Luzymar

Sin que mediara ninguna razón especia, ese fatídico año había postergado los controles habituales, aunque solo por un par de meses y, tan pronto regresé de unas deliciosas vacaciones con mi hijo y aun antes de empezar a planificar otras de nuestras habituales salidas,  me puse en contacto con mi médico y me sometí a los  estudios de rigor en la seguridad de que todo era una rutina de la que ya conocía los resultados.

Siempre había sido muy atenta a estas cuestiones, especialmente después de haber padecido de insistentes fibromas y, aunque no había indicios de problemas de ningún tipo, cada año asistía sin falta a cumplimentar lo establecido para sentirme tranquila y ese año no fue la excepción.

Todo estaba dentro de lo normal, tal cual lo había supuesto,  pero la mamografía mostró una sombra inexistente en el estudio del año anterior que de inmediato llamó la atención del técnico que  había hecho el estudio, quien me advirtió muy seriamente que debía consultar a mi médico lo antes posible dado que  ese indicio tenía, por lo visto, cierta relevancia. Y sin dudas que así fue, porque de inmediato se pidieron estudios adicionales  que revelaron la sorpresiva y dramática presencia de un tumor en la mama derecha.

De pronto me vi envuelta en una vorágine impensada tan solo un mes atrás, sin tiempo siquiera para asumir lo que me estaba sucediendo.  Y debo decir que mi ginecólogo, quien venía siendo mi guardián absoluto por más de veinte años, que había atendido mi salud con devoción y hasta había asistido el milagroso parto de mi único hijo a los cuarenta y seis años,  se sintió tan absorto como yo frente a los resultados que no habían sido ni remotamente imaginados por ninguno de los dos.

Dentro de todo, admito que  recibí la noticia con cierta inexplicable hidalguía, dispuesta a poner  lo mejor de mí para enfrentar una realidad inesperada y así pude sobrellevar no una, sino dos cirugías al hilo.  La primera fue para extirpar el tumor y la segunda fue para eliminar la cadena de ganglios al quedar en evidencia  que el mal había avanzado sobre los dos primeros ganglios de la línea.

Aun así, no fue hasta que asistí a una reunión que tenía más ribetes sociales que médicos, que tomé real consciencia de la situación por la que estaba atravesando.

Mi ginecólogo, satisfecho con el resultado de las operaciones que me habían liberado, a priori, de un agresivo cáncer de mama, me derivó a la especialista en Oncología quien me informó acerca de cómo seguiría el tratamiento, quedando él atento al seguimiento de todo lo que vendría.

Aun flotando en una nube pero sintiéndome protegida por mi médico de toda la vida, lejos estaba yo de suponer que lo peor había sucedido; todavía faltaba un largo camino por recorrer y, a juzgar por las explicaciones que estaba recibiendo, era factible presentir que la cosa no sería nada sencilla.

Conociendo de antemano lo agresivo que esos tratamientos suelen ser y teniendo amigas que, habiendo pasado por situaciones similares, recibieron  solamente rayos, en un principio tuve la esperanza de que podría yo llegar a eludir la quimioterapia, pero todo indicaba que, en mi caso, eso no sería así. Mi preocupación iba en aumento a pesar de la contención de todos que era absoluta.

Como para preparar mi espíritu para lo que vendría, mi oncóloga me informó acerca de una reunión que el equipo de Psicología del hospital donde me estaba tratando, organizaba con el objeto de ayudar a  sobrellevar los inconvenientes que, sin dudas,  irían a sufrir todas aquellas mujeres que estaban pasando por esos días, situaciones parecidas a las mías.

Siguiendo su sugerencia, decidí participar de esa reunión en la que el personal idóneo nos pondría en conocimiento de artilugios relacionados con el maquillaje y ciertos accesorios como pelucas y pañuelos, con el objeto de  aprender así cómo arreglarnos para que el espejo, con el avance del tratamiento, no nos devolviera una imagen que fuera capaz de hacernos desistir de seguir en la lucha.

Fui la primera en llegar y hasta que no fuimos más que cuatro o cinco, estaba conservando la calma más por inconsciencia que por valentía. Fue cuando llegó la joven delgada y diminuta que lucía un alegre pañuelo en la cabeza que  sentí que el mundo  empezó a desmoronarse lánguidamente sobre lo que quedaba de mí.

