Luthecia

Ahí “dentro” todo era diferente. Y sí, siempre hubo un “adentro” y un “afuera” muy marcados. Mientras afuera todo era tranquilo y extremadamente perfeccionista, por dentro, en esa especie de ciudad interior llamada “cuerpo”, un ejército de células mutantes se alistaba para la revolución y para el comienzo del caos. Su base: una organización de tejidos denominada Riñón, compuesta por dos órganos simétricamente organizados como los cuerpos de dos edificios. Optaron por alojarse en el izquierdo (ala oeste): un lugar estratégicamente perfecto para ocultarse y reunirse silenciosamente sin levantar sospechas y planificar la invasión. Comenzaron siendo unas pocas, pero con mucha paciencia y con el transcurso de los años lograron elevar su número de una manera exponencial sin precedentes. Para poder albergarse, fueron agrandando y cambiando la arquitectura del riñón, ocupando cada vez más espacio, por lo que sus vecinos-órganos linderos, fueron cediendo terreno sin chistar y mudando sus tejidos hacia la zona de la derecha (zona este) de manera sumisa y organizada. Cualquiera que ingresara a ver lo que pasaba allí dentro, se daría cuenta de que todo estaba distorsionado y fuera de lugar. Era inevitable el golpe inminente, la invasión y la toma del resto de los órganos. ¡Las células mutantes se preparaban para atacar!

Afuera abundaba la salud. Una vida chata y rutinaria que garantizara no perder nunca la perfección. Así transcurría, sin correr riesgos -¿para qué?- pero con esa angustia que genera cada mínimo problema que nos saca de nuestro esquema. Excelente alumna, dos carreras (una universitaria y una terciaria), amigos por doquier y esa vanidad de querer ser siempre buena, siempre la mejor, siempre querida por todos. Una vida relativamente sana, por lo cual jamás pisaba un consultorio médico, ni siquiera para control de rutina. Un poco de natación  como para hacer algo de actividad física muy tranquila. Nada malo podría pasar…

Pero una vez pasó. El día menos pensado éste cuerpo debió someterse a un examen pre-ocupacional para ingresar en un trabajo. Todo cambió desde ese día, allá por abril del 2006. En una seguidilla de estudios, análisis de sangre, chequeos y palpación abdominal, dentro un centro de salud laboral donde íbamos pasando cual objetos en una cinta de producción fabril, esa perfección de toda una vida de 32 años sin sobresaltos se desmoronaba. Todos los análisis, incluso la palpación, traían malas noticias. Obviamente siempre aparece la negación y el famoso “están confundidos”, “entre tanta gente mezclaron los resultados”, “se equivocan, yo no tengo nada…”. Pero sí, aparentemente algo andaba mal, y no era una gripe.

Así, en una realidad que parecía digna de una pesadilla, cambiaba rotundamente la vida allí afuera: tomografía, nuevos laboratorios, una anemia galopante -¿pero si no estoy cansada?-, y un desfiladero de médicos asombradísimos por el tamaño de lo que veían en los estudios. La cosa estaba complicada, el ejército ya era extremadamente volumétrico, ya habían tomado la mitad del abdomen y parece que estaban asentados sobre un gran canal vascular llamado Aorta, el cual, si desbordaba, era capaz de provocar una catástrofe tal que hoy no estaría aquí para contarla. Es en esos momentos cuando uno se plantea por qué en toda su vida nunca asumió riesgos, siempre buscando la perfección, la aprobación social, la chatura de la rutina que no sale de la zona de confort. Tanto cuidado, tantas preocupaciones por pavadas, tantas vergüenzas y prejuicios, tantas angustias, para que de un día para otro, dentro de un quirófano se librase una batalla entre células y médicos armados de espadas-bisturíes, con un pronóstico poco probable de que las cosas salieran bien. Teniendo en cuenta también que al llegar al terreno de batalla, si se veía muy complicada la situación de la Aorta, el ejército de bisturíes debía retroceder con la bandera blanca en alto, o en el peor de los casos, el desborde inundaría todo y las probabilidades de sobrevida eran nulas.

¡Puta madre! ¡Por qué no VIVÍ! Porque vivir no era eso que pasaba ahí fuera. Eso había sido durar por años. Durar no es vivir.

