Txuntxo

Acá estoy, sentada, ante mí una hoja y un lápiz, inundada de una sensación de agradecimiento que me llena el alma. Luego aparece ese sentimiento de temor y se me pone la piel de gallina. En octubre de 2017 recibimos una noticia que desestabilizó a toda mi familia.

Recuerdo que en octubre de 2014 tuvimos una conversación seria Cristian y yo. Vivíamos en Turín pero comencé a sentirme muy cansada y algo me decía que tenía que regresar. Dada la convicción de mi necesidad, decidimos volver a Argentina. Era abril y teníamos pasaje para junio. Debíamos vender un auto, tramitar papeles de traslado de país, ¡muchas cosas! Sabía que la mudanza era una situación estresante para las personas, por lo que estaba preparada para vivirlo con alegría y entusiasmo.

Desarmábamos muebles, embalaba copas, vendíamos la cocina, nos íbamos adaptando.

Fue difícil, pero lo hicimos. Y partimos. Nos habíamos ido el 7 de febrero del 2004 con dos mochilas, y regresamos el 1 de julio de 2015 con tres personitas más y un container en camino. En Tucumán alquilamos una casa en un hermoso lugar. Los chicos empezaban el colegio. Se adaptaban bien. Estábamos contentos. Prueba superada! Qué orgullosa me sentía. Pero de nuevo empecé a sentirme cansada. Otra vez. Era normal, pensaba. Una mudanza, cambio de continente, mucho esfuerzo! Empecé a tener otros síntomas; una sensación de opresión en la garganta, dormía con dos o más almohadas porque me resultaba difícil respirar en posición horizontal y mi pelo había perdido su brillo. Comencé con estudios, médicos. Tiroides, hígado. Todo estaba bien. Era estrés me decían. Llegó el momento de buscar trabajo y lo encontré en el sector de la salud. Era desafiante así que lo acepté. Me costaba mucho pero lo estaba haciendo bien. Cada tanto me enfermaba pero trabajaba en un sanatorio, era normal, pensaba. Se sumaba ahora una nueva sensación en mi garganta, como piedras que colgaban de mi cuello, me pesaba hasta la cartera que posaba sobre mi hombro. ¡Y estaba cansada de sentirme cansada! Llegó el mes de octubre y no me sentía bien, nada bien. Decidí visitar a la doctora a quien veía en ese entonces a causa de un estreptococo detectado. Ella me dijo que no veía nada que le llamara la atención, pero que no podía dejar de escuchar lo que yo manifestaba así que decidió hacer una tomografía de control. Al día siguiente fui al centro de imágenes donde yo trabajaba como encargada. A la tarde encontramos un huequito en la agenda e hicimos el estudio. Era de cabeza y cuello. Una vez realizado, me dijeron que por indicación de la doctora debía hacerse también de abdomen. Empecé a preocuparme, sabía que algo había. Terminado el estudio, entré en la sala de informes y junto al médico -mi compañero de trabajo con quien tenía (y tengo!) una muy buena relación- vimos de qué se trataba. Pobre, no sabía a lo que lo estaba exponiendo. Él veía las imágenes, las movía, les cambiaba el ángulo. Luego me confesó que buscaba algún indicio que contradijera el evidente diagnóstico, pero no encontraba nada. Le dije que me lo dijera, que estaba preparada, que no se preocupara. Me explicó que la imagen que tenía ante él podía ser parte de un cuadro oncológico. Y ahí me sentí morir. Él seguía hablando pero yo ya no podía escuchar nada más. Me había quedado paralizada en la palabra oncológico, yo-oncológico. No encajaba. Luego fui a casa de mi madre, donde estaban mis hijos. No sé cómo hice para llegar. Solo pensaba en cómo iba a decírselo a Cristian, a mis hijos, a mi familia, no lo podía creer. Repetía en mi cabeza ‘tengo cáncer, tengo cáncer’ no podía ser, pero era. Llegué a destino, toqué el timbre y me atendió mi padre. Se lo dije. Vi la primera mirada de desesperación, me abrazó y lloramos. Inmediatamente me reparé; tranquilo, le dije, todo va a estar bien. Seguí entrando y me encontré con mi madre, otra mirada. Me estaba matando el hecho de ser portadora de semejante noticia, y luego el sonido que había alrededor se enmudeció, no recuerdo nada más. Solo imágenes estáticas: mis hijos en el sillón jugando, mi madre parada en el pasillo, mi padre en el garaje; ni siquiera recuerdo cuándo llegó Cristian, ni qué le dije. Solo recuerdo que cuando todo volvió a tener dinamismo, en esa imagen estaba él sentado en el piso de una galería interna con la cabeza entre sus piernas llorando, como nunca en mi vida lo había visto llorar. Mis padres y mi hermana lo trataban de consolar y yo estaba parada ahí, enmudecida, tratando de entender cómo podía ser ésta mi realidad, ¿qué había pasado? Al día siguiente me desperté por la mañana muy temprano con un llanto desconsolador preguntándome cómo podía haberme hecho esto, qué había hecho!? Cristian trataba de consolarme pero era difícil. Ese día vimos a un médico quien nos dijo que clínicamente era un linfoma. ¿Un qué? Un linfoma, un cáncer en el sistema linfático, lo siento. Fue el primer momento en que sentí un enorme alivio acompañado de una insostenible tristeza. Todo era ambiguo, tinte que tendrían ahora los días venideros. Por fin había una explicación para mi cansancio, no estaba loca.

