Babé

Soy una mujer a quien la vida le ha dado más de un azote.

Crecí en una familia numerosa con un papá casi ausente y una mamá muy controladora. El amor se confundía con castigos, había que obedecer sin pedir explicaciones. Era la época de los tabúes y prohibiciones. A mis quince años no sabía por qué menstruaba, había conversaciones secretas donde los menores no participábamos y la mujer solo debía esperar a casarse, seguir al marido y tener hijos.  Yo no sé qué pretendía mi mamá pero me hacía sentir una inútil, una pecadora y un trastorno en su vida. Fue muy difícil acomodarme a las reglas, desarrollé una personalidad sumisa, introvertida, llena de culpas y miedos.

El primer azote vino con un episodio de abuso infantil que se prolongó durante diez años. El escape a  esa existencia odiosa fue la lectura. Me sentía la protagonista de los cuentos de hadas que siempre tenían un final feliz. Y empecé a escribir. Aprendí en mis relatos escritos a disfrazar temores y a ser la “rara” de la familia. La que lloraba por nada o vivía en una nube, además en el colegio llamaba la atención de mis maestros porque todas mis composiciones se referían a la muerte. Y sí, yo quería morirme. Sentía que había nacido para ser desdichada, que no merecía ser feliz.  Cuando al fin se lo conté a mi mamá me dijo: ¡Vos siempre inventando historias!

Tanta incomprensión y soledad me llevaron a buscar ayuda en otros lados y a enredarme en relaciones afectuosas de poco peso. A los veinte años quedé embarazada (no sabía ni cómo cuidarme) y a pesar de tratar por todos los medios de conservarlo, fui obligada abortar a escondidas. Segundo y fatal azote que confirmó mi creencia que estaba sentenciada a una muerte merecida. Sin embargo, seguí adelante y a partir de ese momento tuve asistencia siquiátrica durante gran parte de mi vida con ingesta de ansiolíticos, antidepresivos y sedantes.

Yo era la cuarta de cinco hermanos. Los tres primeros varones. La quinta parecía tener otro carácter, contestataria y rebelde, pero resultó la más débil: falleció a los treinta y cuatro años de un cáncer de útero.  En su búsqueda de libertad, osó tener relaciones prematrimoniales y a partir de allí mi mamá la llevaba en auto al trabajo, después a la facultad y por último la traía a casa. Para cuando ella enfermó yo estaba casada y con dos hijas. (Mi mamá me maldijo al decirme: ¡Ojalá tengas mujeres y sufras!) Por supuesto que mis novios debían tener la aprobación  materna y todos eran rechazados con la cantinela: “Qué tonta que sos, que mala elección que hiciste”. Creo que cuando se percató de que ya tenía suficientes años y me iba a quedar soltera cedió un poco. Pero mi matrimonio no fue la salvación. Y pasé de obedecer a mi mamá a obedecer a mi marido. A seguir rumiando mi desdicha, a soportar que me señalaran como mala madre y esposa.

Al poco tiempo sabía que tenía que separarme pero no me atrevía. ¿Dónde podía ir una inútil sin dinero y con dos hijas? Pasaron diez años, en una relación cada vez más insostenible. Ni siquiera un nuevo aborto, esta vez espontáneo y por cierto tercer azote, donde no tuve la contención matrimonial necesaria, fue motivo suficiente para sacar fuerzas y cambiar. Como un burro detrás de la zanahoria imaginaria (“el tiempo todo lo cura” decía mi mamá) seguí con la vida que me había forjado.

La muerte de mi hermana, cuarto azote, fue como un aviso de que si no salía de alguna forma de la telaraña en que estaba atrapada correría con la misma suerte. Con todos mis miedos e inseguridades, a los seis meses de esta pérdida en la familia,  le pedí la separación a mi esposo quien se negó e incluso me prohibió hacerlo público. Como mi mamá, también quería aparentar tener una familia feliz.

El quinto azote lo recibí con el fallecimiento de mi papá luego de padecer seis años de un mal de parkinson. Me quedé con las ganas de un mutuo te quiero que nunca pronunciamos.

