Audacia

Hay cáncer en varias partes de mi cuerpo: en la mama izquierda, en una vértebra, en el hígado y el cerebelo. Pero ese no es el punto.

Tengo mucha paciencia, y soy paciente  de un prestigioso hospital de oncología en el que cada quien solo es una sinécdoque para cada especialidad ¿se entiende el concepto? Se trata de una figura retórica que representa un todo a través de una parte: masto, gineco, derma, trauma, hemato...  Las simpáticas abreviaturas no son de mi autoría: así se conocen en el hospi. (De hecho no tenemos “cáncer” sino “ce-a”)

No ser una persona entera sino paciente de alguna especialidad es parte de la complejidad del asunto.

Lo curioso es que los pacientes somos sinécdoques entre nosotros mismos también: nos reconocemos por los pañuelos en la cabeza, por las partes del cuerpo que nos faltan, por las máquinas a las que estamos enchufados para sobrevivir.

Este bello hospital está lleno de árboles.  La mayoría son plátanos, que llegaron para llenar de verde, sombra, alergia y alegría las calles de Buenos Aires allá por 1870. Crecen rápido así que a Sarmiento le encantaron para arbolar la ciudad, y como era Presidente no tuvo reparo en llenar todo de plátanos, que son una especie exótica, o al menos no autóctona.  Evidentemente en esa época no apareció un comité anti plátanos en defensa del alérgico, con lo cual los plátanos crecieron por doquier.  Quizás la alergia sobrevino después.

También crecen y caen sus hojas.  Muchas, enormes.

El bello hospital cuenta con un empleado cuya función exclusiva consiste en mantener las hojas lejos de los desagües. Empuña un gigantesco sopla-hojas y las lleva volando para un rincón.   Parece que además de sombra, alergia y alegría, las hojas de los plátanos podrían generar inundaciones obstruyendo las cañerías.

Resulta extraordinariamente inspirador sentarse un rato en el gran parque arbolado y contemplar el encantador baile otoñal de las hojas de plátano que caen.

Soy una mujer muy fiel y hace años que frecuento solamente ese parque.  No conocí época del año en que no abundaran, más verdes o más marrones, hojas de plátano colgando de las ramas, haciendo alfombras en el piso,  cayendo sinuosas.

En el mismo bello parque del hospi hay palomas que bajaron de los barcos, o eso se comenta, allá por el 1900.  Buenos aires tiene plátanos y palomas por doquier.

Los plátanos generan rinitis, para colmo los trajo Sarmiento que fue el padre del aula pero también bastante asesino; las palomas son una plaga de aves atrevidas que se acercan impunemente a uno causándole estupor.

Los plátanos son unos bellos árboles que brindan sombra y oxigenan el aire, en algunos barrios porteños son como un cielo extra, un enjambre de hojas entrelazadas que da gusto contemplar.  Las palomas son tan felices comiendo maíces, en algunas plazas ejercen como acompañante terapéutica para quienes vayan a alimentarlas.

En el hospi hay varias razones para sentarse bajo un árbol: simplemente esperar (es la clásica cuando distan 3 cifras entre el número al que están atendiendo y el que uno tiene), esperar a alguien que nos va a acompañar (resulta muy poco conveniente estar solo en el hospi), esperar que llegue el día en que nos den  el alta (cuando estamos internados y podemos salir hasta el parque a tomar mates pero no cruzar el límite de la puerta porque nos traen de la oreja).

Personalmente viví cada una de ellas.

Y cada vez que me siento en uno de esos panzones bancos de madera, incluso a veces después de una lluvia que se replica a través de las hojas, gotas que caen a destiempo, que tienen su propio ritmo, me dedico a contemplar.

Dije: soy una mujer fiel.  Elijo siempre el mismo banco y ay de mí si ya está ocupado.   Me quedo merodeando por ahí hasta que lo liberen.  Es el tercero de la izquierda, justo de espaldas a un emotivo mural que nos recuerda que la libertad es una construcción individual: cree en ti, serás libre, feliz y un montón de cosas re lindas que no tienen nada que ver con tener “ce-a”.  Me gusta darle la espalda como gesto de profunda rebeldía y, por ende, vital.

