Colibrí

En Mayo de 1987 me estaba bañando y palpé sobre la parte superior del muslo derecho, una pequeña dureza, como una bolita. Me llamó la atención, pero como estaba embarazada, pensé que era por el cambio hormonal. Al hacerme el control de mi embarazo, le comento al obstetra y me manifiesta que era un pequeño cúmulo de grasa, aparentemente, un dipoma que más adelante lo podía extraer. En junio de ese año nace mi tercer hijo y con la alegría de su llegada, me olvidé de la “bolita”. Todo siguió su cauce normal hasta que, en 1992, ya se notaba un crecimiento importante.

En enero de 1992 me operan, el cinco de febrero de 1992, aniversario de mi casamiento, recibimos con mi esposo el informe de la biopsia del tumor, un tumor de 11 cm x 7.5 x 3 cm, extirpado del muslo derecho, que decía: “LIPOSARCOMA MIXOIDE DIFERENCIADO de bajo grado de malignidad. Los límites quirúrgicos corresponden a los bordes del tumor”. Fue una noticia terrible pero el médico que me operó, consideró que no era necesario hacer ningún tratamiento porque los bordes quirúrgicos no estaban comprometidos, supuestamente.

Por  falta de conocimiento sobre el tema y felices por no tener que hacer tratamiento, nos quedamos tranquilos y nos equivocamos en no hacer otra consulta.

A fines de ese año, vuelvo a palpar una dureza en el mismo lugar operado, visito a un oncólogo y me dice que hay que limpiar bien la zona, me operan y la biopsia del 21 de diciembre de 1993 da el mismo diagnóstico anterior pero con los bordes quirúrgicos comprometidos por la neoplasia. Esta vez, el tumor tenía 4,5 x 3 x 1 cm. Tuve que hacer seis meses de quimioterapia. Cinco días seguidos por cada mes, durante los cuales me quedaba internada en una clínica de la ciudad de Córdoba porque vivía, y vivo actualmente, a 25 km de la capital de la provincia  y no contaba con los medios suficientes para ir y venir todos los días.  Mi esposo y mi mamá cuidaban de mis tres hijos de 6, 13 y 14 años. Todos en edad escolar.

Fue muy duro todo el tratamiento, se me bajaron las defensas, se alteraron los glóbulos rojos y los blancos, todo me caía mal. El cansancio de ir y venir para conseguir las drogas y las vacunas para normalizar mi organismo, a veces, era insoportable. No tenía ganas de hacer nada. Pero tenía una fuerza interior llamada fe que me impulsaba a seguir. Mis hijos, luz de mis ojos, motor de mi vida, me dieron fuerza para luchar y salir adelante.

Nunca pensé por qué a mí, tampoco sentí desesperación, al contrario tenía paz, pensaba que era una señal, una prueba para que se acomodaran otras cosas… Algunas no se acomodaron nunca, pero no importa.

En la primera semana que estaba internada, vino una monjita a visitar a los enfermos, se pone a hablar conmigo y yo lloraba en silencio, se me caían las lágrimas, rodaban por mis mejillas y no lo podía controlar. Le digo -Perdón, hermanita, pero no puedo dejar de llorar-. Me respondió que ojalá todos los enfermos de cáncer tuviesen la paz que yo tenía. Hablamos de muchas cosas. Me contó que el día anterior había vuelto de Tierra Santa. Rezamos y se fue. Al día siguiente volvió y me obsequió unas hojitas de olivo y agua bendita que había traído  de regalo. Dijo que eran para amigos y familiares pero sintió la necesidad de dármelas. Ahí sí me pregunté por qué a mí, habiendo tantos enfermos internados. Sentí una gran emoción y agradecimiento al Señor. Aún las conservo con mucho afecto.