Comenzamos con los estudios, la espera. Ese tiempo vacío y anónimo entre información e información deseando lo mejor y esperando lo peor. Me despertaba todos los días llorando, sintiéndome fracasada, equivocada, insegura. Mi cabeza iba y venía con pensamientos temerosos, culposos, tristes; no encontraba paz ni tranquilidad, no podía pensar. Estaba muy ansiosa por empezar el tratamiento. Mientras más rápido empezara, más rápido iba a terminar, pero mi ansiedad no me ayudaba. Trataba de poner todas las piezas en su lugar, poner este cáncer dentro de mi vida, pero no podía. Este desequilibrio no era fácil de acomodar.

Hasta el momento había estado en una playa maravillosa, con arena blanca en un día soleado con un cielo azul, todos jugando en el mar. Yo disfrutando de las olas, entendiendo los movimientos del mar. Pero de repente llegó una ola que no vi venir. Me atrapó, me pasó por encima y no sabía cómo salir, me ahogaba.

Me vinieron a la cabeza las palabras de un superviviente del accidente de Los Andes: los límites los pone la cabeza; y yo compartía esa visión. No quería ponerme ningún límite. Estaba dispuesta a enfrentar todo, a vivir lo que me tocaba vivir; porque después de todo ¿por qué no a mí? Empecé a reconocerme, empecé a tranquilizarme. Volvía de a poco ese sentimiento de saber que podía, aunque en este caso sabía que tenía que recurrir a cosas que nunca antes había hecho si quería tener resultados extraordinarios. Mi médico oncólogo me aconsejó hacer terapia porque entendió el tipo de paciente que era, impaciente? Acepté. Recuerdo mi primera consulta: estoy acá porque tengo cáncer y quiero hacer todo lo que esté a mi alcance para curarme, pero quiero que sepas que no soy una persona que hable de sus problemas, no recuerdo las cosas; nunca antes hice terapia porque no lo necesité y si estoy acá es por indicación de mi médico. Ojalá pudiera volver el tiempo y ser espectadora de esa sesión. ¡Qué risa! Cuánto miedo y armadura puesta. El 14 de noviembre había escrito unas palabras, justo antes de empezar el tratamiento.

Hoy veo más cercano ese día en que me pasen “eso” durante 4 horas, y me pregunto: ¿Qué me define?:

– Seguir enamorada de Cristian después de 17 años, definitivamente me define. Creo en la confianza, en el respeto, en la entrega incondicional.
– Ser madre de tres maravillosos hijos, me define y mantiene en mi eje. Ellos sí me cambiaron, me mejoraron, me perfeccionaron. Y son la fuente de mi paz. Estar con ellos hace que me sienta en mi lugar favorito. Definitivamente me define.
– Haber vivido once años fuera de mi tierra, me define. Sentir que el mundo es grande y que puedo usarlo todo, que pude usarlo todo, ser valiente, me define.