El sexto azote vino de la mano de un diagnóstico: debían hacerme una histerectomía. Tenía un tumor uterino de vieja data con pronóstico de ser benigno, lo cual fue cierto luego de los estudios patológicos. Debo aclarar que siempre me hice los controles ginecológicos de rutina y que me indicaron la operación desde un principio, pero no quería aceptar que ya no podría ser mamá. Hay mandatos y creencias muy difíciles de romper.

Llegamos así al séptimo azote: al año de esta operación y en vísperas de Navidad, al vestirme para la celebración noté un pequeño bulto, del tamaño de una moneda, en la parte inferior del seno derecho. Había ido a pasar las fiestas a Bariloche, 1.400 km de mi casa, por lo tanto no dije nada. Interiormente me enojé mucho conmigo misma, sabía que algo así me iría a pasar en algún momento. Tanto sufrimiento espiritual no iba a ser gratuito. Regresé del viaje a mediados del mes de enero y le pedí a la secretaria de mi ginecólogo una orden de mamografía. Con el estudio en mano, a principios de febrero fui a consulta médica y sin pérdida de tiempo me indicó la extirpación del tumor. Me tomó por sorpresa, no esperaba fuera tan urgente. Me informó que en el quirófano haría el examen microscópico del tejido extraído  y, si resultaba que era cáncer, me extirparía también los ganglios pero me dejaría gran parte de la mama. Me preguntó qué me había sucedido diez años antes y ahí estaban algunas de las causas: la muerte de mi hermana y la separación matrimonial no concretada. Estaba tan furiosa que no le permití ir a mi esposo al sanatorio. Fui con mi mamá y una doctora amiga que viajo especialmente a Mar del Plata para la operación. Desperté de la anestesia en la habitación con mi mamá diciéndome: “Nena, ahora hay que pasar el año” y ¡estábamos en febrero! Con eso me lo dijo todo.

La siguiente consulta fue con el oncólogo. El plan de atención eran seis meses de quimioterapia y rayos. No quería hacerlo, diez años atrás había visto a mi hermana con vómitos, sin cabello e internada en un cuarto totalmente aséptico. De un año y medio de vida que le pronosticaron, su lucha  le otorgó cuatro años hasta finalizar en una metástasis generalizada de huesos. ¿Para qué pasar por lo mismo si de cualquier manera no sobreviviría? Pero estaban mis hijas de 16 y 11 años que no sabían de la gravedad de la enfermedad y preguntaban por mí.

Vivíamos en Miramar, 50 km de Mar del Plata, y allí no había atención oncológica. Tuve que hacer muchos trámites en la obra social para que me dieran la medicación. La misma debía ser aplicada cada veintiún días, siempre y cuando el examen previo  de sangre diera un recuento favorable de plaquetas. Era medicación que debía aplicarse en forma intravenosa durante cuatro horas en una sala acondicionada con sillones para cinco pacientes y una enfermera a cargo. Las venas del brazo a veces se contraían y debían inyectarme en la mano u otro lugar accesible. Al principio iba acompañada pero después comencé a ir sola. Viajaba de Miramar a Mar del Plata una hora en micro ida y vuelta y en cada aplicación mi cuerpo reaccionaba de una forma distinta: llagas en la boca, caída de cabello, mareos, erupciones en la piel  pero nunca tan mal como lo había pasado mi hermana. En diez años la medicación había mejorado mucho y no tenía tantos efectos secundarios. Recuerdo que un mes la obra social no me entregó las drogas y debí hacer un recurso de amparo en un Juzgado de Paz para continuar con el tratamiento. Una vez finalizada la quimioterapia me indicaron tres meses de rayos. La única complicación que tuve fue una quemazón en la piel que se solucionó con pomadas. Al término de los nueve meses me indicaron hacerme estudios de sangre, mamografía y radiografía de pulmón cada seis meses y tomar una medicación diaria durante cinco años. Lo cual cumplí como correspondía.

Mi situación familiar no había cambiado, por el contrario se había agudizado y cinco años después me fui de mi casa ayudada económicamente por mi mamá. Mi hija mayor estudiaba en Mar del Plata y alquilaba un departamento con amigas y mi hija menor decidió quedarse con el papá. Retomé la escritura y coordiné talleres literarios. Ahora escribía sobre “la bestia” como llamaba a la enfermedad. Mi mamá seguía con sus órdenes y yo obedecía porque dependía de ella y no me sentía capaz de enfrentar la vida.

