Nani

Increíble, inesperado, espeluznante.

Por primera vez soy libre de verdad. Por primera vez puedo decidir, en completa soledad, qué hacer o qué no hacer.  Cuando hablo de soledad no digo que estoy sola o que me siento sola, sino que nadie me condiciona, que puedo ser yo misma sin que nadie me juzgue o se entrometa en mi decisión. Y ¡zas!

Decido emprender una aventura hacia lo desconocido, con compañía cuasi desconocida: una experiencia muy diferente de las que había vivido hasta el momento. Dar vuelta la página y cambiar de lugares, formas, horarios, momentos. Mi vida, dando un vuelco total.

Organizo absolutamente todo, no olvido ningún detalle. Charlo con amigos, compañeros de trabajo, conocidos, vecinos, con quienes alguna vez viajaron hasta esos recónditos lugares, y también con aquellos que, sin haber ido, tienen información al respecto. Planifico cada detalle minuciosamente, con las vacunas para la ocasión y miles de recomendaciones.

Mientras tanto y en paralelo, mi vida laboral continúa como siempre: un gran torbellino, lleno de actividades, reuniones, idas y vueltas. Cada día tiene muchas horas de trabajo, entrenamiento físico y laboriosa tarea de búsqueda y recolección de datos para llegar al gran momento sin ningún contratiempo.

¿Qué tal si para que no quede nada librado al azar, me hago estudios médicos y descarto cualquier revés que la salud pueda darme mientras esté recorriendo esos maravillosos lugares?

Y, así, todo cambió para siempre. La realidad se tiñó de negro. Lo inesperado, lo nunca pensado, lo jamás meditado… apareció.

¿Por qué creernos omnipotentes? ¿Por qué pensar que nunca nos puede pasar? ¿Por qué considerar que uno es intocable? ¿Por qué, inesperadamente, apareciste?

Sin permiso te entrometiste en mis planes e inundaste de tristeza, dolor, desesperanza, descreimiento cada una de mis ilusiones.

Así fue como el viaje se canceló, los sueños de dar vuelta la página y comenzar de cero se esfumaron; el duelo por los malos momentos pasados volvía a sentirse como si nunca se hubiese ido.

Cuando menos lo esperás, cuando pensás que todo está acabado, cuando no te reconoces ni en el espejo, ni en tus actitudes, ni en tus formas de actuar, ese es el instante en que seguramente te cuestiones y te interrogues acerca de lo vivido hasta el momento. El por qué y el para qué de lo realizado hasta el presente.

¿Querías agradarle a la gente? ¿Querías ser la mejor en tu labor diaria? ¿Querías cumplir con los cánones de belleza estipulados por la sociedad consumista? ¿Querías una familia como las de las telenovelas? ¿De dónde surgían estos mandatos? ¿Eran imposiciones sociales, familiares o simplemente construcciones que venían desde la infancia?

Pues bien, ahora tenías que darte cuenta que nada era como lo planeaste, como lo pensaste, como lo habías soñado, como lo imaginabas.

Lo que sería una recorrida por el Sudeste Asiático se convirtió en un explorar de consultorios médicos, con miles de estudios de salud. En menos de una semana llevaba hechos más análisis y consultas que en un año entero.

Mi vida pendía de la decisión de una médica que decía que si no me operaba en cuarenta y ocho horas, el tumor no me dejaría seguir viviendo.

Y es ahí, cuando te debatís entre la vida y la muerte, que surgen los interrogantes: ¿Tenía fuerzas para enfrentar una cirugía? ¿Sería esa la solución a la enfermedad?

Comencé a pensar en la posibilidad de no hacer nada, literalmente nada como nunca en mi vida, y así dejarme arrastrar hasta la muerte.

Pero la pulsión de vida primó, y sin terminar el ciclo lectivo, con miles de planes y objetivos sin cumplir, enfrenté lo peor que me había pasado hasta ese momento. La peor noticia jamás escuchada. Lo peor de lo peor.