Tener que afrontar esto, no siento que me deje algo que luego me vaya a definir. Será porque no me gustan las situaciones de enfermedad, no me enorgullecen. Sé que lo voy a pasar, voy a afrontarlo y que todo va a salir bien, aunque a veces me pregunto ¿y si…? Es una suerte de medalla que tendré, pero no creo que sea una que me vaya a definir… no lo creo. Estaba enojada.

Para poder empezar tenía que amigarme con la idea de recibir la quimioterapia. Tenía miedo de que el rechazo que yo sentía por la idea de recibir “esos químicos que te matan” no hiciera efecto. En una de las charlas con Cristian, me dijo: Pensá que son remedios y que te van a limpiar. Me gustaba la idea, lo iba a intentar. Llegó el día de mi primera quimio: el 16 de noviembre. Me la hicieron internada en un sanatorio.
Ya en la habitación, llegó la enfermera con el primer tubo. Lo miré. Respiré. Comenzaba. Fueron 4 horas en total. Al finalizar la última droga, esperé. No estaba tan descompuesta. Genial, pensé. Al cabo de 30 minutos empecé a temblar y sentir frío. Es normal me dijo la enfermera, le puede dar fiebre. Empezaba a descomponerme aún más y de repente perdí el control de mi cuerpo. Miré a Cristian y con una mirada de desconcierto le dije: Estoy por llorar…y lloré. Lloré desconsoladamente por una hora. Eran llantos periódicos. Cada 10 minutos empezaban los temblores y luego el llanto, no podía controlarlo, tampoco quería.

Había sido mucho lo vivido durante las últimas semanas. Estaba agotada, exhausta. Y me entregué. Y entendí lo que era. El cuerpo se apaga, tu energía desaparece, se desequilibra todo, absolutamente todo, emocional y físicamente. Me di cuenta de que esa persona activa con mil cosas para hacer, solo podía hacer una: tratar de respirar. Solo respirar. Y respiraba, lo más profundo que podía. Llegué a casa y fui a recostarme, lo que sería la dinámica de los meses venideros. Al inicio me encontraba muy débil. Tuve la suerte de que mi madre pudo venir a instalarse en casa para ayudarnos con las tareas hogareñas. Mis quimios eran cada dos semanas. Los días anteriores a ella ya me sentía un poco mejor, entonces ella aprovechaba para ir a su casa uno o dos días. Cuando mi madre regresaba, mi hijo Lorenzo le pedía que se fuera; no quería que estuviera. Ya había entendido que su llegada significaba que yo no estaría bien. Y se enojaba. Y a mí se me partía el corazón, porque realmente no podía hacer nada para evitar eso que a él tanto le dolía. Se lo explicaba y hablábamos. Pudo entender que mi madre venía a ayudarnos y con resignación lo aceptó. Mi madre hizo todo lo que pudo, con la entereza quebrajada les ofreció todo el amor que tenía, y más. Luego cuando ella no estaba, la extrañaban. Hizo lo que solo una abuela puede hacer: trascender en sus nietos. Todo esto me angustiaba, claro que me angustiaba. Un amigo me regaló un libro que me ayudó muchísimo. Era justo lo que necesitaba.

Estaba dentro de esa ola que me ahogaba y no me soltaba, mi cuerpo se movía de un lado a otro, no podía controlarlo; la energía del agua me absorbía y yo me resistía. De repente, me dejé llevar. Mi cuerpo se relajó y todas sus partes se liberaron y empecé a fluir en ese ambiente hostil. Veía que podía aguantar bajo el agua sin respirar, más de lo que yo creía. Me asombraba. Mi cuerpo fluía y se trasladaba; no sabía muy bien hacia dónde pero no me importaba. Estaba concentrada en esa magia que se estaba produciendo. Estaba fascinada. Y de repente salí del agua. Y llegué a un lugar con un camino empinado, muy empinado. No se veía bien el sendero y tampoco parecía muy amigable. No me apetecía recorrerlo pero mis piernas se movían y yo no podía pararlas…y empecé a andar.

