Guerrera

Su vida transitaba por caminos conocidos, excepto los de la pintura, que ahora llenaba de colores su cotidianeidad. Ya hacía un tiempo que el arte la había elegido. La convocaba, la sorprendía, le llenaba el alma, la hacía crecer. Entre óleos y otros pigmentos se iba maravillando, iba conociéndose, agradeciendo el poder expresarse, descubriendo su libertad. Y así también iba respondiendo todos sus interrogantes.

Todo estaba bien: no le faltaba nada.

Terminaba un año más. Ella misma detectó la presencia intrusa del tumor en la mama. La ginecóloga la corroboró y el cirujano decidió. Así se desataba el huracán, la desazón, la debacle. Momentáneamente permaneció helada, asustada. Mil preguntas la asaltaron; ninguna tenía respuesta. Se cerraban todas las puertas y se abría una sola: hacia la oscuridad. Una mano invisible la sacaba de su tiempo y espacio para meterla en un laberinto desconocido, en el que ella solo contaba con un cuerpo enfermo y un corazón agujereado. Lloró. Necesitaba lavar el alma. Lloró sin preguntarse por qué.
Ese primer shock no fue muy prolongado. “El miedo no es sonso”, ironizaba sobre ella misma. De pronto, esos mismos agujeros se convirtieron en ventanas y por ahí espió su esencia. Y por ahí sacó las fuerzas. Se insinuaba la visión de una mujer nueva, desconocida, porque desde el primer momento se preguntó, eso sí: ¿Para qué? ¿Para qué debería vivir ella esta durísima experiencia? Y desde el primer momento también, supo que el cáncer llegaba para sanar su vida, la sacaría de la zona de confort. Que el proceso de sanación iba a depender de ella.

La decisión de vivir ya estaba instalada; debería hacer todos los cambios necesarios, que en ese momento, no podía sospechar siquiera lo profundos que deberían ser.

Después de la operación nada terminaba a pesar de los buenos augurios: “Bueno, ya pasó. ¡A empezar el año con la alegría de la prueba superada!”, decían los suyos. Ella sabía muy bien que no era así. Que por el contrario, comenzaba a perfilarse el durísimo camino a recorrer. Tuvo la visión de sí misma, cabeza abajo: se vaciaba. Soltaba todo lo que no servía para la nueva mujer, porque a partir de entonces se reinventaría, costara lo que costase.

Fue difícil aceptar que algo que suponía tan destructor como la quimioterapia pudiera llevarla a la curación. Hasta pensó en reemplazarla por alguna medicina alternativa y asegurarle a su organismo una alimentación alcalina. Era bien capaz de renunciar a las harinas y azúcares refinadas. Compró libros que la instruyeron en el tema. Pero en su corazón había quedado atascada una pregunta sin respuesta:

¿Llegaría de esa manera a ver crecer a sus nietos? Decidió ir por la comida saludable pero también, aceptar la quimio. Y otra vez el miedo, mucho miedo.

Pero no tenía opción. Se mentalizó en que si se inundaba de energías la noche anterior a la sesión, podría contrarrestar el daño; y allá iba, con coraje.

Organizó su agenda para los cambios y dibujó el mapa de sus sueños. Desde la línea de largada se dijo: voy a co-crear la vida desde el aquí y el ahora. Una de sus hermanas le regaló un cuaderno, en cuya tapa estaba pintado el corazón de Frida Kahlo cubierto de flores. Seguramente, por debajo de ellas, estarían las cicatrices de los huecos que fue cerrando. Siempre admiró la fuerza y el tesón de Frida: nada la detenía. La artista mejicana había pasado siendo muy joven, por una trágica experiencia que le condicionó la vida para siempre. También, como ella misma, disfrutaba del privilegio de poder expresar el dolor con la pintura. Había leído que en una oportunidad, asistió en camilla a una de sus propias muestras. No era casual el regalo del cuaderno. No era casual el parangón entre ambas.

