Pioji

El cáncer vino a mi vida en silencio, sin darme señales, siempre me sentí saludable y no tuve ningún indicio. Pero allí estaba. Todo comenzó con un  control anual. Mi doctora me mando a rehacer la mamografía y hacerme una mamografía magnificada porque tenía dudas.

Hasta ese día, todo era de rutina y normal. Me entregaron el estudio con el resultado e hice una seguidilla de pasos desesperados: lo lei, google, interpreté y dudé. Lo que estaba leyendo no podía ser real. Fui inmediatamente a ver a una doctora de confianza, ella lo leyó, levanto la vista, me miró y me dijo: “Sí, es cáncer. Ya mismo te derivo al hospital, no te preocupes.” Le agradecí y le conté que la semana próxima tenía turno con mi doctora especialista. Sólo que no quería seguir desinformándome con lo que encontraba en internet. Ella me agarró de las manos y me dijo con los ojos llenos de lágrimas: “Va a estar todo bien. Te lo detectaron en un control y eso es muy positivo.” Antes de irme, llegó el primer abrazo diferente de los demás, más cálido, más fuerte. El primero de los muchos que iba a empezar a recibir.

La verdad, no entendía nada. Ya me voy a despertar de esta pesadilla, pensé. Es una película que ya va a terminar. ¿Cómo sigo? ¿Qué hago? ¿Me está pasando a mí? Sí, me estaba pasando a mí. A la mujer que creía que podía con todo, a la súper poderosa que nunca se enfermaba, ni un resfrío, ni un dolor de cabeza. La que pensaba que era imposible estar cansada.

Punción, diagnóstico, operación, quimioterapia y rayos, todo en una secuencia muy ordenada y casi perfecta. Hice todo tal cual me decían los médicos. Aunque los médicos hay cuestiones que no te dicen, o la suavizan bastante, porque después es la experiencia de cada uno. Aprendí que hay que transitar la enfermedad positivamente.

Me costó mucho afrontar la caída del pelo. Mi pelo. La gente me decía que era lo de menos, que volvía a crecer, pero para mí no era lo de menos, era lo más. “Tu pelo era un emblema para vos, mami” me dijo mi hija,  con tanta razón. Con la caída del pelo empecé a redescubrirme. Ahí busque la forma de verme bien, aprendí a jugar con los pañuelos, las vinchas y todo lo que me hacía sentir bien. Empezamos a tener más humor en la familia, el humor nos unió, nos salvó.

Vinieron más de esos abrazos, miradas misericordiosas (lindas). Algunas personas lloraban cuando me abrazaban y me decían que me veían como un ejemplo. Internamente me iba dando cuenta que tenía que aprender de lo que me estaba pasando.

Golpe, golpe, golpe al corazón, a la sensibilidad, a la vida. “¡Hola! ¡Despertate! ¡Mira lo que tenes! ¿te gusta la vida que llevas? ¿te sentís bien con lo que haces? ¿te mirás? ¿te gustás? ¿te querés?”. Todas esas preguntas me hizo el cáncer cuando entró a mi vida. Hoy tienen respuesta, hoy conozco y escucho a mi cuerpo en cada minuto de mi vida. Hoy disfruto de cada instante. Hoy estoy aprendiendo a vivir….

Ya terminé el tratamiento, tengo el alta para trabajar. Tengo un camino que recorrer, el cual aprovecharé para agradecer a tantas buenas personas que se involucraron y se involucran en mis proyectos, a tantos buenos profesionales en todos los aspectos, tanta paciencia de mis seres queridos, tanta vocación, tantas emociones para sentir  y poder transmitir tantas herramientas que parabién puedan ayudar a las personas que están transitando la enfermedad y  a sus familiares.

Hoy entendí que el cáncer vino a mi vida para enseñarme. Enseñarme a prestar atención a cada instante, enseñarme a valorar  a las personas que forman parte de mi vida, mis hijas, mi esposo, mis compañeros de trabajo, enseñarme a disfrutar de las pequeñas cosas. El cáncer me enseñó a ayudar y a pedir ayuda, a abrazar, a vivir el momento, a poner en palabras todo lo que siento, lo bueno y lo no tan bueno, a entender mi cuerpo. El cáncer me enseño a conocerme.