible para salvarme. Yo sonreí de pavor y desesperación pero ya no sentía nada… Estaba sedada en todos los sentidos. Me entregué. Me entregué limpia y desnuda a la voluntad de Dios y a las benditas manos de los médicos. Y ya no recuerdo más  nada..

Después de seis largas horas, desperté con una caricia en la frente de mi doctor o tal vez fue mi ángel rondando por ahí. No lo sé. Me dijo “Salió mejor de lo que esperábamos…” Y mis pulmones se llenaron de aire y esperanza.

De ahí en más, todas fueron ganancias. Volví a mi casa, bendecida por mis incontables lágrimas, volví fortalecida, dichosa, renovada… Comprobé, con sorpresa, cuánto me apreciaban, cuánto les importaba yo. Cuánta gente querida me transmitía su cariño y sus mejores deseos. Y más que una cirugía fue una transfusión de todo, afortunadamente…

Resumiendo , jamás hizo falta quimioterapia, ni rayos, medicamentos ni nada… Solo estudios regulares de control. Todavía no gané la batalla. Pero lo voy a hacer. Estoy segura. Hoy de eso pasaron casi 3 años, donde lloré, me enojé, grité, donde saqué afuera toda la basura y las cosas inútiles, donde me cambió el pensamiento, me reconcilié con la vida y conmigo misma. Pude perdonarme, pude descubrir de nuevo mi sonrisa, pude ser feliz otra vez. Era como renacer de entre mis cenizas… Un Ave Fénix que emprendía su vuelo a través de mis cicatrices y extendía sus alas majestuosas y yo volaba con él. Comprendí que tenía mi legítimo derecho a ser yo misma.  A no ocultarme más. A no callar más. Ya no. Porque por guardar silencio, me había enfermado y me negaba a repetir ese error que pagué tan caro…

Después de pasar por lo peor, ahora era una nueva persona… igual pero diferente. No me volví una santa ni menos pecadora. Fui, por el contrario, más humana que nunca.  Irónicamente EL CÁNCER ME HABÍA SALVADO LA VIDA… Estar tan cerquita de la muerte me hizo apreciar lo que tenía y no veía…

Hoy aprendí a ser libre, a reírme de todo, aunque lloro mucho también porque me sensibilicé en extremo, pero no me molesta. Aprendí a darme ciertos gustos, como el de hacer realidad mis anhelos, volver a estudiar, soñar con ser profesora, atreverme a cambiar sin miedo a ser juzgada, a morirme de felicidad viendo dibujitos, contagiar a todos mi alegría y optimismo, aunque parezca una chiflada, adorar a mis gatos, aprovechar los segundos compartidos con mis hijos, perder la noción del tiempo y volver a ser con ellos una niña en un cuerpo herido y en recuperación. Aprendí a decir lo que tengo adentro, sin condicionamientos, a cantar a los gritos, a bailar cualquier música, a sentarme y no hacer nada, a recordar sin remordimientos ni culpas. Increíblemente aprendí a callarme, cuando mi voz no es valorada y descargarme en poemas que luego se llevará el viento.

Ya no doy consejos. Doy fe del milagro de la vida. Soy la prueba de que se puede, con amor, con la mano extendida del otro, con alguien que te escuche y sienta empatía. No cuesta nada echar a volar las emociones, la cercanía de un abrazo, la simpleza de una caricia, sin mezquinar los besos, las palabras lindas, las miradas… Por eso disfruto . Ahora contemplo, me dejo llevar y siento el sol, mis plantas, la plaza frente a mi casa, el aroma de la tierra mojada , el pasto recién cortado, el chocolate, las charlas y los silencios, una película, un café, la lluvia, la nostalgia gris del pasado, las fotos eternas de mi memoria, el olor que tiene la noche, mirar las estrellas y verlas cada día más hermosas y alcanzables. Aprendí a honrar cada día, a no quejarme tanto, amar mis cicatrices, a agradecer todo, lo bueno y lo malo, a no dejarme vencer por la depresión y la tristeza porque me siento más loca que nunca y adoro mi locura. Me fortalece, me regala instantes extraordinarios y mágicos. Porque entendí. Por fin entendí que la vida es cumplir los deseos del corazón, sin culpas, sin presiones, es tropezar, caer, levantarse, sacudirse el polvo y seguir avanzando porque nadie dijo que  esto iba a ser fácil. Pero no hay opción.  O vivo o muero. Y hoy elijo vivir…

No quiero pasar desapercibida. Quiero marcar mi territorio, dejar huellas. Que mi nombre no se les borre, que me recuerden cuando vean los colores de mis cuadros y dibujos, cuando mis palabras broten de algún poema, cuando mis hijos vean una noche estrellada y sientan los olores de los árboles, que se emocionen con esa canción antigua que yo les cantaba desde siempre, que mi amor me sienta cerquita cuando mire el  jardín con nuestras flores, que mis amigos recuerden mis chistes, mis delirios, mi risa… Que nunca, nunca se olviden de mi cara, de mis manos, de mis ojos, de mi voz… Que cuando me toque irme, mañana o dentro de mil años, me recuerden como una buena persona que la peleó con uñas y dientes. Que a mis afectos les quede en la memoria que fui feliz y que de cada uno de ellos me llevé lo mejor…

Esta no es una despedida. No. Es el resumen de mi trayecto por la vida que me tocó en suerte. Y por ello me siento inmensamente agradecida.