Durar… La batalla duró poco. Sobre todo desde la percepción de un cuerpo anestesiado para el cual el paso del tiempo es la nada misma. Despertar y preguntarse, y preguntar si estaba viva, si ya estaba todo tranquilo “ahí dentro”. Algo así como una ciudad arrasada donde ya reina la paz. Es en esos momentos donde los afectos y la gente más cercana juegan un papel fundamental. Un hermano incondicional, una familia poco numerosa pero presente y muchos amigos brindando todo su cuidado y cariño, fueron los grandes pilares sobre quienes apoyarse. Y sí, luego del caos, todo debía volver a acomodarse, pero las células mutantes ya no estaban. Las sacaron con riñón y todo, jamás habían traspasado sus paredes. Sólo era necesario estar atentos y controlar que no haya quedado alguna escondida por ahí.

El pensamiento habitual ante ciertas situaciones límites o enfermedades graves es pensar: “a mí nunca me va a pasar”, pero nunca nos imaginamos que alguna vez lo llegaríamos a vivir en carne propia, y jamás hubiésemos creído que iríamos a afrontarlo de ésta manera en la que nos desconocemos a nosotros mismos. En esos momentos una saca fuerzas de donde no tiene, se lo toma con entereza, con humor, y sin bajar los brazos. Obvio que hay miedos, incluso la negación es parte del miedo. Pero una vez vencida esa situación límite al borde de la muerte, nos debatimos entre la omnipotencia de no tenerle miedo a nada más, y el inevitable temor a la recurrencia. Y ahí es donde debemos llegar al equilibrio, ese de no caer en el miedo que nos paraliza y no nos permite reaccionar ante el peligro, pero tampoco en esa inconciencia de ausencia total del miedo, esa que no nos alerta para actuar. A decir verdad, en su medida justa, el miedo, es un mecanismo de defensa que nos va a salvar del peligro.

Los controles son muy frecuentes y rigurosos al principio, y se van atenuando con los años. La sensación de ansiedad y angustia a la hora de realizarlos, debe ser un común denominador en todos los pacientes oncológicos. A pesar del paso de los años y la familiarización con cada uno de ellos, y que las posibilidades de que aparezca un nuevo indicio son cada vez menores, siempre, pero SIEMPRE, esas sensaciones persisten. Pero una vez pasado el control, la vida sigue como si nada.

Pasaron 5 años. Aquí afuera todo era puro disfrute. Las cosas simples: un trabajo que gratifica, viajes, amigos, amores, arte, pintura, música, un poco de natación, y mucha pero mucha energía de la buena. Todo transcurría en paz y muy feliz.

Pero aquí dentro, nuevamente otro grupo de células mutantes se iban preparando para invadir. Este caso era diferente al anterior. En lugar de estar todas aglutinadas, su manera de actuar era más dispersa y excesivamente camufladas. Por el momento sólo se habían podido visibilizar pocas de ellas, atrincheradas en un nuevo edificio-órgano denominado  Hígado, el cual consta de dos compartimientos o lóbulos, el izquierdo y el derecho. Se creía que dichas células pertenecían al ejército combatido anteriormente, respondiendo a sus órdenes, y habían logrado escapar y camuflarse por todos éstos años. Nuevamente se preparaba el ejército de los bisturíes para atacar y combatirlas. Eran pocas, pero había que tener nuevamente sumo cuidado con las inundaciones internas, ya que el hígado es un sector con cañerías bastante delicadas.

Todo estaba programado para atacar, ingresarían con cámaras de esas de última tecnología, que pueden hacer registros de imágenes a través de las paredes, y una vez ubicada cada una de las invasoras, atacarla desprevenidamente, y de ser necesario se atacaría el lóbulo completo para su total extirpación. Pero algo anduvo mal. Las mutantes visibles llegaban a 7, y estaban estratégicamente distribuidas en ambos lóbulos. Atacar a todas a capa y espada podría traer complicaciones, por lo que sólo se procedió a extraer material para analizar, y el ejército de bisturíes debió retroceder. Al cabo de 1 mes, los peritos científicos podrían dar más detalles acerca del ejército, y sobre alguna manera de combatirlos por envenenamiento, a través de sustancias químicas tóxicas que serían colocadas en un sistema circulatorio de  ríos, arroyos y canales  que se encargan de la distribución de energía a todo el territorio corporal.

