Tupí

Ella me recomendó las aceitunas.

Había probado de todo pero cada vez que recibía la “quimio” nada permanecía por demasiado tiempo en su estómago al menos durante uno o dos días en que duraba el malestar.

Eso inquietaba mucho a Nora que sabía muy bien lo que era permanecer en cama, levantarse solo para abrazarse al inodoro, vomitar y volverse a acostar.

Ella fue mi acompañante ocasional durante todo ese mes de octubre; insistió con que las aceitunas le suministraban el equilibrio necesario para cuando el tratamiento la tiraba por el piso.

Ellas, a la vez tan pequeñas y tan nutritivas. En su opinión,  no se necesitaba nada más.

Mientras Nora hablaba de las bondades de las aceitunas el sol le caía en pequeños haces sobre su pañuelo de colores. Solía escucharla y evadirme un poco mientras la luz jugaba con los colores tornasolados de su cabeza.

Es que de lunes a viernes nos sentábamos juntas en el mismo banco de la sala de espera barnizado de un color caoba muy oscuro, rígido y poco confortable con flores talladas en las cuatro patas.

Esa habitación tenía tres enormes ventanales con arco de medio punto desde donde el sol entraba con una luminosidad que invadía todo. Unas cortinas azules un tanto desleídas peleaban contra él  para evitar que se filtrara pero sin demasiado éxito.

Los rayos de sol le daban a la sala  un tono aún más sepia del que ya tenía.

Sobre una de las paredes lucía una triste serie de láminas enmarcadas que reproducían planos y diseños de edificios monumentales incluso catedrales íntegras con excesivos detalles técnicos que también se veían desteñidos por la intensidad de la luz.

Desde el corredor que estaba próximo a la sala de espera algunas veces se escuchaba una música tenue que girando golpeaba sobre nosotras.

Creo que olíamos a mujeres tristes, sentadas y esperando.

Aún no habíamos tenido el tiempo suficiente para desconcertarnos. Al menos eso era lo que se me ocurría pensar.

Nora estaba pelada como un coco. Sin siquiera un cabello, su mollera brillaba resplandeciente aunque pocas veces la mostraba ya que solía cubrirla con lindos pañuelos de colores.

Su rostro repleto de arrugas mostraba escondidos dos ojitos bien redondos y pequeños como caramelos de miel.

Leí en alguna parte que los ojos eran las ventanas del alma. En todo caso  no tuve necesidad de hurgar en ellos. Nora fue transparente para mí.

Recibíamos allí en esa clínica nuestra dosis de radioterapia diaria.

Al entrar a la sala contigua todo era como en un bunker.

Sentí que ese espacio pertenecía más al futuro que al presente. Todo lucía de un insospechado blanco  demasiado estridente mientras que los aparatos, instrumentos y camillas eran de un color metalizado brillante y todo parecía de última generación.

La joven encargada de administrar las aplicaciones era en extremo amable.

Al verla la primera vez, comprobé que la vida nos pone a prueba sistemáticamente y que por algo se daban las cosas.

Es que la chica tenía un par de senos prominentes que asomaban por su escote.

Al verla, la ironía que sentí me incomodó un poco: sin duda fue esta joven quien permitió que se amortiguaran mis miedos y se desalojaran mis llantos imprudentes con su disponibilidad y buen trato.

Esa habitación era de dimensiones muy generosas.

Había unos estantes grandes con una serie de piezas hechas como con redes de alambre con formas de extremidades y rostros que mostraban vacías y rígidas solo la cuadrícula de la malla, lo que le daba al lugar un aire un poco siniestro.

En general todo el equipamiento médico se parecía con más seguridad  a una sala de la NASA diseñada para realizar viajes interestelares que a un lugar donde funcionaba un acelerador de partículas para el tratamiento médico.

A propósito, durante el tiempo que estaba en esa camilla recibiendo mis radiaciones hilaba pensamientos y repasaba etapas de mi vida. Supe tener tropiezos. Leves o más intensos pero que me habían resultado útiles y permitieron cambiar la perspectiva de las cosas.

