Pregonero

Fue así, de repente -cachetazo inesperado-, como la noche te sorprendió en el camino.

Largo y lleno de vivencias. De las buenas y de las otras. Aquellas que robustecieron ilusiones y las que pusieron a prueba rearmarse en la adversidad.

Desde que sietemesino alumbrara el 6 de junio de 1940 en el Hospital R.M. a las nueve y veinticinco, y encontrara abrigo en la primera mamadera improvisada en botella de Naranjín.

Acontecimiento producido en un contexto general signado por otras calamidades, donde cosas peores pasaron. Como lo fueron en forma simultánea, el desarrollo de la segunda guerra mundial y en el ámbito local la más importante sudestada histórica que dejó bajo las aguas entre otros al barrio de La Boca, registrada el 15 de abril de ese año con una marca de 4,44 m sobre el nivel, y pico momentáneo de 4,65.

Luego, tanta agua corrió  bajo los puentes, Vida querida.

Hasta que la oscuridad tangible, rara mezcla de incertidumbre y temores te cubrió a partir de octubre de 2017, en ocasión de la visita de rutina que hice en el Servicio de Cardiología de la Fundación Dr. R.F.

Cuando en el momento de la despedida, el ojo atento del Dr. J.A.M. reparó en mi decaimiento y tras la observación del interior de párpados, sugirió la consulta con un gastroenterólogo ante la sospecha de que oculta y silenciosa, una eventual pérdida de sangre provocara la anemia que la palidez delataba.

Sospecha a la que debo, sigas palpitando y pueda contar la historia.

En apariencia, allí comenzaron a sobrevolar las sombras. Sin embargo, no debemos olvidar otras circunstancias que ya habían enturbiado la claridad tutelar de la Cruz del Sur colada entre follaje de árboles dormidos, para señalar el sendero a la felicidad.

Como la pérdida atroz e innecesaria de Stella Maris.

Compañera desde la adolescencia, madre de mis hijos, pilar y sostén de la familia que junto con el hermano, quien la convenció del viaje y sin saber la arrastró a su propio destino, cayó durante un vuelo interno en suelo cubano el 4 de noviembre de 2010 en la localidad de Guasimal, Sancti-Espíritus.

Y tener en cuenta, también, el síndrome del alejamiento del trabajo producido  seis años y cuatro meses después en abril de 2017, transcurridos sesenta años de servicio ininterrumpido en la misma Institución. En la cual, como Aspirante por ser menor de edad, me incorporé a la semana de haber concluido los estudios secundarios.

Llegado a este punto, pasar abruptamente de ser una máquina que cumplía jornadas de doce horas diarias por propia iniciativa y responsabilidad -no puedo descartar que incluyera la necesidad inconsciente de disminuir el dolor por tanta pérdida- a una inactividad forzada, produjo un fenómeno impensado en la conducta habitual.

Ajeno a la aparente tranquilidad, que la existencia sana y sin excesos daba según los chequeos generales que realizaba periódicamente, sin signos que hicieran presumir anomalía alguna.

Un agotamiento nunca sentido, que a pesar de los esfuerzos, me limitaba para cumplir otros cometidos relacionados con los propios intereses postergados.

La desaparición del muchacho dispuesto a todo sin reparar en costo ni condiciones. Caída libre en tobogán.

Mezcla de bajón físico y anímico que, equivocado, atribuí al cambio abrupto de rutina de un día para otro sin haber realizado ningún proceso previo de adaptación. Cuando lo cierto era, tal como meses después intuyera el Dr. J.A.M., que a más del alma golpeada tenía el cuerpo enfermo. Y de vieja data, según supiera.

Una vez más –parece una constante en mi existencia-, pasar de un estadio a otro sin posibilidad de reacomodarse. Ser arrojado al bañadero de los patos sin miramiento y a nadar como se pueda.

Con estos antecedentes y lo sugerido, inicié las averiguaciones para efectuar la consulta.

Sin conocimiento ni referencias concretas, orienté intuitivamente la búsqueda dentro de las posibilidades ofrecidas en la cartilla médica del servicio prepago de O., que llevó al recorrido que vengo transitando.

Intuición, providencia, o algo más tal vez. Vaya uno a saber.

Que me permitió comprender de manera amplia los alcances que abarca el vocablo “paciente”.

Paciencia y los atributos personales que hay que poner sobre la mesa, para honrar esa condición.

Voluntad, perseverancia, al servicio del afán de curarse. Prepotencia de superación. Luchar panza arriba como gato en la leñera en defensa propia. Bancársela al encontrarse solo frente a la multitud que vocifera, cuando suena la campana y hasta el banquito te sacan. Saber que, en última instancia, serás el actor principal de la película. El artífice, más allá de las intenciones y deseos de todos quienes te rodean y quieren, de atravesar con éxito el túnel para recuperar la luz que alumbra a la salida.

Bajo esos supuestos, a suerte y verdad tuvimos la fortuna de acertar con la primera decisión, que en forma natural y concatenada permitió encauzar el resto en la misma dirección y se comenzó a sembrar en aguas procelosas el espinel de profesionales que participarían del proceso. Equipo que aglutinó un verdadero elenco estelar, de esta actualizada proyección de “Los siete magníficos”.

Quienes posibilitaron que hoy, en la recta final esté frente a la computadora en el intento de sintetizar gracias a ellos, por si a alguien pudiera servir de estímulo, la pequeña historia anónima vivida como paciente.