Yo  trabajaba como profesora de Matemática y Física en el  Instituto Parroquial Monte Cristo y en el CENMA Monte Cristo, por supuesto tenía licencia, pero en el secundario para adultos, que comenzó como un proyecto municipal, no podía faltar, cumplí con todas mis horas, la semana que me tocaba la quimioterapia no asistía pero cambiaba el  horario con otras docentes y  después las recuperaba. Con mucho sacrificio, me compré una peluca porque al segundo mes se me cayó todo el pelo. ¡Pobre, mi hija, a quien le tocó raparme, era adolescente y sufrió muchísimo! En la actualidad,  hay muchas personas con cáncer, pero antes, decir la palabra parecía pecado. La hermanita me había dicho que no tuviera miedo de decir que tenía cáncer porque aceptándola, era la única manera de sanar. Cuando terminé la quimioterapia me reintegré al colegio porque yo quería volver, siempre la docencia me llenó de grandes satisfacciones. Pero que difícil sentirse observada por todos, el cuchicheo de los alumnos, no por maldad, sino por curiosidad. Intercalando con la quimioterapia, me aplicaron dos meses de radioterapia de lunes a viernes. Viajaba en colectivo, todos los días de Monte Cristo a la ciudad de Córdoba,  la mayoría de las veces sola. La aplicación es muy breve, pero el viaje y la espera se hacían agotadores  y más todavía, porque era pleno verano. En la sala, había tantas personas con cáncer: niños, jóvenes y adultos, solos o acompañados, cada uno con su propio dolor. Tenía tiempo para reflexionar y me daba cuenta que mi caso no era el peor, a pesar de lo difícil que resultaba para mí.

Después de varias aplicaciones la piel se quema. Recuerdo que una vez, el roce del pantalón me había lastimado la piel y se me había salido una gran parte. Me quedó la zona al rojo vivo. Ese día estaba tomando examen, no toleraba el dolor, apenas caminaba pero me quedé hasta el final. Siempre luché para salir adelante,  para ganarle a esta enfermedad que no perdona.

Durante todo el tratamiento, me sentí acompañada por muchísima gente que, de una u otra manera, me hacía llegar su apoyo, con visitas, con oraciones, con propuestas de curas alternativas, ayudando con mis hijos. Siempre hay gente buena y solidaria. Sufrí mucho pensando  que harían mis hijos si a mí me pasaba algo, lo veía a Esteban pequeño e indefenso, él se aferró intensamente a mi madre y a mi esposo. Yanina y Matías eran adolescentes y les afectó mucho mi enfermedad porque entendían más y debían afrontar situaciones y responsabilidades no acordes a su edad. Me recuperé de a poco, gracias a Dios, seguí con controles durante muchos años, el oncólogo me los fue espaciando hasta que un día dijo: -Ya está, de esto no te vas a morir.

A fines del 2012 volvía de Pilates, y noté una dureza muy pequeña  en el abdomen, pensé que era una mala fuerza, no me dejé estar y fui a un médico clínico, después de varios estudios me dice que hay que sacar pronto ese quiste o tumor, no estaba definido con claridad lo que era.             Me interno el 17 de Enero de 2013 porque al día siguiente era la operación y estaría uno o dos días internada. Resulta que cuando abrieron, se encontraron con que era un tumor adherido al páncreas. La operación duró siete horas, mi vida corría riesgo, estuve dieciocho días en terapia intensiva y más de un mes, en sala. Me extirparon parte del páncreas, la vesícula, el duodeno y no sé si algo más. La biopsia dio “Cistoadenoma Seroso de Páncreas” A mi esposo e hijos les dijeron que difícilmente me salvara. Pero para Dios nada es imposible… Siempre tuve mucha fe, una familia que no me dejó ni un minuto sola en la clínica, se las ingeniaron para que en todo momento estuviera alguien acompañándome. En la clínica decían: ­-¡Ahí vienen los gitanos! porque llevaban reposera, ventilador, almohada, equipo de mate, dormían donde podían. Prácticamente se habían instalado una carpa. Me siento muy agradecida con todo el personal de la clínica donde estuve internada por toda la paciencia, consideración y atención con la que me cuidaron. Recuerdo que antes de que me anestesiaran, le dije a mi médico: -“Doctor, recé por usted para que el Señor bendiga sus manos y su mente durante el tiempo de la operación.” Él me sonrió. También, estoy muy agradecida con mi oncólogo porque todos los días pasaba a visitarme y a preguntar por mí.  Como en terapia intensiva estaba tan mal, piden una misa orando por mi salud. Después me comentan que había tanta, tanta gente que la iglesia de Monte Cristo estaba repleta, rezaron con mucha fe. La celebró un sacerdote que fue alumno mío, al cual aprecio y admiro por su humildad y entrega. Gracias Mario. Estoy convencida de que la oración llegó al cielo porque aquí estoy, todavía.