Nunca antes había estado enferma. Ni las alergias ni la amigdalitis que padecí de niña me otorgaron esa condición.

Ser portadora de un carcinoma era algo de otro orden.

Ese tumor era como un verdadero ladrillo de hielo en mi pecho y lo sentí deshonesto, inmerecido y demasiado próximo a mi corazón.

Un pedazo de roca oscuro y hostil habitaba mi interior.

Al principio muchas preguntas, dudas y reproches se presentaban y taladraban mi cabeza como una enorme vara de hierro pesado y vertical que no dejaba de golpear.

A medida que iba cayendo en la cuenta  la mirada de los demás fue dándome pistas. Como un haz de luz invisible que iba cambiando para aclararme un panorama bastante incierto.

El médico que evaluó la mamografía aquella tarde no me miraba.

Hubo una espera excesiva y de pronto llegaron uno, dos, tres médicos mirándome sin mirar y sin decirme siquiera una palabra.

Luego, otra ecografía más y de nuevo intercambiaban pocas opiniones entre ellos pero tampoco ahí me hablaban y yo sin querer darme cuenta de que nada estaba demasiado bien con aquellas placas.

La segunda mirada ocurrió en mi casa.

Luego del incidente con las placas llegué por fin. Mi esposo comentó que lo que nos tocara lo enfrentaríamos juntos.  Así dijo y no habló mucho más aquella noche en que ninguno de los dos sabíamos bien qué hacer. Pude ver una mirada de dolor e incertidumbre en el fondo de sus lindos ojos.

Unos días después la mirada contundente fue la de la doctora que me comunicó los resultados.

Ella me despabiló hasta las entrañas y sentí que se caía mi alma a mis pies.

Una bronca intensa y agria me invadió hasta que supe que debía manejar tanta locura aunque más no fuera para poder continuar con la imagen de mujer superada ante los hijos, el resto de la familia y en el ámbito laboral.

Hubo muchos exámenes médicos y consultas los días siguientes.

Primero incursioné en  la radioterapia con el equipazo futurista e intercambié con gente entrañable como Nora.

Luego llegó la etapa de la quimioterapia junto a Catalina, una nurse simpática y forzuda con una enorme capacidad  para controlar desbordes emocionales.

Estos episodios vividos  no lograron desmantelarme pero dejaron en mí un cuerpo aún más hueco y mi piel finita como una lámina.

Y lo peor fue que me sentía desangelada y sin alma. Mi desasosiego y desesperanza parecía no tener fin. Y por lo general como no tenía claro cómo seguir, me dejé llevar por la secuencia de días y días.

Volví a tener presente una sensación que no me sucedía desde que era una niña como cuando mi madre me llevaba de la mano a las corridas porque no llegaba en hora a la escuela.

De hecho, alguien me llevó de la mano durante buena parte de ese período inicial que transcurrió entre enterarme, darme cuenta y asumir.

Actué como una niña a la que cargan otros e iban por lo general, apurados.

Gratamente apurados. Pero así y todo, jamás me soltaron. Por el contrario me observé sostenida con mano firme, cálida y segura.

En aquella sala en que me recibía Catalina,  el televisor pendía por lo alto del área destinada al hospital de día.

Por lo general mientras esperaba mi turno me entretenía intentando quitar de mi trasero alguno de los tantos resortes desvencijados de los sillones negros  y oscuros repletos de huesos sumergidos.

La nurse inyectaba la medicación a través de unas jeringas enormes que como fuego ardiente ingresaban por mis venas y provocaban al instante un halo metálico en mi nariz. Ese soplo inmediato sucedió todas las veces. Ni una sola vez falló. El sabor metálico se corría luego hacia el interior del paladar e inundaba toda la boca y  perduraba tan intenso que por unos días rompía el hilo de mi serenidad.

Descubrí allí que el mundo era más grande que la pelusa que guardaba en mi ombligo además de inaugurarme olores y sabores distintos.

