Flor de lis

Mirando a través de la ventana de mi cuarto te ví. Afuera estaba soleado, soleado y claro. Se veía un cielo limpio como los diáfanos cielos de otoño. Solo un poco de brisa acariciaba los álamos plateados que tantas veces te vieron pasar. Y yo te ví, ahí, estabas del otro lado de la orilla saludándome. Cerré y abrí mis ojos varias veces, y seguías ahí, saludándome. Sentí que ya habías dado tu última vuelta de despedida a tu barrio, a tu casa, a mí.

Cerré y abrí mis ojos varias veces. No sabía muy bien donde me encontraba.

Entre dos hábiles enfermeros lograron poner mi cuerpo recién operado sobre la cama que me acunaría en la recuperación. El dolor hizo que rápidamente supiera donde estaba. Había vuelto a la vida, no hizo falta que yo diera la última vuelta de despedida. Yo volví.

Me llevaron a la habitación y ahí comenzó todo. Estuvieron junto a mí muchos amigos y familiares, y la persona que amo, por suerte siempre estuve rodeada de amor y cariño. Si bien no recuerdo mucho de lo hablado, sí recuerdo a los que han estado. ¡Yo me sentía imbatible! Hasta pedí que me saquen fotos comiendo un helado de agua que me dieron ni bien supimos que la cosa venía bien. Fotos que obviamente con el tiempo decidí borrar. Y así comenzó a transcurrir mi segunda vida.

Todo empezó a manifestarse aproximadamente 3 años antes, con severas anemias sin que nadie notara la causa porque era muy joven para tener algo malo. Durante 3 años me descompuse y visité guardias de clínicas varias veces. Tomé hierro y comí lentejas, pero la anemia no me abandonaba, por decirlo de alguna manera, la que me estaba abandonando era mi propia salud.

Siempre me cuidé y me atendí, me hice controles; pero la anemia era un dato que parecía no importar mucho; porque me decían que era común en mujeres jóvenes y que debía comer mejor. Al cabo de tres años, las visitas al Gastroenterólogo se sumaron a mi cuenta de gastos médicos. Cada vez que comía debía pararme o recostarme porque un dolor punzante en mi costado izquierdo me atormentaba.

Ahí sí que me dí cuenta que no era algo que había comido, o nervios, o un viral. Ahí tuve la gracia de encontrar a ese profesional que te mira cinco minutos más que el resto y que sabe que algo tiene que encontrarte para devolverte la salud… y en este caso, la vida.

En un solo acto me extendió una orden médica para realizar una tomografía de urgencia, y análisis de sangre, estudios que luego, contarían a los gritos que mi anemia era Cáncer.

La tomografía obligó a un estudio más complejo y la biopsia de lo obtenido en ese estudio indicó que tenía Cáncer de Colon.

Un tumor importante, casi con el 80% de obstrucción intestinal, feo muy feo… pero “Ubicado en el mejor lugar posible”, dijo el Cirujano. “Es una lástima que en un cuerpo tan sano tengas Cáncer, y a la vez es una ventaja que tengas Cáncer en un cuerpo tan sano”, me dijeron.

Sano. Sano. Sano….

¿Un cuerpo sano? Un cuerpo sano es el que no se enferma pensaba yo. ¡Un cuerpo sano nunca me hubiera hecho esto! Así le recriminaba yo a mi cuerpo enfermo. Entonces fue cuando decidí que tenía mi cuerpo dividido en dos partes: la parte sana y la parte enferma. ¡Sí señores! Y mi parte sana sostendría a mi parte enferma. La ayudaría, la acompañaría, la impulsaría a sanar. Fue ahí que claramente comencé a pensar que yo no tenía Cáncer, sino que solo una parte mía lo tenía; y que mientras tuviera una sola célula sana aún podría darle batalla. Y digo batalla, porque es una lucha, es un combate épico, un combate que lucha el enfermo, sus afectos, su familia, sus amigos y los médicos. Aunque hoy se prefiere no llamarlo batalla, ni lucha, para no dar esa idea de desesperación y terror que da el Cáncer, para no denominarlo guerra donde se gana o se pierde.

Me operaron, sacaron de mí el feo tumor. Cuando me miré el vientre me encontré con una panza extraña, pero con la promesa que iba a verse bien en un tiempo. Me importaba la estética, hoy puedo decir que creo que era mejor pensar en eso que pensar en lo que se vendría. Y así fue, la cicatriz que partía en dos mi vientre hoy casi no se nota. Muchos me hablaban de cesáreas que cicatrizaban tan bien que no se veían con el paso del tiempo. A lo que yo respondía: “Pero tenés un hijo en brazos”.  Yo solo tenía mi cicatriz. Al menos eso creía.