Cáncer, carcinoma, tumor maligno, ¿triple negativo?, metástasis, quimioterapia, radioterapia… y más: te sacamos la mama, ganglios, ganglio centinela, secuelas, tejidos, propagación, etcétera, etcétera. Estas eran las palabras que comenzaba a oír, que se convirtieron en cotidianas, y que con mucha ayuda fui aprendiendo a sortear, transitar, entender, familiarizarme hasta acostumbrarme.

Luego de la cirugía, dura y angustiante, no concluía ni se esfumaba la enfermedad, más bien comenzaba un nuevo mundo. Un mundo en donde la lógica es diferente, en donde aunque hagas lo que te dicen para solucionar los contratiempos, las cosas igual pueden salir mal. Un mundo en donde dos más dos deja de ser cuatro. Un mundo donde los tiempos ya no son los tuyos sino los de muchísimas personas que, aunada y mancomunadamente, te tienden una mano para que lo pases un poco mejor, para que resistas, para que te dejes ayudar; lo hacen con la esperanza de solucionar la enfermedad, acompañarla, abordarla, andamiarla. Empezás a vivir en un mundo tan desconocido que te asusta, te desconcierta y te deja hasta inmóvil, pero que en este caso consiguió sacar lo mejor de mi ser. La utopía de creer por un instante en los cuentos de hadas se había esfumado para no volver.

Nadie te pregunta si te parece bien o mal el camino que se decidió seguir para la curación. Es obvio que la meta es llegar a sanarte, olvidarte de la palabra cáncer para siempre, vivir un poquitín más, y siempre haciendo que prime el tratamiento con la mejor calidad de vida posible.  En ese trayecto nada es igual a lo imaginado.

Te asisten, te contienen, te explican, te aconsejan que te cuides de diferentes maneras, no solo física sino psicológicamente, que hagas tal o cual tratamiento alternativo, paralelo, innovador. Comenzás a confundirte: no sabes si te falta probar algo que te cure, no tenés muy claro si el profesional elegido, el espacio médico, los estudios, las pruebas, aquello a lo que te exponés y sometés es lo que realmente conviene o si debés irte a otro planeta porque sos tan especial que nada en la Tierra puede ayudarte.

La vida comienza a girar en torno a la enfermedad y a curarse. Esa misma vida que, por primera vez, parecía libre de verdad, ya no decide por sí sola. Esa vida ahora pasa a depender de muchos otros.

El transitar de una enfermedad como es el cáncer no es nada fácil, más bien diría que es extremadamente difícil. Para estar sano o, mejor dicho, para que te den el alta, necesitas que durante muchos años tus estudios den sin enfermedad carcinogénica, lo que no descarta que en un futuro puedas volver a padecerla. Yo aún no logré conseguir mi alta.

La rutina ya no es la que era. No amanecés cada día pensando en las actividades a realizar, en llegar al trabajo y luego ir a entrenar, volver a tu casa para comer algo y juntarte con amigos. Ahora cada día te despertás pensando si te vas a sentir bien, si vas a poder estar levantada sin recurrir a la cama como una prolongación de tu cuerpo. La preocupación diaria es, fundamentalmente, recuperar fuerzas, poder caminar sin fatigarte, poder comer y beber lo que te apetezca y que te siente bien. El objetivo primordial es alargar los días fuera del sillón, poder llegar a las consultas médicas sintiéndote bien de ánimo y de cuerpo, no tener efectos secundarios al tratamiento como náuseas, vómitos, y tantos otros.

Lo mejor que podés escuchar es que te digan: “si no me contabas, no se notaba para nada que tenés cáncer”. Pero no siempre se recibe este comentario. En miles de ocasiones, esperando que te digan algo lindo, que te sorprendan con que los resultados de los estudios fueron favorables, lo que oís es que apareció otra mancha, otra marca, o que el tratamiento que estás realizando no sirve, que no disminuye tus tumores, o que debés volver a operarte. Lo ideal es la remisión, pero no siempre lo que ocurre es lo ideal.

¡Si lo único que quería era ser feliz!