Vi enorme cantidad de personas que recibían tratamiento junto a mí. El local se llenaba de chismes baratos estridentes y de mal gusto que procedían de un programa televisivo que tarde a tarde mitigaba las dosis de medicación que circulaban por nuestro torrente sanguíneo con el ánimo de mejorarnos. Algunos pacientes no alcanzaban a tener ni veinte años y esperaban su turno con una entereza admirable.

Sentí vergüenza. Me viví muy cobarde hasta que descubrí que era una más del montón.

Me justifiqué pensando que se debía a que me habían degollado la mitad del pecho y de buenas a primeras y sin mayores consultas pasé a tener unos costurones enormes y retorcidos en mis senos.

Esas cicatrices me permitirían recordar para el resto de la vida el pedazo de ladrillo que se había acodado al lado de mi corazón. Me ayudarían a recordarme que estaba viva.

Habría que incendiar el cielo por vivir, esforzarse por impulsar  la vida planificada y pelear hasta conseguir la convicción de poder superar el trago amargo.

Como Nora, quedé pelada como un coco y como ella resolví con elegancia a través de pañuelos de colores el traspié de delatar mi condición.

Aparecieron también de la mano de innumerables personas varias pelucas, estampitas de distinta procedencia religiosa, recomendaciones, terapias alternativas, propuestas de realizar misas, rezos y solicitudes junto a grandes cantidades de apretones de manos, palmaditas en la espalda, variada cantidad de dietas y remedios caseros y todo un formidable cúmulo de historias que llegaban a mi cabeza y enredaban bastante mi espíritu.

Obtuve de a poco y con prudencia un tibio clima de serenidad muy codiciada que me fue envolviendo y me permitía superar de ese modo lo difícil de esa verdad para hundirme poco a poco en una realidad más amable como diseñada por un niño sin dificultades y sin fuerzas de gravedad.

Transcurrí durante un cierto tiempo entre una noble superficie de sueños y realidades pensando en la enfermedad como en una especie de sol interior, insoportable de a ratos y provocando en mí desajustes y furias como manos ansiosas tendidas hacia la sombra.

Ese calor agobiante e implacable regresaba cada tanto hasta que por fin alcancé cierta armonía personal recuperando mi integridad cotidiana. Como quien va revelando un secreto muy profundo remonté dando tumbos noche a noche y beso a beso, descendiendo para volver a subir hasta llegar a la convicción de que había sido roto el equilibrio pero ahí estaba yo para recuperarlo.

Valoré como nunca el calor de una taza de té en una tarde de lluvia, el sonido al pisar las hojas de los plátanos en otoño, sentir el viento frío del sur colándose por encima de mi bufanda, disfrutar del jazz sin agobiarme, jugar con mi perro, abrazar a mis hijos, tener ganas de recuperarme, insistir en intentarlo.

Perdurarían el sabor terroso en la base de la lengua, el aliento metálico mezclado a un olfato extraño y un dolor profundo en las venas sentido como un fuego que impide incluso parpadear.

No hubo métodos inclementes ni manjares de reyes durante todo lo que duró este tormento de descubrirme en esta nueva condición.

Con seguridad estaba asistiendo a mi propio terremoto. A veces sorprendida como sucede con las fuerzas de la naturaleza y otras resultaba todo mucho más sencillo como un gesto simple aunque algo violento.

Tampoco hubo siete besos ni lagunas doradas;  me miré hacia adentro y pude reconocer mi falta de aliento por recorrer algunos tramos del camino. Desmonté inquisiciones imperdonables a los pocos y buenos amigos que tenía tratando de encontrar respuestas a cualquier precio. Ni que hablar de la familia que sostuvo siempre mi sonrisa.

Todo sucedió hasta que pude asumir que se trataba de un cuerpo sólido hasta que deja de serlo y sentí entonces una inmensa sensación de alivio.

Algo de mucha suerte, sabiduría médica, apoyo afectivo, confianza sedentaria y toneladas de ilusión fueron parte del producto que dejó como huella ardiente toda esta experiencia.

Concluí además que las recomendaciones cuando oportunas y buenas, son doblemente buenas.

Las aceitunas en definitiva, serían de lo mejor. Y ya hace quince años que disfruto de ellas sin interrupción.