A modo de diario temático comenzó a escribir en él anotaciones, pensamientos, sensaciones y sentimientos surgidos en el derrotero que iniciaba. Adornó su propio corazón con mimos y esperanzas, y confió en él.

Pero el registro quedó interrumpido: necesitaba de todas sus energías para cuidarse, para informarse, para alimentarse de manera saludable, para descansar y compensar el desgaste físico. Aprendió que hay alimentos que favorecen el cáncer y no le costó nada renunciar a ellos. Aprendió cómo reforzar todos sus sistemas internos para resistir las quimios.

Debió detenerse en el universo interior para alinear cuerpo-mente-espíritu. Debió liberarse de viejas emociones para dar espacio a las nuevas. Y acallar la mente cuando convenía, se convirtió en un ejercicio rutinario.

No fue fácil para la familia al principio: esto entorpecía planes y bajoneaba los ánimos. ¿Acaso nadie se había dado cuenta de que ella existía relegada, solucionando la vida de todos? No. Ella tampoco. Aunque tenía claro que nadie se lo había exigido, que fue decisión de ella, de esas decisiones que se traen desde la cuna. Cambiar eso, era prioritario: “No tienen que hacerse cargo de mí. Pero no cuenten conmigo hasta que no esté recuperada”, les propuso. ¿Qué parte de eso les costaba comprender de entrada? Mucho. Podía entenderlos y perdonarlos. Ya había comenzado a protagonizar el proceso de enfrentar a la enfermedad y veía con claridad lo que su familia no podía; era natural. Y ese tema fue superado. Por eso se emocionó cuando su marido apareció con un turbante en la cabeza; ella interpretó y valoró que sin palabras le decía: “Estoy con vos”.

Tuvo que reconocer que la caída del pelo la mortificó de entrada, pero se preparó para ello: hizo una transición para engañar a la tristeza. Su cabellera larga, frondosa y brillante pasó a ser corta y nada envidiable, antes de comenzar la quimioterapia y observar que a montones, el pelo quedaba en la toalla, en la bañera, en la almohada. Esa sí que era la prueba candente del deterioro.

Manos a la obra, tejió boinas de todos los colores. Buscó turbantes. Probó diferentes nudos y estampados. Los combinó con la ropa. Le regalaron algunos, y hasta resultaron a la postre, un buen recurso de elegancia. La idea de usar pelucas había sido de plano descartada: no era necesario simular que tenía lo que no tenía.

Mujer al fin, sufría la distancia en la pareja, y era bien consciente de que él la sentiría aún más. Programaron escapadas para el reencuentro en las que el dolor quedaba entre paréntesis. Claro que no era lo mismo que si estuviera sana. Sentía que en el medio había un intruso, una amenaza difícil de controlar. “Ya pasará. Pronto esto será un mal recuerdo”, se convencía, optimista. Jamás dudó de su curación. Asistía a las sesiones de quimio con una sonrisa que la afirmaba a la vida. Y cuando las venas de su mano se rompían por cansadas con solo tocarlas y el dolor la acuciaba, brotaban lágrimas de sus ojos, pero su boca sonreía. Sonreía. En su mente repetía una y otra vez: Todo está bien. Todo estará bien. Vivimos en la plenitud del bien”.

El Hospital de día fue una experiencia que fortaleció sus valores. Conoció historias conmocionantes, de seres que ahí, dejaban de ser anónimos para convertirse en héroes. Gracias a la empatía del grupo, puede sonar increíble, pero se divertían. Algunos llevaban cotillón, y con nariz de payaso, se contaban historias que los proyectaban más allá de ese lugar. Luego pudo deducir que había en ellos un lugar común, como si fuera la causa por la que contrajeron el cáncer o la que lo conducía a su repetición: el no poder procesar las pérdidas, y el no hacer los cambios radicales que el cuerpo, a los gritos, les requería. Por eso valoraba tanto al equipo de profesionales que la trataba. La sinergia con que trabajaban y se entregaban a los pacientes, sumada a la propia decisión de curarse, se iba a traducir sí o sí en resultados positivos.