Empecé a meditar. Estaba aprendiendo a calmar mi cuerpo y mente, sobre todo mi mente. Tenía en mis manos un tesoro. Estaba aprendiendo a ser consciente de lo que realmente era verdadero. El ahora. Controlaba mi mente alejándola de esos sentimientos de angustia y de situaciones que ya habían pasado, o peor, ¡que no habían pasado! La noticia del diagnóstico, mi visión de cómo cambiaba mi vida, ese sentimiento de vergüenza, mi fracaso, mi incertidumbre de futuro, que todo podía empeorar, que podía perder a mi familia. Pero nada de eso era real. Esa no era mi realidad. Y empecé a observar lo que realmente pasaba: una conversación con mis amigas que me acompañaban y se ofrecían incondicionalmente; cuánta bondad, cuánto amor. Sentía el momento. Un desayuno en la galería de mi casa con el sol reflejando en las flores esperando la llegada de ese picaflor que venía siempre ¿a saludarme? Cuánta magia, cuánto placer. Sentía el momento. Mi hijo Tiziano que se despertaba y corría a verme para regalarme tres energías, porque él se había levantado ¡con diez! Cuánta entrega, cuánto amor. Sentía y atesoraba el momento. Salir de las quimios con el mundo destruido y recibir ese abrazo de Cristian y sentirme tranquila, a salvo. Cuánta fortuna, cuánto amor. Sentía el momento. Y la lista seguía. Y los momentos se multiplicaban. Y la magia se producía. Empecé a leer y a disfrutar de la lectura, encontraba eso que tanto me llenaba, las palabras. Todo tenía un significado diferente, todas sonaban fuertes. La autoexigencia que tintaba mi carácter se fue suavizando y me cuidaba, me calmaba, me gustaba. Autocompasión. Me había olvidado de esa palabra. Pero empezaba a recordarlo. Lo necesitaba. De mis sesiones con mi psicóloga aprendía mucho. Iba dispuesta a que fueran útiles para mí, y lo fueron. Siempre. Al principio no fue fácil. Escuchaba cosas como: Poné en duda todo lo que sabés. Se cayó tu estantería; aprovechá y poné los libros como quieras, incluso podés desechar algunos. ¡No podía creer lo que me decía! ¡37 años de aprendizaje y estudios y quería que tirara todo por la borda! Nadie más que yo se había comprometido en formarse para ser una buena persona, culta, abierta de mente, la lista seguía, ¡y me pedía que dudara de eso! Me resistía. Pero lo pensaba. Me había propuesto aprender y uno puede aprender solo lo que no sabe; por tanto puse todo en duda. Y fluía mucho más. ¿Cómo se hace?, me preguntaban. No lo sé, respondía, solo sé lo que yo hice. Aceptaba la idea y la repetía. Meditaba y trataba de interiorizar esa premisa. Respiraba. Poner todo en duda. Y la conciencia de esas palabras me mostraba cosas que antes no veía. En otra sesión me preguntaba: ¿Cuál es tu límite? No entendía cómo podía preguntarme eso a mí. Uno no tiene límites. ¿De qué me hablaba? Me explicaba que no dudaba de que yo fuera una persona muy capaz pero que quizás en ese hacer todo, me lastimaba. Cuán incómodas eran sus palabras y cuán equivocada estaba ella. Pero sus palabras quedaron latentes y entendí. Luego de cada quimio me quedaba sin fuerzas, sin poder levantarme. Intentaba al inicio estar bien al día siguiente porque la actitud es muy importante para la recuperación. Así que yo me esforzaba en sentirme bien, en levantarme de la cama. Me agotaba. ¿Será éste mi límite? ¿Será que tengo que esperar el momento en que yo pueda levantarme y no en el que quiera levantarme? Comencé a conectar con cómo me sentía. Me ofrecía mis días para recuperarme y en cuanto me sentía bien y más o menos con fuerza, me levantaba. Era más fácil. A veces me sucedía al día siguiente de la quimio; otras veces pasados los 5 días. Pero esperaba. Respetaba mis límites, no los pasaba. De esa manera la enfermedad duraba solo pocos días. Porque cuando me levantaba me sentía sana, estaba sana mentalmente. Y eso repercutía en mi cuerpo. Durante los días en cama meditaba, leía, conectaba con mi cuerpo. Le daba una caricia a mi sistema linfático. Me imaginaba la droga recorriendo por mis venas, limpiando todo, armoniosamente como un manantial. Deseaba que hiciera efecto, entonces me conectaba con esa idea. Respiraba y respiraba. Me sentía bien, agradecida de estar viva.

