Fiorella Arturi

Miro la panza de mi hermana embarazada de Vito y lloro. Tengo que contarle que me diagnosticaron cáncer de mama. Que comienza una etapa de estudios, controles, tratamientos, esperas, ansiedades, miedos e incertidumbres que se apoderarán de la paz de la oscuridad de las noches que antes tenían libros, películas, cenas, cines, teatros, danzas aéreas y muchos encuentros humanos.

Los días pos diagnóstico son feroces. Se sacude tu vida entera y tus estanterías. Tu mundo, tus creencias, tu entorno. Un aire helado, hasta ahora jamás sentido, invade hasta el último huequito de tu alma. Todo tambalea, todo, todo. Temblás de miedo, y por qué no decirlo, temblás de muerte.

Y repentinamente, comenzás a hablar un lenguaje inédito. Se te abre un diccionario de palabras que nunca hubieras elegido aprender. Un glosario que se puebla de nombres de estudios difíciles, denominaciones de drogas, definiciones de adminículos que instalarán en tu cuerpo para llevar a cabo los tratamientos y te ves obligada a inaugurar una libreta de anotaciones, ya no para poner títulos de series para no olvidar o marcas de ropa para relojear, sino para controlar todas tus citas y prescripciones médicas que, en cada encuentro, se reproducen al infinito.

Y llorás. ¡Y cómo lloras! Llorás cuando lo anoticiás a tu gente, llorás cuando los especialistas te narran como quitarán el tumor de tu pecho, llorás cuando escuchás las mil peripecias por las que tendrás que atravesar, llorás cuando te cuentan los tratamientos a los que te tendrás que someter, llorás cuando tu oncólogo te aconseja (en la primera cita) que cortes tu largo pelo lacio, llorás a mares. Llorás, llorás con tus entrañas. Con todo el resto que te queda después del susto. Lloran todos tus órganos. Llora tu vida entera. Llora la chica que fuiste y que nunca más habitarás. Nunca.

Y en ese tramado laberíntico de sensaciones, producto de estar cerquita del espanto, una fuerza que reconocés como propia, pero que es absolutamente novedosa se solidifica, a paso lento pero seguro, y te empodera. Es cuando sabés que llegó el momento de hacer un pacto con vos misma. Cuando decretás que tu energía vital, aquella que usaste a lo largo de tus 44 años para tejer tus esperanzas, tus sueños, tus amores, tus trabajos, tus estudios y tu profesión va a concentrarse en una sola dirección: curarte.

Todo ese carácter que te llena de alas y te enciende al amanecer, tendrá una única tarea mientras dure, lo que, en principio, te sabe a pesadilla: sacarte de ahí y superarlo. Esa esencia vital, la primaria, la instintiva, la que te funda, será tu primer escudo protector, tu sostén, tu reparo. ¡Creeme!

Después, pero solo después de haber rehecho tu pacto con la vida, cuando halles esa fuerza que te hará batallar cada sesión de quimioterapia, cada encuentro médico, cada sensación corporal extraña, cada reflejo en el espejo que te devuelva una imagen ajena, solo después, te hermanarás con los otros seres de tu manada.

Y entonces sí, se llenará tu hábitat de cuidados y contenciones. Los lazos de sangre y los elegidos, los que están construidos sobre la base de un amor verdadero, se transforman en un equipo organizado, contenedor, práctico y sin peros.

Sororidad absoluta. Recuerdo la primera vez de su calor. Es cuando salgo de la cirugía y ya los tengo a mano. Sentados en círculo, respirándome cerca, hablando bajito, riéndose…Apenas levanto mis párpados adormecidos los encuentro. ¡Benditas ellas y ellos cerca!

Es mi madre anciana que sostiene mi mano, es mi hermana y su embarazo, es mi sobrino pequeño que con naturalidad tocará en breve mi cabeza calva, son mis hermanas de la vida, es mi segunda mamá que teje un gorro en crochet color salmón, es mi ahijada que me visita, es mi amiga hermana que viaja miles de kilómetros a acompañarme, son las amigas del alma que edifican una cofradía para los cuidados (incluso las que están cruzando el océano), es el amigo que viene con un libro, es la amiga que acompaña las sesiones de curación y la otra que barre el monoambiente, es la familia extendida de mi hermana que me cuida y cocina mis platos preferidos.

También son mis muertos queridos que bajan con sus alas para protegerme. Es su amor del otro mundo que siento palpitar en las madrugadas silenciosas. ¡Benditos ellos que me cuidan!

Y así, fortalecida de ese amor real, te enfrentás a las primeras sesiones de sanación. Seguís al pie de la letra todas las indicaciones. Cuidás tu alimentación, tu medicación, tu cuerpo, tu sueño. Las secundás con rezos, ejercicios espirituales y complementos naturales. Deseás que pasen rápido. Soñás que pasan rápido. Pero también, llega lo inevitable.

Te visita un cansancio imbatible y virgen y se escapa de tu sangre, por primera vez, esa fuerza motora que te convierte en humana. Te cuesta cada segundo de tu tiempo. Son unos días, pero son eternos. Y pensás, callada, en los momentos de soledad privada, que esto también pasará. Pasará, pasará…y algún día como hoy, lo contarás.