No señores, yo no aplico al paradigma de paciente oncológico campeón y luchador.  Yo me tengo que concentrar como loca en el tomógrafo para no ponerme a llorar y cada vez que me sacan sangre o me dan una inyección miro para el otro lado.

Huyo de las payamédicas porque no estoy ahí para que me hagan reír, y prefiero ser la amargada que ni mira.  (Por suerte son respetuosas ante los rayitos de fuego que brotan de mi ojos.)  Acepto el  chupetín que me regalan las voluntarias y digo –gracias entre dientes solo porque están a mi lado y no quiero ser irrespetuosa.  No creo en la risa que cura ni en la auto ayuda, ni en las terapias que para nosotros son alternativas pero en otras culturas son lo que hay.

Ay cómo me hacen enojar.

Los médicos proponen que cada quien haga lo que quiera en tanto no interfiera con el tratamiento de verdad, que es el que ellos proponen, claro.

Es muy difícil, ante un diagnóstico de “ce-a”, discernir qué es lo que queremos hacer.  Yoga, rezar, comer mejor, viajar, olvidarnos de los problemas, solo dedicarnos a vivir, o lo que sea que se nos ocurra, o tal vez nada, seguir la vida igual.

Pero hay un momento clave en el que algo se define.  Y no necesariamente tiene que ver con la vida anterior que uno tenía.  Eso se puede transformar.

En mi hospi hay un oráculo que nos recibe antes de que los médicos nos brinden su diagnóstico y la propuesta de tratamiento: son decenas de plátanos que arrojan sus hojas sobre los recién llegados, las hacen caer en círculos, románticas, melancólicas, con la sutileza de ese movimiento que casi no tiene un recorrido previsto.

Entonces los transeúntes eligen.

¿Será la contemplación? Esa propuesta de seguir el delicioso camino que traza cada hoja, anticipar para qué lado va a girar, buscarla con la mirada hasta verla aterrizar con esa insinuación que va y viene y finalmente se decide y cae.  Eso nos hace suspirar.  Puede que tenga una impronta cinematográfica: nos genera deseo de escuchar música de violines.  Pero ciertamente nos cautiva.  Detenemos nuestro tiempo en esa caída.  Una hoja se lleva nuestra atención. Y nos hace notar la frondosidad de los alrededores, la arboleda interminable. Entonces las hojas son una ofrenda.

¿Será la continuidad de nuestro camino? Otra propuesta que tiende a que sigamos adelante sin detenernos con nimiedades.  Hay que entrar a buscar el numerito ante de que llegue alguien más.  Ajá.  Puedo garantizar, porque lo he visto, porque lo viví en muchas de mis esperas contemplativas, que cualquiera que entre apurado y siga de largo ante la bella ofrenda de las hojas de plátano será vilmente ajusticiado con un violento hojazo en plena cabeza.

Porque evidentemente las hojas van a caer de todos modos, quizás el punto está en lo que hagamos nosotros ante esa certeza.

Apurarnos no nos garantiza llegar primeros; ni siquiera nos garantiza llegar.  El vértigo de la corrida nos requiere en estado de alerta a cada paso que vamos a dar.   Con la guardia alta y casi sin mirar a los costados.  Quizás la hoja de plátano en la cabeza es la señal que da la pauta; el llamado de atención, la última advertencia.

Nunca voy a aceptar que la libertad o la felicidad, la salud, ni ningún tipo de bienestar, sean construcciones individuales.  Ese es el límite de mi negociación, porque me consta, porque lo he vivido, que el mejor modo de ver caer las hojas de plátano será tomando mates en el banco de madera acompañada por quienes hacen la diferencia, por las personas que quieren estar ahí, que nos generan el deseo y el alivio de estar acompañados.

Asumo que me puedo hacer el rato para darle la oportunidad a los payamédicos.

Asumo que las hojas que caen allí estarán, esperando que quienes les pasan de largo alguna vez las quieran contemplar.