Cuán empinado era el camino, cuánto esfuerzo. Muchas ramas por quitar para ver bien el sendero; las espinas me lastimaban, mis piernas se debilitaban, qué sacrificio. Por un momento, me detuve. Escuché una voz que me decía: mirá el paisaje. No me había dado cuenta. Estaba tan concentrada en caminar y en el esfuerzo, que miraba hacia abajo. Levanté la mirada. Cuánta belleza, cuánta plenitud. Cerré los ojos y con mi cabeza en alto sentía la brisa, el silencio, la calma, la felicidad. Agradecía.

Mi aspecto empezó a cambiar a causa del tratamiento. Uno pierde ese brillo que nos da vida, se apaga. Empecé a perder cabello y recurrí a un look corto como varón. No me gustaba mucho pero lo aceptaba, no tenía otra alternativa. Toda mi familia estaba preocupada por el cambio de aspecto. Tenían miedo de que repercutiera en mi estado de ánimo. Me hablaban de comprar pelucas, ¡unas que las hacen con cabello de verdad! Parecen naturales, me decían. Cristian insistía en tener una “por las dudas”. No me gustaba la idea. No me pertenecía. Trataba de explicarles que quería vivir todo lo que esta experiencia tenía para ofrecerme, que no se preocuparan, que me sentía bien. Llegó el momento de enseñarles a mis hijos con mis actos eso que tanto les decíamos: la belleza viene del interior de las personas y eso es lo que reluce en el exterior. Qué difícil era. Me miraba al espejo. Me veía desnuda, sin ningún accesorio. Poco pelo, pocas pestañas, pocas cejas, poco color, todo era poco. Y empecé a mirarme, realmente a mirarme. Cuánto me dolía lo que veía. Cuánta vulnerabilidad, cuánta fragilidad. Me enternecía. Sentía esa conexión con mi alma y empecé a observar mis ojos. Los miraba. Me miraban. Y veía esa fuerza que salía desde dentro, esa valentía que tanto me enorgullecía, esas ganas de vivir, de disfrutar. Lo veía. Y mis ojos, mis hermosos ojos eran el reflejo de ello ¡Cuánta belleza, cuánto orgullo! Creo que nunca me arreglé tanto como lo hice durante el tiempo que duró el tratamiento. Mi hija Julia me decía que me veía muy linda y eso me llenaba de energía, amaba sus cumplidos. Usaba unos sombreros muy bonitos, no me gustaban los pañuelos. Solo los usaba el día de la quimio o cuando me internaban por algún motivo, ya que el sombrero era incómodo. Los usaba solo cuando realmente tenía cáncer. El resto de los días, era yo. Me preguntaba cómo Cristian podía verme linda, porque lo hacía; lo sentía. Empezaban a aflorar esos pensamientos que trataban de convencerme de que no era así, que no podía gustar a nadie con este aspecto. Pero observaba mi realidad y no era esa. Y cuando podíamos, nos fundíamos en ese amor que llenaba mi cuerpo y alma de energía. Cuán afortunada me sentía. Agradecía. Agradecía tanto amor. Me sanaba. Empecé a sentir el amor de la gente a mi alrededor. Sentía esa energía y me llenaba. Me enorgullecía. Durante mucho tiempo había sido yo quien cuidaba y ayudaba a los demás y por alguna razón me había convencido de que yo no necesitaba de nadie, que yo podía sola. Recordé la bondad y la generosidad que hay en el acto de dejarse ayudar. Yo disfrutaba mucho cuando ayudaba a los demás, pero no me había dado cuenta de que había privado a la gente de hacerlos sentir bien. Recuerdo la Navidad de ese año. El 23 de diciembre me subió la temperatura y como estaba neutropénica, tuvieron que internarme. Era el cumpleaños de mi hermana. No quiso festejar, decía que no estaba de humor. La noche del 24 ella se ofreció a quedarse conmigo. Decía que era importante que mis hijos pasaran la Navidad con Cristian. A la tarde de ese día llegó ella y Cristian se fue. Empezó a ordenar toda la habitación, ¡es más fuerte que ella! Todo relucía. Se relajó. Hablamos y empezamos a recordar cosas de la infancia. Me contaba sus problemas entre sus hijos y yo le recordaba que ella había sido igual! Nos reíamos. ¡Qué bien se sentía! No hay como esa conexión entre hermanos. Y llegaron las 12. Me ayudó a levantarme y vimos desde la pequeña ventana de la habitación de un 4to piso los fuegos artificiales que llegaban a alumbrar detrás de los edificios de la ciudad. Nos miramos y abrazamos: Feliz Navidad! Sentí las palabras que acompañaron ese abrazo “tranquila hermanita, todo va a salir bien, estamos juntas”. Y lloramos. Cuánto amor. Agradecí.