Fue una etapa dura. Tal vez la más difícil. De dolor, de recuperación e incomodidad. De rabia.

Me recuperé; porque la mano de Dios siempre maneja la mano del médico, y porque la mano de mi madre hace los mejores churrascos del planeta. Me recuperé porque el amor que me rodeó fue más fuerte, el amor me esperó lo suficiente y me tuvo esa paciencia infinita que solo el amor puede tener. Y porque la pericia del entorno profesional de la salud que me rodeó superó ampliamente mis expectativas.

Y una vez recuperada me dijeron lo que imaginamos que sucedería: Quimioterapia.

Mirando a través de la ventana de mi cuarto te ví. Afuera estaba soleado, soleado y claro. Se veía un cielo limpio como los diáfanos cielos de otoño. Solo un poco de brisa acariciaba los álamos plateados que tantas veces te vieron pasar. Y yo te ví, ahí, estabas del otro lado de la orilla saludándome. Cerré y abrí mis ojos varias veces, y seguías ahí, pero esta vez era un espejo.

Estaba en el baño. Cerré y abrí mis ojos varias veces frente al espejo. No podía reconocer esa cara, me sentí niña, me sentí desvalida, incierta. Estaba hinchada y las mejillas rojas, me costaba verme y notar que mi cuerpo estaba siendo “atacado” para salvarme. Destruir para construir, eso sentía, y volví a recordar mi premisa de “lo sano sostendrá a lo enfermo” pero esta vez mi cuerpo todo era invadido por el mal. Por ese mal llamado Quimioterapia, por ese mal que salva vidas, que limpia, que quema, que exorciza, por ese mal que me enseñaron a apreciar. Entonces retomé otra carrera disociativa: El cuerpo, del alma y mente. Mi cuerpo podría romperse, pero mi mente y mi alma no. No eran alcanzados por la quimioterapia. Mis pensamientos serían elevados, no me dejarían caer.

La vida transcurre siempre. La vida es vida, con salud, con enfermedad, con problemas o sin ellos. En realidad, la vida siempre nos desafía. La vida es para gastarla. Siempre recuerdo que la mañana de la cirugía, mientras pasaba bajo la ducha el jabón marrón antiséptico por mi cuerpo, me daba cuenta que no tenía miedo a morir, tenía miedo de no vivir, que son dos cosas totalmente distintas. Pensaba en lo no hecho, lo no dicho, lo no realizado. Recordaba en los actos rutinarios, aburridos, sin sentido, sin provecho más allá del beneficio momentáneo. Y entonces pensé que había una vida que quería vivir toda de golpe, “¡Cómo no me dí cuenta antes pensé!” “Dios sácame de esta y voy a vivir la vida que olvidé vivir”.

Pero ni bien empezamos a mejorar, lo cierto es que se nos olvida el objetivo; de todas maneras, la lección igualmente está aprendida. Aprendida y aprehendida en nuestro corazón. También lo que se espera de salir de una situación así es que después de eso seremos mejores, creemos que seremos altruistas, que comprenderemos mejor el dolor ajeno. Pero no fue así. En un momento no quise más exigencias, ni siquiera la de estar a la altura de las circunstancias. Quise que me den mal los análisis, quise morir antes que seguir haciéndome quimioterapia. Quise ser otra persona. Quise no tener el Cáncer que tuvo mi papá, el Cáncer por el que murió. Luché y luché y luché por no caer en el dolor, en la angustia, en las ganas de no continuar el tratamiento. Fui egoísta con aquellos que me sostenían de la mano. Fui rebelde con los médicos y enfermeros y con quienes me escuchaban. Me quejé hasta el cansancio… y me aguantaron. Para mi sorpresa, todos me aguantaron. Yo quería irme, ellos me atajaban, yo quería no comer y ellos me preparaban un sándwich de pan y dulce de batata a las 3 de la madrugada. Yo quería llorar y ellos me hacían reír. Yo decía que estaba fea y me decían que estaba hermosa. No había manera de hacerlos caer, siempre sabían que hacer o que decir para que yo siguiera adelante.

Hasta que un día mis piernas se doblaron solas. Fue el fin. El fin de esa droga que me salvó la vida pero que también me salvó el alma. Decidieron no continuar. Ya estaba, casi con el 95% del tratamiento completo. Lo habíamos logrado. Hicimos los análisis. Estaba impecable.