Hubo momentos en los que se asombraba y maravillaba descubriendo el cuerpo humano. ¿Será que hay que vivir la enfermedad para valorar la salud? Porque cuando todo anda bien, nadie imagina los esfuerzos mancomunados que ejerce cada sistema, cada órgano, cada célula en silencio, con hidalguía, cumpliendo la función asignada. ¡Cuándo hubiera imaginado que a la mañana, antes de abrir la boca, debería poner un hilo de agua entre sus labios resecos y pegados! Aprendió a fabricar recursos: descubrió que usando a la noche un enjuague sin alcohol, dormía mejor porque la boca no se le pegaba. Supo que debía comer poco, blando y frecuente, para que el tracto digestivo no se lastimara. Que debía desayunar antes de la sesión y después alimentarse de a bocados pequeños, para evitar las náuseas. Y cuando el increíble cansancio se lo pedía, se recostaba, aunque los recurrentes y variados dolores ni así la abandonarían. Aprendió que en esa etapa de su vida, el sol era un enemigo. Consciente de la falta de defensas, evitaba los lugares cerrados que concentraban mucha gente. Abría las ventanas para ventilar la casa en los horarios amigables del invierno; un invierno que habitaba en su interior desde el comienzo del verano. Y tantas, ¡tantas consideraciones y cuidados, que jamás se le hubieran ocurrido necesarios antes de enfermarse!

Así fue su tránsito por aquel laberinto: se miró en varios espejos, sin buscarse. Sobre todo se encontró en su madre, que seguramente ahora, le iluminaba el camino. Ya durante la etapa de la radioterapia se hallaba anímicamente fortalecida; es más, se sentía curada antes de comenzarla. Allá iba con su sonrisa, con su decisión, su protagonismo. Y al igual que con las quimios, se alegraba pronunciando la cuenta descendente: ¡una menos! ¿Para qué detenerse en mirar cómo enrojecía la piel de su pecho? Si previsora como era, ya se mimaba con la crema aconsejada. Todo volvería algún día a su estado natural, y aún mejorado.

Y llegó la última sesión de rayos. Con la piel quemada pudo reír, abrazar, festejar, agradecer. La foto con los brazos en alto en actitud triunfante, recorrió los whatsapp de familiares y amigos. Sin turbante. ¡Esta era ella! Le gustara a quien le gustara. El cabello ya se insinuaba y su mirada todavía despojada de pestañas, tenía brillo, otra vez tenía luz. La desbordaba un torrente de vitalidad que se instalaba en ese cuerpo aún dolido, pero con vocación de vencedor.

La gloriosa sensación de “¡Pude!”, fue irreemplazable. Se podría decir que justificaba todo el derrotero. Continuaba repitiendo aquellos mantras que ya no la abandonarían: “Estoy sana. Voy a seguir estando sana”. Lo que seguía era disfrutar del regalo de la vida, de su gente y sus espacios. Pintar, trabajar con otro ritmo, planear viajes, y quererse. Nacía una mujer nueva. Y la cuna indiscutible, sería su hogar y su hermosísima familia.

Pero en ese proceso de re-creación de sí misma faltaba aun un dolor: su marido ya no la quería. Lo supo ahí, comenzando la recuperación, cuando la piel de su pecho aún ardía.

Sintió una mezcla de tremenda impotencia, enojo, e inmensa tristeza. Ella, que había alcanzado con tanto esfuerzo el cetro de vencedora, nada podía hacer en esta circunstancia para revertir la realidad. Fue un golpe inesperado. Desestabilizador como ninguno antes.