El camino seguía siendo hostil, pero con esfuerzo y paciencia caminaba. Encontraba bastones que me mantenían cuando mis piernas flaqueaban y me desvanecía. Me apoyaba en ellos y me levantaba. No me olvidaba de levantar la miraba, no quería perderme el paisaje. Era majestuoso. Cerraba los ojos y lo sentía. Dejaba que esa belleza me llenara, y lo hacía…cómo lo hacía.

Me encontraba en la mitad del tratamiento, habían pasado tres meses. Me sentía tranquila pero muy débil. Muy cansada. Las sesiones de quimio eran muy fuertes para mí. Me resultaban muy traumáticas. Me decían que llevara películas para ver, para tejer, pero no podía. Intentaba meditar, lo lograba por momentos, pero luego conectaba con mi realidad y me desestabilizaba. Intentaba de todo cuanto estuviera a mi alcance, pero no lo conseguía. A fines de enero tuvieron que internarme porque me había deshidratado a causa de lo que se sabría luego era una bacteria. Recuerdo que me sentí morir. Estaba sentada en un sillón de mi habitación cuando entró Cristian. Se asustó al verme. Empecé a llorar. Le decía que no podía más, que esto me estaba matando, no encontraba las fuerzas para seguir. Fuimos a ver a mi médico y decidió internarme. Me hicieron rápidamente una tomografía para ver qué tenía, y en ella se pudo ver que el tratamiento estaba haciendo efecto. Fue la noticia que necesitábamos para poder seguir. Cuando me internaban disfrutaba mucho las visitas de mis hermanos, me divertían. Mi hermana preocupada venía a reemplazar a Cristian para que descansara y ella aprovechaba para ordenar y limpiar la habitación. Mi hermano que se sentaba y comenzaba a pedir al bar, decía que ansiaba su turno para ir a “degustar” a mi habitación. Eso sí, cuando se iba me abrazaba fuerte, fuerte tan fuerte que podía sentir su miedo y su súplica de que me curara, que no me abandonara, que no lo dejara. Me aferraba a eso. En cuanto me recuperé, continué con las sesiones de quimio. Estaba cansada pero más animada. Tenía solo que aguantar y terminar tres meses más, con suerte. Entonces dejé de resistirme a lo que la quimio me hacía sentir porque me agotaba. Acepté que no podía cambiarlo. Me había cansado de intentar sentirme bien durante las quimios. No podía cambiarlo. Punto. Y me relajé. Me preparaba para pasarla mal, sabía que tenía que tomar fuerzas, respirar hondo y aguantar, y que duraba lo que tenía que durar, que llegaría a mi casa, me acostaría y al cabo de las 9 de la noche comenzaría a mejorar. Era así. Y lo acepté. Y dejé de combatir. Y todo fluía como tenía que ser. Las cosas empezaron a cambiar. Pude observar que podía mejorar algunas cosas durante las quimio pero sin resistencia. Observé que si me dejaba el barbijo no sentía tanto el olor a químicos. Luego observé que podía concentrarme en alguna película para no ver tanto mi alrededor. Comía chicle para no sentir tanto el gusto a los químicos y me hidrataba para no sentir tan seca la boca. Llegaron las dos últimas semanas, llegaba la última quimio. Pensaba que me iba a sentir eufórica, alegre, ansiosa, pero no fue así. No entendía lo que me pasaba pero quería saberlo. Y empecé a buscar. Encontré que me sentía vulnerable. Hasta el momento había estado muy concentrada en las quimios, en conocerme, sabía lo que tenía que hacer. Pero después de la última quimio, ¿qué venía? ¿Cómo hacía para controlar que no volviera?, sentía miedo. Empecé a leer un libro y aprendí que cuando no somos conscientes de las cosas que nos afectan, corremos el riesgo de que nos hiera aún más. Yo era consciente de lo que esa situación significaba para mí. Hablaba de atreverse a arriesgar, a ser auténticos. Era todo lo que venía haciendo, por fin me había recordado. Reconocía mis miedos y los enfrentaba. No me asustaban. Daba un paso hacia atrás, respiraba hondo y los enfrentaba con fuerza. Llegó el último día. Iba preparada para llorar, para estar triste. Sabía que era un momento fuerte para mí y me permitía mi miedo. Pero me llenaba de coraje y me preparaba. Fui al hospital; entré a la sala. Me senté, barbijo, chicle, agua, película, estaba todo listo. A la mitad del tratamiento me detuve por un momento y observé. Observé lo que estaba pasando. ¿Mi última quimio? Lo había logrado. Eso que era tan terrible para mí, tenía menos peso, menos opresión, me sentía orgullosa. Terminó todo, pedí que me sacaran una foto y me retiré. A la salida me esperaba Cristian, como siempre, incondicional. Tenía mil cosas para hacer, el trabajo, los chicos, todo… pero él estaba ahí. Me abrazó, yo lloré y nos fuimos a casa.