Así fueron pasando los años, sin poder encontrar un rumbo, regresando casi al punto de partida: sola, sin sentir placer, triste y durmiendo con medicación siquiátrica.

En noviembre de 2014 el octavo azote ocurrió con el fallecimiento de mi mamá en un accidente automovilístico en la vía pública. No tenía documentación consigo lo cual implicó una búsqueda de dos días hasta que dimos con ella en la morgue del cementerio a punto de ser enterrada como NN.  Y nunca pudimos tener una charla reconciliadora.

En julio de 2016 tuve una caída tonta y me fracturé el esternón. El hueso no sanaba y el traumatólogo me derivó al oncólogo por mis antecedentes. Todavía seguía en la clínica quien me había atendido tanto tiempo antes. Me indicó una batería de estudios que arrojaron por resultado tres nódulos malignos en pulmón, dos costillas y esternón con metástasis. Noveno azote por supuesto. Otra vez la pregunta: ¿Qué te pasó diez años antes? Dejé mi casa, respondí.

Fui a quirófano para una nueva biopsia del hueso y, por las dudas volviera a necesitar quimioterapia, me colocaron un port-a-cath, un pequeño dispositivo que se implanta debajo de la piel para inyectar la medicación oncológica. Esta vez estaba como entregada, esperando el final. Pero alguien vino a socorrerme. A principios de ese año una amiga, que padecía hipertensión pulmonar aguda, se mudó conmigo. A ella le habían diagnosticado seis meses de vida y llevaba luchando diez años. Estaba sola también. Por supuesto que su tratamiento era una tortura con el equipo de oxígeno y un dispositivo insertado en su cuerpo que le suministraba la medicación electrónicamente, al cual había que controlarle la batería y  cada quince días cambiar de un brazo a otro por la inflamación y el dolor.

Mis hijas me acompañaron en todo momento y ella, que ya el cardiólogo le había informado que su aorta pulmonar estaba muy dilatada, me dijo: “Para seguir viviendo hay que tener proyectos. A mi me gusta pintar y a vos escribir. ¿Qué te parece si nos proponemos realizar un encuentro  nacional de escritores? Nos va a hacer bien a las dos”  Y nos pusimos a trabajar y ocupar la mente en ese proyecto.

Por suerte un análisis de receptores hormonales dio favorable para el tratamiento oncológico oral y me recetaron la misma medicación que había tomado durante cinco años luego del primer episodio de cáncer.  Cuatro meses después los nódulos habían desaparecido persistiendo la enfermedad en la parte ósea.

En el verano de 2017 me fui de vacaciones a Brasil y estando allí recibí la llamada telefónica – azote décimo: mi amiga había fallecido en casa. La que me alentaba a disfrutar, la que había comenzado a escribir y me enseñaba a pintar. ¿Y ahora? El encuentro se transformó en un homenaje póstumo y fue todo un éxito. Tres días con escritores y músicos de muchas partes del país, donde se respiraba la emoción y la amistad. Mis hijas y los hijos de mi amiga, junto a un grupo de jóvenes entusiastas, trabajaron a la par para que todo saliera maravillosamente bien. Pero yo quedaba nuevamente en soledad.

Y entonces, aparecieron dos terapeutas increíbles  en esta historia: una asesora de energía y un coaching ontológico que practica el método sanador de la acupuntura. Ambos me enseñaron a amarme, a tener esperanza, a perdonar y agradecer. A pensar en positivo.

En octubre de 2018, luego de dos años de tratamiento, el oncólogo me dijo que los estudios estaban limpios, que no había rastro de enfermedad. Aún sigo tomando diariamente la medicación en forma preventiva.

Ya no le tengo miedo a los azotes de la vida, acepto la soledad de los domingos, disfruto de una tarde lluviosa como hoy donde me he dedicado a escribir esta historia para que alguien también logre sanar las heridas de la mente y no enfermar el cuerpo desaprensivamente.

Esta vida que me tocó me enseñó a no rendirme, por eso miro para atrás y sé

que aprendí a vivir. A pesar de todo sigo creciendo y hoy por fin voy hacía la plenitud.

Mientras tanto me convertí en abuela de una hermosa niña que prolonga mi sangre.

Los golpes hicieron de mí una mujer fuerte que se animó a dar lucha.