Ese día sentí que sólo me quedaban horas de vida y tantas cosas por hacer, tanto que enseñarles a mis hijos. La desesperación me ganaba a cada momento con más intensidad.

¿Cómo hacer, si me sentía desfallecer, cómo no llorar delante de ellos?,  quería demostrarles fortaleza…y me resultaba imposible.

Escapé de casa a cobijarme en los brazos de una amiga y así poder descargar la angustia, la desesperanza que sentía.

Mi amiga me entregó un llavero con una  virgencita  y me dijo: “Rezale para que te ayude y te dé fuerzas”. Después de llorar a mares volví a casa. La pregunta constante que me surgía era cómo decírselo a mis hijos, cómo transmitirles esperanzas, si yo las había perdido a todas.

Pasaron días de insomnio, de ver los ojos de mi marido con la tristeza misma en la mirada y el espíritu mostrando una entereza  inhumana.

Fueron días de tomar coraje para darles la noticia a los chicos y comenzar los trámites para la cirugía… Había que moverse, había que usar todas las herramientas disponibles para luchar.

En una de las citas con la Doctora M. salió de mi boca una frase que a ella, según me confió, le dio esperanzas.

Le dije: “Doc, yo sé que en estos casos te mata el 50% la enfermedad y el otro 50, la cabeza”

A lo que me respondió: “Claudia, vas a salir adelante, con ese pensamiento”.

Me disfracé de  mujer fuerte y marché. El primer paso estaba dado, la cirugía se concretó y en la recuperación empezaron a aparecer las ideas para vencer la angustia.

Lo primero fue hacernos de un equipo de música y todos los implementos para organizar karaoke.

La casa se llenó de música a toda hora, de risas de nosotros mismos por cantar tan mal, de  reuniones   con amigas todos los viernes.

Hasta que llegó el momento de empezar las quimios y el miedo me inundó y otra vez sentí desesperación ante lo desconocido.

No fue fácil esa etapa pero ya estaba decidida a luchar: me cubrí de una terquedad imperiosa de no dejarme vencer. Después de cada aplicación quedaba muy débil y me tiraba a la cama, me deprimía por demás…pero  también me impuse un lema: “Me voy a auto-compadecer solo una semana”,  tiempo que duraban los efectos de la quimio hasta que me recuperaba.

Los lunes me arrastraba de la cama para levantarme e ir a trabajar. “Trabajar” era una forma de decir porque esos días  nunca tenía fuerzas para hacerlo, pero salir de mi casa me hacía bien.  Los martes ya me producía y  así, en cada episodio de quimio vivía lo mismo.

Si no hubiera perdido el pelo nadie se hubiese  dado cuenta de que estaba transitando el cáncer.

Sentía que había vencido.  Aunque con secuelas, estaba recuperando mi vida  y me sentía vencedora… hasta que dos años después, el miedo volvió.

Un nuevo bulto que se confundía con las cicatrices de la cirugía anterior, hizo que comenzaran nuevamente  los estudios, muchos para descartar lo que después fue un hecho.

Tenía cáncer otra vez, en la misma mama, era una recidiva.

Mil emociones encontradas,  mil pensamientos negativos: no hacer nada, dejarme estar y que se termine todo, pero a la vez sentía que debía enfrentar ese  nuevo desafío, que se podía, y entonces reuní a mis hijos y les di la noticia.

Les aseguré que iba a luchar una vez más, que seguramente me iban a ver mal, llorando en muchas oportunidades, y que era válido,  y que,  cuando  ellos sintieran la necesidad también lo hicieran… eso nos descargaría y nos permitiría seguir.

En ese momento entendí que debía ocuparme de mi salud, que mis hijos ya estaban formados pero que   nada  de lo que hiciera iba a evitarles el dolor si a mí me pasaba algo.  Que ellos se podían defender  con sus propias armas y cuando no supieran cómo hacerlo pedirían ayuda.

Fue entonces cuando comprendí que junto a mi marido  debía disfrutarlos todos los días,  que teníamos que vivir el hoy en familia, y compartir el día a día en paz, con amor.

Eso me enseñó el cáncer…¡¡¡a vivir!!!!