Es en ese tiempo infame, además, cuando se vuelve necesario que te encuentres. Es indispensable que te rehabites. Que estés ahí para vos, aunque no esté ni tu pelo ni el color de tu piel. A pesar de que tu mama esté surcada a un costado, aunque desde tu clavícula se asome un rectángulo plástico, más allá de que te ardan las extremidades, por encima de que tu membrana sea una sinfonía de sensibilidades, aun sobre tus glóbulos blancos en huelga y tu digestión convertida en un infierno. Tenés que estar ahí, con todas tus letras.

Es muy fácil, de lo contrario, caer en un submundo de monstruos sin fin. En una autocompasión circular y eterna. Nadie te cuenta lo simple que resulta perderse en una pesadilla. Lo sencillo que es no pensar en mariposas festivas y coloridas. Lo práctico de continuar en la cama descansando tus huesos y articulaciones doloridas. Ninguno está preparado para dejar entre paréntesis su cotidianeidad durante los meses que su curación lo exija y, mucho menos, para convivir con la incertidumbre de manera tan repentina.

Por eso, volvé a mirarte en ese espejo las mil veces que sean necesarias para encontrarte. Buscate en tus ojos, esa medida del estado del ánimo nunca falla.  La vida te trajo hasta aquí. Ya vaciaste tus lágrimas y lo seguirás haciendo durante y después de este pasaje de tu cronología, ahora tu labor consiste en encontrar la chispa que te aviva.

Una chispa que te hará soñar el sueño de que nada terrible es para siempre. Que te liberará de ansiedades para encontrar las esperanzas. Que tendrá compasión de vos y que te acompañará en la lucha. Que te alentará para que dejes de buscar motivos y enojos, y que te hará reflexionar acerca de que la vida, porque está viva, también se llena de oscuridades o se equivoca, como mejor te consuele. Y que, desde esos inframundos crudos, renacemos.

¿Te preguntarás si este discurso, casi optimista, siempre estuvo presente? Claro que no. Lo que estuvo fue la lealtad conmigo misma. El respeto y la permanente escucha de mi cuerpo para sobrellevar dignamente las vicisitudes a los que fue sometido. La autonomía y mis férreas decisiones sobre qué alternativas médicas tomar. Y la enorme convicción de que estaba del lado de esta vida imperfecta, y de que más tarde o más temprano, este tiempo incómodo se extinguiría como un mal sueño.

Lo que queda después del viaje, cuando lográs dejar los lastres y los sinsabores a un costado, y sobreponerte con algún tipo de sabiduría (siempre personal e irrepetible), algunos lo llaman resiliencia. La definen como la capacidad humana de sobrellevar y superar situaciones adversas. Es una palabra que adopté. A mí me gustó desde la primera vez que la escuché en los principios de mi historia. Me enamoró. La tengo escrita por mi propia letra en un papelito blanco pegado en la heladera junto a las sugerencias de los alimentos que contribuyen a mejorar los glóbulos blancos y rojos, que también allí permanecen. Se quedó y vive ahí. Y se asoma todos los días como un recordatorio que no se cansa de recordar.

La llevo en mi inconsciente y en mi consciente. Cuando toco (casi como en un acto reflejo) mis cicatrices, ella aparece en escena: ¡Resiliencia!

La tengo en mi garganta cuando disfruto de la naturaleza, cuando elijo con quién estar y con quién no, cuando fantaseo con enamorarme otra vez, cuando bicicleteo, cuando viajo, cuando me río, cuando lloro de emoción, cuando elijo libros para leer, cuando vuelo por las paredes, cuando degusto un vino tinto, cuando descubro un lugar nuevo, cuando me revuelco en el mar y cuando juego con mis sobrinos.

¿Si soy otra persona después de un cáncer? Sí, refundada desde mi esencia original pero mejorada. Sensata con la fragilidad de las alas que llevamos puestas para atravesar las tormentas que nos tocan en suerte.  Ciento por ciento dispuesta al disfrute, al amor, a las buenas compañías humanas, qué decir… al milagro de la vida misma. Cero por ciento dedicada al egoísmo, a los ombliguistas, a la mediocridad de sentimientos, a los infames, a los insensibles, a los no solidarios, a los violentos, a los analfabetos de la vida. ¡No me quedó tiempo para ellos después de haber batallado de veras!

Porque del mismo modo, que me creció un nuevo pelo poderoso lleno de rulos en su final, se me desarrolló un olfato especial para los buenos momentos y, por adyacencia, para los nefastos. Una alerta automática, cual alarma contraincendios en mi sistema vital, que provoca una advertencia en mi cuerpo y me enciende la atención: muchacha… por ahí no has de pasar…

Así, esta segunda piel es un proceso en construcción. Me gusta saber que me convertí en una resiliente y que, desde esa reciente autodefinición, me amigo con lo que me sucedió, sano el presente y también lo que está por llegar.

Silencio. Oscuridad. La nocturnidad a pleno. Es una de esas noches insomnes. Estoy fuera de la vida compartida y de su relato. Sin embargo, mágicamente, mi duermevela intermitente se llena de colores. Es mi imaginación, casi infantil, que la repleta de mariposas. Ellas: tan ágiles, livianas, preciosas, revolotean… Y gracias a esos ruiditos frágiles, acunada por alas de colores, duermo y vuelo hacia una aurora clara. Resisto. Sí, soy una mariposa resiliente, sí… tan resiliente como me sea posible.

Nota final de la autora:Dedicado desde el corazón mismo a las personas que en este momento están batallando contra el cáncer para que se conviertan en mariposas resilientes y logren volar alto, altísimo. ¡Sé que lo lograrán!