Me había acostumbrado al camino. No me gustaba pero me enseñaba cosas que me preguntaba cómo podía haber aprendido todo esto de otra manera, me mostraba paisajes que jamás había visto. Finalmente vi la cima, no sabía qué esperar pero igual avanzaba. Cuando llegué, alguien me esperaba. No lograba ver bien su cara. Me gustaba su aspecto, pero no lo reconocía. Me acercaba más, cuidadosamente, no entendía quién era. Finalmente pude ver sus ojos y vi en ellos belleza, valentía y felicidad… y los reconocí. La abracé con la fuerza que se abraza a alguien que no se quiere dejar ir. Fue tan fuerte el abrazo que nos fundimos en una sola persona.

Y mi vida continuó. Llegó la tan esperada noticia de que el cáncer había desaparecido… por el momento. Estaba feliz, muy feliz. Una mañana sentada en la galería de mi casa mirando el sol, las flores, me pregunté: ¿qué me dejó? Y escribí esto: Aprendí que tenemos que tratar de ser la mejor persona que podamos llegar a ser y que en los momentos difíciles la enseñanza es mayor; que las buenas relaciones sanan y curan; y que cuando nada puede cambiar, si uno cambia… cambia todo. Cuando nos enfrentamos a una situación de caos, nuestro instinto es rechazarlo. Pero las situaciones difíciles nos hacen ser más conscientes, más atentos y más creativos en resolver nuestros problemas. Lo bueno y lo malo suelen ser cuentos incompletos. Estamos muy ansiosos por etiquetar las distintas situaciones, pero la realidad es mucho más amplia de lo que vemos. Tenemos que dejar de lado el control y proceder con curiosidad y asombro. Parece simple, pero nada fácil. En francés, dépaysement es una emoción que se refiere a cuando sentimos aturdimiento y desorientación, cuando lo familiar de repente se vuelve desconocido y desestabilizador, aunque interesante. Recibir el diagnóstico de cáncer sin duda me hizo experimentar esa emoción. Totalmente desestabilizador, pero me sentía curiosa. Cuando se habla de cáncer se nos viene a la cabeza palabras fuertes como sufrimiento, hostilidad, superación, resistencia; pero ¿y si te dijera que también tiene asociada la experiencia de conectar con tu esencia, con las cosas que realmente te importan, me creerías? Mágicamente salen a la luz emociones que nos hablan con sinceridad acerca de quiénes somos, lo que nos gusta, lo que nos da energía, lo que nos hace felices, lo que nos asusta. Nos revelan información secreta, y muy valiosa. Y sin darnos cuenta vamos creando nuestro mundo interior más completo en el que vemos las cosas desde otra perspectiva. Realmente podemos ser el artífice de nuestro mundo emocional y eso es una gran responsabilidad. Mi cáncer me hizo hacer cosas arriesgadas; como decir cosas que siempre quise decir o hacer cosas que siempre quise hacer. Me hizo más valiente al ser auténtica con las personas que quiero. Hoy tengo la fuerza para seguir buscando el propósito de mi vida y lograr ese algo que me haga trascender, que me haga perder la noción del tiempo y el lugar.

Quiero atreverme a arriesgar, total… nadie sale vivo de esta vida.