Y dicen que la felicidad está a la vuelta de la esquina, que no hay que buscarla, que aparece, que hay que dejarse encontrar, que hay que estar dispuesto a abrirse a formas diferentes de alegría y de encarar la vida.

Que difícil fue poder confiar, dejarme acompañar, dejarme amar. Dejarme entender. Poderme acurrucar y que me cuiden.

Coincidimos en tiempo, espacio, lugar, momento de la vida y, como si fuera por casualidad, emprendimos un camino que lleva recorrida una vida. Una vida de grandes tristezas, pero también de muchas alegrías.

Todo conspiró para que me diera cuenta de lo realmente importante en la vida. Descartar las apariencias, valorar a las personas por lo que son y no por lo que muestran ser, ver el interior y no sólo la cáscara. Dejar de hacerme problema por cosas insignificantes, sin sentido. Apartarme de los conflictos. Impedir que me invadan con malas vibras. Ganar en momentos de paz. Dejar de perturbarme por actividades o acciones que no me competen. Prestarme más atención.

Hoy tengo la convicción de decir que, gracias a la enfermedad, comencé a preguntarme el para qué de mis acciones, comencé a mirar a la gente a los ojos intentando descifrarlos y entenderlos, comencé a reconocer los grandes momentos de la vida y lo que es realmente importante. Pude encontrarme con aquello que me rodeaba y estaba tapado por tantas acciones superficiales, por tanto maquillaje.

Fue el diagnóstico de cáncer de mama el que me hizo reconocer el gran caudal amoroso que me circundaba y, sin pensarlo, me enamoré.

Y existir se hizo más sencillo. Y la soledad empezó a estar acompañada. Y las esperas para quimioterapia fueron más amenas. Y los días de rayos eran más amigables yendo en moto. Estar pelada me fortaleció.

Así nació un nuevo ser, más centrado en tareas posibles y quehaceres reales. Una persona que habla menos para escuchar más, que calla no por ignorancia sino por empatía. Auxiliar pasó a ser tan importante como ser gratificado. Sentirse útil pasó de ser una tarea laboriosa por una remuneración, a una actividad que gratifica sólo por serle útil al prójimo.

El éxito ahora está teñido de acciones para el alma, llenas de amor, de devoción, de tareas realizadas con el corazón. Vivo con la convicción de saber que soy capaz de enfrentar cada objetivo sin dudar ni un segundo de mi capacidad de transformar lo negativo en positivo, aunque la noticia sea la más incierta e inesperada, la más negra y subvaluada.

Ahora cada acción tiene más sentido. La empatía hace que puedas posicionarte en diferentes lugares para poder comprender y descifrar lo que antes era tan difícil. Reflexionar y aceptar la vida como aparece, sin cuestionarla ni desafiarla, sin auto sabotearte.

Definitivamente agradezco a mi enfermedad porque ya es parte de mí, pero desde un lugar de aprendizaje. Gracias al cáncer me reinventé, me redescubrí. Bajé las revoluciones por minuto que invadían cada una de mis acciones.  Dejé de ser un tsunami para pasar a ser una brisa de atardecer de verano. Aprendí a amarme y a dejarme a amar. Descubrí que levantarse cada día tiene sentido. Que cada respiro con los pies en el pasto o valorando unos rayitos de sol, ayudan a que, no sólo el cuerpo sino la mente, estén menos abrumados, y puedas sanarte.

Porque, en definitiva ¿qué es sanar? Es encontrar el tesoro escondido en tu interior, reconciliándote con vos mismo y con tu alrededor para transitar lo que te espera, del modo más feliz y con la mayor cantidad de paz posible. Es adaptarte a las contingencias de la vida de un modo más amable y agradable, sin ofuscarte, sin enojarte pero sin resignarte. Es emprender una trayectoria de pequeños−grandes momentos, con aquellos que quieran y puedan acompañarte. Es compartir el silencio, respirar profundamente, sentir alivio. Es tener esperanza en recomponerte aunque existan momentos de llanto y de desesperación. Es tener coraje y fuerza para sostener el escudo que te protege de las contingencias. Es tener fe e intentar cumplir tus sueños.