Contrariamente a las presunciones, los peritos científicos entregaron los resultados: se trataba de células malignas, que no tenían conexión con el ejército anterior. Se desconoce dónde se ubican sus autoridades principales, y el tipo de ejército del que se trataba. ¿Y ahora?

Demasiada tranquilidad aquí afuera, y ahora, un nuevo sacudón. No sea cosa que nos olvidemos de disfrutar a pleno, de valorar, de cuidarnos. ¿Pero era necesario otro sacudón? Fueron 11 meses interminables de idas y vueltas, visitas a uno y otro especialista sin encontrar el foco primario. Incertidumbres, nuevos estudios, la disyuntiva entre hacerle caso a algún médico que pretendía ir haciendo quimios “para probar”, o seguir consultando hasta tener certezas. Que sí, que no, que tiene que ver con el cáncer anterior, que no tiene que ver… y mientras tanto pensar qué estaría pasando ahí dentro. Según una de las últimas tomografías, ya había metástasis ósea.

-¿Te duele la columna?
-¿Qué? ¡Yo me siento re bien! ¿De qué me hablás?

Siguen los estudios, PET, laboratorios más específicos.
– ¿Sentís palpitaciones y sofocones en la cara?

– Si, debe ser la menopausia…
– ¿Tenés dolores abdominales? ¿Diarreas?
– Si, deben ser los nervios…

Siguen las corridas, nuevo hospital especializado en oncología, colonoscopía, video-endoscopía, nueva biopsia hepática, nuevo médico, diagnóstico certero: Tumor neuroendócrino gastrointestinal (maligno), con primario desconocido (aparentemente alojado en el intestino delgado), y metástasis hepática y ósea. Los tumores neuroendócrinos (NET) son de baja incidencia, con un índice de 5 por cada 100.000 habitantes (¡la pucha! ¡Yo sí que tengo suerte en los sorteos tumorales!). Son de crecimiento lento, pero dado su difícil diagnóstico suelen hacerse visibles cuando la enfermedad ya está avanzada. Los síntomas que tenía, y que solía atribuir a otras causas, evidentemente me estaban avisando de su presencia.

Las buenas noticias eran que hay tratamiento específico y la enfermedad se puede cronificar. Aquí fuera pudo volver la vida a la normalidad, si es que puede llamarse de esa manera a ese ir y venir entre pinchazos, pastillas y efectos colaterales.

El primer ataque a las células invasoras, fue a través de un producto químico distribuido ininterrumpidamente y de por vida cada 28 días intramuscularmente. Las células no mueren, pero tampoco se reproducen ni siguen invadiendo territorios. Aparentemente hay un acuerdo en el que pueden alojarse tranquilas sin molestar y sin ser violentamente molestadas. Pero no hay que perderlas de vista. Siempre bajo control. Siempre bajo los efectos del químico.

Lamentablemente, les das la mano y se toman el codo. En cuanto te desucuidás un poquito, ¡zaz!, nuevas invasoras en los huesos de la cadera y costillas, y se multiplicaban las del hígado que ya se habían valido de un sistema de nuevas cañerías (vasos sanguíneos) que les proveían la energía necesaria para reproducirse. Era necesario volver a atacar, pero ésta vez, con algo más tóxico, por vena, y como si fuera poco, también se programaba un bombardeo diario a través de la boca. El problema de éstos ataques masivos es que a veces no hay diferenciación, y como en toda guerra terminan muriendo seres inocentes. El ataque debía durar lo suficiente como para controlar la invasión, pero sin causar demasiadas pérdidas y daños colaterales. El daño al ejército de linfocitos y neutrófilos defensores del cuerpo, siempre es el límite. Sin ellos, el cuerpo tampoco podría seguir defendiéndose de otros invasores, por lo tanto, luego de 8 ataques en que las células mutantes volvieron a tener un alerta y estar controladas, se retiraban los químicos endovenosos para  al salvaguardar al ejército blanco neutrófilo, y a parte del ejército rojo, que es el encargado de dar oxígeno a todas las células y tejidos corporales, ambos en un estado de debilidad absoluta. En poco tiempo el ejército blanco se recuperaba totalmente, pero no tuvo la misma suerte el rojo.