Sana. Sana. Sana….

“Estoy sana”, me repetía mientras entraba al tomógrafo. Es lindo pensaba, me gusta los sonidos que hace y las luces cuando da vueltas como un plato volador. Sana, sana, sana… Voy a estar sana. Sostuve ese mantra durante cinco años cada vez que entraba al tomógrafo. La última vez me dí cuenta de cuánta gente no tiene el privilegio de tener el tomógrafo que tuve yo, no conocen las luces de ese lindo plato volador. No tienen las drogas que te debilitan las piernas, ni el agua potable que podés tomar para no enfermarte cuando hacés la quimioterapia.

No tienen familia, no tienen esperanza, no tienen ese guardapolvo blanco que ves venir y sabés que te va a dar una solución. Ese guardapolvo blanco que se llama médico y sabe qué es lo que tiene que decirte o hacer, aunque a veces ese mismo médico te mire fijo, con cansancio, y esté a punto de llorar con vos. Porque no sos la única persona que atiende, no sos el único a quien está tratando de curar.

Pasé de sentir pena por mí misma, a sentir empatía por el resto. Entendí.

Estaba ahí por todos aquellos que no tuvieron más oportunidades, por los que no lo superaron, por los que seguían en batalla, por los que me esperaban del otro lado de la puerta, por los que habían rezado por mí. Estaba ahí porque había algo más que hacer. Tal vez ese algo más sea hoy decirte que se puede, que se sale, que podés decir la palabra Cáncer sin miedo. Tal vez estuve ahí para poder contarte que cuando yo decía que tenía Cáncer hubo gente que me abrazó, pero también hubo gente que pegó un salto hacia atrás (literal) como si algo maldito pudiera tocarlos. Hubo gente que me habló acerca del hecho que morir no era tan malo y de la resignación que debía tener. Hubo gente que me dijo que había sido elegida para transcurrir por esto (¡Dios mío!). Tal vez ese algo más sea poder alzarme frente a todo pronóstico y decir que te rebeles, que pienses en tu dirección, que vayas a tu favor, que camines fuerte porque se sale. Con algo más o con algo menos, pero se sale. Tal vez ese algo más haya sido visitar al par de médicos que trataban mi anemia y haberles dicho que alguien de 40 años tiene que hacerse de vez en cuando una Video colonoscopía si tiene dolor abdominal y una anemia indomable. Tal vez ese algo más haya sido para decirles a las personas que hoy el Cáncer se puede prevenir y se puede curar.

Y entender que, si todo esto falla, siempre hay un camino: El de acompañar hacia la salida con amor, con paz, con quietud en el alma. Ya que el alma no muere de Cáncer. El alma sigue, y sigue y sigue.

Mirando a través de la ventana de mi cuarto te ví. Afuera estaba soleado, soleado y claro. Se veía un cielo limpio como los diáfanos cielos de otoño. Solo un poco de brisa acariciaba los álamos plateados que tantas veces te vieron pasar. Y yo te ví, ahí, estabas del otro lado de la orilla saludándome. Cerré y abrí mis ojos varias veces, y seguías ahí, ahí estabas papá. Diciéndome una vez más que yo iba a poder. Porque el alma no muere. Porque muchas veces me pregunté como te sentías atravesando el Cáncer y si yo había hecho lo correcto.

Hice lo que pude con vos papá, al igual que conmigo. Vos hiciste lo que pudiste también cuando te tocó. Pudimos. Lo vencimos. Porque el alma no muere de Cáncer.

El alma de la familia y el alma de los afectos acompaña. El alma del médico cura. El alma del enfermo sostiene y transita. El alma va, viene, sobrevuela, canta, sueña, vive y por sobre todas las cosas sana y aprende, para poder volver a vivir.

Mirando a través de la ventana de mi cuarto te ví. Afuera estaba soleado, soleado y claro. Se veía un cielo limpio como los diáfanos cielos de otoño. Solo un poco de brisa acariciaba los álamos plateados.

Entonces alcé la mirada, me dirigí hacia la puerta de calle y salí, respiré profundo y crucé la puerta. Sin miedo, sin culpa, sin dolor. El espejo de tu partida me dejó claridad, nunca pensé que yo algún día iba a mirarme en él, para entender.

Afuera estaba soleado, soleado y claro.

A la memoria de mi papá;

y a la de todos aquellos que fallecieron de Cáncer.

En homenaje al valor que tuvieron y tienen  todos aquellos que transitaron o transitan esta enfermedad.