La joven se veía inexplicablemente tranquila, con sus escasos treinta años, luciendo una calvicie plena cuando la maquilladora, tomándola como modelo, le quitó el pañuelo que la cubría para mostrarnos a las demás cómo colocar una peluca, cómo envolver la cabeza con una chalina para lucir bella y natural, cómo   hacer para que esa nueva imagen por la que todas pasaríamos en breve, no nos golpeara hasta derrotarnos. Ése fue el momento exacto en que la realidad me golpeó con toda la dureza que jamás había imaginado. Sencillamente no pude resistirlo. Había aceptado a duras penas la enfermedad en mí que ya había pasado largamente los sesenta, pero no pude contener la  angustia al verla a ella, tan joven, padeciendo ese calvario en lugar de estar jugando en ese mismo instante con sus pequeños hijos.

La joven mujer dejó que la maquillaran, que en su rostro las demás pudiéramos ver cómo disimular las ojeras que irremediablemente se instalarían para irse tal vez algún día lejano, si es que tendríamos la suerte de poder resistir lo que el destino nos había propuesto.

Salí de allí completamente destruida, desbordada por el llanto, casi a punto de abandonar las ganas de luchar que había podido  acumular llevada por las palabras de mis médicos que eran optimistas sobre el resultado del duro tratamiento que me esperaba.

Hasta el último momento conserve la fe de que mi cabello no se caería como era de esperar, sin tener una razón de peso que sustentara ese tonto sentimiento. Y lo que tenía que suceder, sucedió de la peor manera.

Había comenzado con la quimioterapia, soportado los pinchazos, el cansancio y la tristeza, cuando una mañana en que estaba lavando lo que ya era mi escasa cabellera, noté que los cabellos se habían apelmazado de tal forma,  que se habían convertido en una maraña imposible de desarmar y los mechones se desprendían como si fueran manojos de paja seca. No pude contener mi angustia y grité frente al espejo, creyendo que estaba a punto de perder la razón.

Mi hijo, dueño de una sorprendente calma me abrazó y me dijo:

  • Llorá todo lo que necesites y cuando termines y estés lista, yo te voy a rapar. Todo va a salir bien.

No podía comprender cómo ese tema estético me había afectado tan duramente como  la siniestra presencia de la enfermedad en sí y  la dureza del tratamiento que recién estaba comenzando, no tenía el menor sentido, pero no podía evitar sentirme devastada frente a lo que el espejo insistía en devolverme.

De a poco  y a fuerza de mucha voluntad, fui aceptando mi calvicie aunque jamás tuve la valentía suficiente como para mostrarme así, desnuda ante el mundo. La peluca se convirtió en mi aliada incondicional  y,  aferrada a un apoyo psicológico que a esas alturas fue fundamental, pude levantar la vista y comenzar a salir del pozo en el que había caído irremediablemente..

Dueña de una fuerza que ni sospechaba que tenía,  soporté todas las infinitas y  agresivas aplicaciones de quimio, los controles periódicos y finalmente las sesiones diarias de rayos que parecían multiplicarse.

Me detuve en el tiempo, postergué mis sueños para tener así la sensación, tal vez incierta, que los retomaría en el futuro y me dediqué a tratar de sobrellevar la adversidad de la manera más digna posible. Guardé mi angustia para tratarla solamente con mi psicóloga y el resto del tiempo, puse todo mi empeño para hacer una vida lo más normal posible más allá de la asistencia continua a las distintas sesiones del tratamiento.

Cuando después de largos y tristes meses  mi cabello comenzó a crecer tímidamente, sentí  que el camino se estaba haciendo más liviano. Con el tiempo abandoné la peluca salvadora y ya estoy empezando a lucir  una cabellera sana que le ha ido devolviendo la sonrisa a mi rostro.

Estoy encarando los controles con cierta paz, he recuperado mis fuerzas y estoy comenzando a retomar el hilo de mis postergados sueños, segura de que esta vez no lograrán escaparse de entre mis manos.

Nadie puede decir qué va a pasar en el futuro, pero siento que estoy viviendo plenamente la segunda parte de mi vida con la misma ilusión que ostentaba antes que la enfermedad llegara a mí. Es más, tengo plena consciencia de la importancia que tiene cada día, cada hora, cada minuto. He aprendido a darle a cada dificultad que se va presentando solamente la importancia que tiene, no más que eso y a valorar cada instante como si fuera el último.

Hasta he llegado a pensar que tal vez necesitaba este duro golpe del destino para que mi vida se desprendiera de todo lo superfluo y poder así comenzar a valorar las cosas simples que guardan en su esencia el mismísimo secreto de la felicidad.

Si hay algo que yo pueda hacer para ayudar a otras mujeres que deban pasar por circunstancias parecidas, eso sería decirles con absoluta humildad, que no tengan miedo, que todo pasa y que detrás de los negros nubarrones, por más amenazadores que se vean, siempre sale el vol.