Recomendaciones del médico, aquí fuera:
– Estás anémica y baja de peso, por un mes al menos deberías alimentarte bien y dejar de nadar.
– ¿Dejar de nadar? Pero si nado tranquila, la natación me relaja, no me exijo, no me canso.
– Tenés muy baja la hemoglobina, tus glóbulos rojos no contienen el oxígeno suficiente como para un esfuerzo físico, no es recomendable.
– Está bien, por ahora te hago caso, pero yo en un mes levanto todos los valores y me voy a un torneo de aguas abiertas. Eso sí, voy a necesitar un certificado tuyo que me autorice a realizar la actividad.
– Quedamos así, si todo está bien en un mes, te doy la autorización pero todo tiene su precio, al salir del agua tenés que sacarte una foto con un cartel que diga “gracias Dr. M.D.”, subirla al Facebook y etiquetarme. – (Risas y más risas, un abrazo cordial… ¡y el desafío estaba planteado! ¡Había que cumplirlo!)

Y así fue, un mes intenso de alimentación saludable y nutritiva, mucho hierro, vitaminas, proteínas, lista para llevarle los resultados al oncólogo y demostrarle que la vida no te presenta  dificultades sino metas por vencer. Dos meses después,  y sin haber siquiera pensado en hacer esto nunca antes en la vida, me preparaba para nadar 1,6 km en el agua helada del Lago Lácar, en San Martín de los Andes, para demostrar que estaba viva, y que me sentía sana. Que todo es una cuestión de actitud y gran parte de lo que nos pasa en la vida es mental ¡Una locura total! Una cosa era estar acostumbrada a nadar siempre a ritmo muy tranquilo en las aguas templadas de la pileta, donde hay un borde del cual valerse ante el cansancio y una línea de fondo que nos guía, y otra en un lago inmenso y helado. Estaba la posibilidad de subirse a un bote en caso de cansancio, pero eso significaba darse por vencido, algo que no debía permitirme. Había que llegar, no importa el puesto, lo importante era eso, cumplir esa meta. ¡Y se cumplió! Luego vino la foto con el agradecimiento a mi queridísimo médico, escrito con marcador indeleble en la panza, y la emoción de ambos de saber que pese a las dificultades siempre se puede un poco más, y proponernos sueños por cumplir es lo que nos salva, siempre. Y ese fue el principio de un largo recorrido por nuevas aventuras acuáticas vividas y por vivir. A pesar del cáncer, o mejor dicho, gracias a él.

A veces lo que importa no es lo que pasa allí dentro, sino cómo lo percibimos por fuera. Llevo 6 años de cuerpo tomado por células malignas neuroendócrinas, secreciones de hormonas que alteran el normal funcionamiento, quimio intramuscular, endovenosa, oral, “negociaciones” con las invasoras para que no sigan avanzando en la medida que no sigamos atacando con violencia.

Éste último tiempo, el corazón, que es como una especie de central energética que se encarga de bombear y distribuir la energía a lo largo del territorio cuerpo, sufrió una avería en una de sus compuertas llamada válvula tricúspide, producto de la corrosión ocasionada por una de las secreciones hormonales del tumor. Pero el cuerpo se adapta y por fuera, todo sigue en orden como si nada. Como digo yo: “tengo una insuficiencia severa pero mi cuerpo no se enteró”. Ahí dentro se aprende a vivir y sobrevivir con los diferentes inconvenientes, tratando de resistir. Hasta que llegue un nuevo Superhéroe Radioactivo que promete ser capaz de volver a traer la paz y la normalidad. Su vuelo está retrasado y demorado en las oficinas de obras sociales, pero llegará.

Resistencia. Resilencia. Aguante. Adaptación. Esperanzas. Hasta que llegue la cura. Hasta que al fin pueda decir: se terminó.

Aunque al final sólo hay una certeza: la muerte. Todos vamos a morir, pero no sabemos cuándo. Pero esa conciencia de finitud es la que nos mantiene más vivos. La que hace que disfrutemos cada minuto como si fuera el último, la que nos da el empujoncito para arriesgar por nuestros sueños, por disfrutar cada nuevo amanecer, cada luna llena, cada estrella, los reflejos en el agua, el matecito humeante de la mañana, el amor incondicional de nuestras mascotas y nuestros seres queridos, los amigos, dormir en los brazos de la persona amada, nuestro tema musical favorito sonando de fondo, los aromas, los abrazos, los suspiros, los respiros y los momentos que nos dejan sin aliento… de eso se trata la vida… ¡de sentirse VIVO!