Uno de los días durante los que estuve en terapia, me sentí como si flotara en el aire, en posición horizontal. Alrededor mío, una luz blanca, no muy intensa, como una nube. Me iba despacito para atrás, atraída por una fuerza, como si fuera un imán. También, veía después de mis pies, un halo más pequeño pero más intenso de luz blanca  y en él caminaban hacia mí, estirando los brazos como para agarrarme, mis tres hijos. Detrás de ellos, venían algunos de mis alumnos de sexto año del colegio donde yo trabajaba, que también estiraban sus brazos. Fue breve pero después sentí mucha paz interior. Ahora, al recordarlo, me llena de emoción y se me eriza la piel.

Pasé mi cumpleaños en la sala, a la tarde llegaron mis nietas, Abi y Ludmi con una torta hermosa y muchos dibujos para mí. Me alegraban y alegran la vida. ¡Cómo las amo! El doctor se asombraba de mi familia, pero es hermosa. Muchas personas me visitaron.

Bajé trece kilos, siempre fui delgada pero en ese momento estaba piel y huesos; al mirarme en el espejo, me veía como esos niños desnutridos de otro continente. No tenía aliento para caminar, no podía comer. Mis hijos me perseguían con su incesante “comé, comé y comé.” Fue terrible y larga la recuperación, con un montón de complicaciones. En mayo de 2014, me hicieron una cirugía, con anestesia local, para sacar los hilos internos de la operación de 2013.  Pero el amor de la familia es tan grande y el amor de Dios, más grande aún, que hoy, sentada escribiendo este relato, me parece que todo fue un sueño.

En Agosto de 2013, dos ex alumnas de la primera promoción del CENMA, luego amigas, habían hecho una promesa a la Virgen del Valle en Catamarca, allá fuimos. Yo tenía el drenaje dentro de una carterita, pero no importaba. Participamos de la misa, visitamos el camarín y el museo. Allí, una de ellas le pide a un sacerdote si me puede bendecir ¡fue emocionante! Desde su silla de ruedas, me bendice, sus palabras me hicieron llorar. Luego, saca de su bolsillo una estampita con la Virgen, con un pedacito de manto y me la regala diciéndome que ella me sanaría porque a él lo había curado de un cáncer. Después, le pide a una señora que estaba allí que baje de un estante un cofre grande, y me pone un rosario en las manos. Era el rosario original con el que había llegado la Virgen desde Perú. Otra vez me pregunté por qué a mí. La Virgencita me ayudó y me curó.

Ya pasaron seis años y doy gracias a Dios día a día por la bendición de la vida, por mi esposo, aunque ya no está, por mis hijos, por mis nietas, por mi yerno y por la inmensa familia y amigas  que siguen estando a mi lado y no puedo nombrar a todos pero sí quiero agradecer a todos y cada uno por sus oraciones, por su compañía, por estar. Pienso que no fue mi hora y que el Señor tenía o tiene alguna otra misión para mí.

Mi vida continuó dentro de lo cotidiano, con alegrías y tristezas, como en todas las familias, pero parecía que el CÁNCER maldito nos perseguía. En el 2003, mi esposo con cáncer de paladar; en el 2010, cáncer de próstata y en 2015, cáncer de piel que lo termina de destruir, pobrecito, con tantos  remedios en su sangre… el 1 de Febrero de 2018 dejó de sufrir y nos abandonó físicamente. Se bancó todo como pocos hombres, creo, lo harían. Él era jubilado nacional, no pude conseguir que nos dieran los remedios para la quimioterapia que había solicitado el oncólogo, golpee muchas puertas y fue inútil. Le iban haciendo quimioterapia con drogas tradicionales, a través de otra mutual que yo le pagaba aparte. Después de insistir mucho tiempo, logré que aprobaran el tratamiento indicado por su médico. Lamentablemente, sólo pudo hacerse una aplicación, pero demasiado tarde. Aunque esa es otra historia.

Hoy soy una agradecida a Dios y a la vida. Tengo tres  hijos que valen oro, los tres  profesionales, sobre todo buenas personas; dos nietas que adoro, mi Sol y mi Luna; una familia grande incluyendo primos, tíos, sobrinos y otros títulos que siempre están; unas amigas incondicionales en las buenas y en las malas; los ex alumnos que son muchísimos en mis treinta y tres años de docencia y cuando nos encontramos, siempre hay una anécdota para recordar. ¿Qué más puedo pedir?

Hoy, ya jubilada, trato de disfrutar de las pequeñas, grandes cosas, que son muchas. Y sigo pidiéndole a mi Tatita Dios unos años más para continuar abrazando a las personas que amo.