Más tarde, horadando en su interior, supo que esa realidad era mucho más antigua de lo que podía suponer; sabiamente, ella la había ido postergando para cuando recuperara fuerzas. En el presente y en el futuro inmediato, ya no cabían las mentiras ni las simulaciones ni los falsos escenarios. La lucha contra el cáncer la había fortalecido y ahora rebalsaba dignidad.

Entonces lo vio con absoluta claridad: recordó que el tumor en la mama izquierda, según algunas teorías que había leído, muy interesantes, tenía que ver con los problemas del nido. Tres años antes su estado físico ya venía en decadencia, y el cuerpo le mostraba alertas: ese cansancio incomprensible, el sobrepeso imbatible de quién se va envolviendo en capas de grasa protectora que además, acentuaba la escoleosis. La anemia, que debió tratar con hematólogos, el asma, que había llegado sin aviso previo, el hipotiroidismo, y esa necesidad de poner el cuerpo hasta agotarse al punto de no poder subir una escalera, con la cabeza enterrada como un avestruz que quiere escaparse del entorno. Las mamografías anuales no mostraban nada aún, pero ella ahora tiene la certeza, de que en su subconsciente, se estaba preparando la cuna para la enfermedad.

No fue casual que buscando otra cosa, encontrara ahora el cuaderno de Frida. Lo tomó en sus manos, cerró los ojos, y al abrirlos, vio en ese corazón los agujeros en el lugar de las flores. Sentía los aguijones en el suyo propio. ¿Su corazón aguerrido se había vuelto vulnerable? Y entendió que en él caben todas las respuestas. Que por naturaleza, un corazón encierra lo que cada uno quiere guardar. Caben las alegrías y las tristezas. Los logros y los fracasos. Todos los sinónimos y los antónimos de la vida. Los latidos que fueron y los que vienen. Y también los sueños.

Como en otros momentos críticos extrañó a su madre. Estaba segura de que ella la llenaría de besos y de fuerzas. ¿En qué abrir y cerrar de ojos había transcurrido su existencia desde que era niña y estaba en sus brazos, protegida, hasta este momento de infinita soledad? Sí. Rodeada de seres queridos se sentía sola. Imaginó que su madre le decía: “¡Vamos hija! ¡Vos podés!”

La mujer de la historia hasta aquí relatada soy yo. Elegí escribirla así, desde afuera de mí misma porque temí desintegrarme; recién estoy conociendo a la que soy. Sé que no debo quedarme en el nudo del caos. Sé que algo debo hacer para correrme del espanto. No puedo enfrentarlo, no puedo eludirlo, no puedo esquivarlo. Porque ya ocurrió, y no puedo hacer nada para volver el tiempo atrás. La impotencia amenaza con derrumbarme, pero me digo a mí misma: ”No lo logró el cáncer, no lo logrará una desilusión por terrible que ésta sea”. Alguien dijo una vez que la desilusión es el precio del autoengaño. ¿Será así? No tengo esa respuesta.

Abro el cuaderno de Frida. Paso una hoja en blanco en la que ya no escribiré más nada sobre la mujer que fui. Esa ya vivió. No indagaré más en ella. No tengo nada que lamentar. Nada que reprocharle ni explicarle ni desearle ni justificarle. Conociéndola, comprendo la que soy. Tengo urgencia, eso sí, de empezar a llenar mis vacíos, de tapar los agujeritos de mi corazón sediento de proyectos y alegrías. Tengo urgencia de abrazar a mis hijos y contarles que creo en mí. Recorto flores de papel y las pego en la tapa por encima de las otras. Destejo las boinas y con la misma lana voy a bordar más flores para intercalar entre las hojas. Busco los óleos y dibujo estrellas. En la tapa habrá una más brillante que las demás. Ésa regirá mi camino. Es alcanzable, según me dijo mamá anoche, cuando soñé con ella. Registro fecha y hora en la página que sigue, y escribo con absoluta convicción: “Seré feliz”.