Saber, por ejemplo, que con los avances científicos logrados desde que artero, el cuco embozado en las sombras mandaba la parada, hoy no la tiene tan fácil.

Que cabe abrigar la esperanza cierta de mirarlo a la cara. De sacarle el antifaz.

Recorrido que comenzó con el Dr. M.F. del  Instituto G., quien planteado el tema indicó la realización de una endoscopía colónica y gástrica, que practicó en persona.

Ese día, en contraste con el silencio que cubría el lugar, obnubilado al término del estudio escucho decir “Bueno, ya sabemos que pasa. Que descanse, y mañana nos vemos en el consultorio para hablar del asunto.” Al costado, mi hijo observa. Me penetra su mirada.

A la mañana siguiente, tras saludos de rigor  y breve introducción, soy impuesto de las conclusiones de los estudios realizados. Sin eufemismos, suena el término prohibido. Silenciado por incurable, reemplazado por cualquier otro sustituto desde niño para los de mi generación. Para preservarnos del miedo. Ocultar la existencia del cuco.

El mismo que en los años cincuenta, descubrí en pintadas callejeras que rezaban “Viva el cáncer”. El mismo, que no respeta pelo ni marca y ahora me toca enfrentar.

Qué le vamos a hacer. Levantar la cabeza, hacer de tripas corazón.

No entregarte regalada, Vida, sin hacer pata ancha. Revolear el poncho para que se asuste él.

Tras cartón, el Dr. M.F. al informarme que el Instituto tenía en la especialidad un equipo profesional de excelencia, conformado por el Dr. L.F.D.F. y sus ayudantes Dra. C.R. y Dr. B.N., extendió las órdenes para la urgente operación del adenocarcinoma gástrico detectado, la cual abarcó en última instancia estómago, bazo y ganglios periféricos.

Fue así nomás, como a la semana –sin tiempo de reaccionar como siempre-, me encuentro el 30 de noviembre de 2017 en el Sanatorio M.D., operado por el Dr. L.F.D.F. Para regresar a casa, luego de pasar por Terapia Intensiva y Sala de Piso, al filo de las fiestas de fin de año y continuar la recuperación bajo la tutela oncológica del Dr. E.D.C. que conduce el tratamiento de control, y la asistencia clínica del Dr. H.J.M.

Proceso que hasta el momento incluyó, la aplicación de veintitrés sesiones de rayos que día a día y en el mismo horario realicé en V.C.M., y de quimioterapia a través de la medicación de C. cuya ingesta finalizó el 11 de setiembre de 2018.

Como hecho curioso, cabe señalar aquí a modo de reflexión la coincidencia ese día de dos cuestiones diametralmente opuestas.

La lucha por retenerte por un lado y el aniversario de la destrucción y muerte producidas por el otro con el atentado a las Torres Gemelas. Cara y seca de una misma moneda.

Respecto del seguimiento de control, parece oportuno comentar en orden al grado de paciencia requerida, que hemos transitado este largo camino también con la aparición de molestos efectos colaterales no deseados, en su mayoría superados, producidos por el tratamiento en las distintas etapas y acerca de cuya posibilidad fuera debidamente advertido. Y bueno, habrá que aceptar que no hay mal que por bien no venga.

Como ser, pérdida excesiva de peso y llegar a irrisorios cuarenta y cinco kilos, decaimiento, episodios diarreicos, inusual apego a la cama, pesadillas, sueño entrecortado, falta de apetito, reflujo, rinitis crónica, escoriaciones profundas con sangrado en plantas y talones de pies y dedos de las manos, debilitamiento y pérdida de uñas, edemas significativos en pies, piernas, rodillas y zona genital.

Pero “por si esto fuera poco, señores pasajeros, y como obsequio de regalo” otros dos acontecimientos impensados –otra vez al agua, pato-, coronaron la secuela para corroborar el acatamiento ineludible  a  la premisa.

Paciencia, siempre paciencia.

Coincidente con la celebración del cumpleaños, la aparición súbita de una hernia inguinal de urgente resolución me depositó en la madrugada fría y ventosa en la guardia del M.D. Donde internado bien mansito y sujeto a la collera por el Dr. E.O. de E., la intervino al medio día. Percance que por tres noches permitió observar desde la ventana, diminuto planetario,  el desplazamiento moroso de la luna.

Como frutilla del postre, al despuntar el 8 de diciembre, la caída producida en la escalera al atender una urgencia intestinal provocó la fractura de la cúpula radial, y una fuerte contusión en el pómulo acompañada de impresionante hematoma que adornó el rostro de inmediato. Ojo de mapache. El accidente me llevó a asistir, una vez más, a la guardia del M.D., ya con carácter de habitué.

Enyesado por el servicio de urgencia y derivado al seguimiento traumatológico del Dr. L.M.V., hace cinco días fui dado de alta por éste y el hematoma, pasado más de  un mes y medio de producido tiende a desaparecer.

Hoy 23 de enero de 2019, como corolario de esta farragosa novela con ribetes de crónica de Ulrico Schmidel, vividas las vicisitudes relatadas nos prepararnos con la ansiedad propia de un misterio por develarse para la consulta con el Dr. E.D.C., recién reintegrado de vacaciones, con la premisa de conocer a la luz de los resultados de los últimos estudios, acerca de la efectividad del duro proceso que nos tuvo como protagonistas.

Carpetas en mano, salimos del edificio.

En la puerta abordamos el taxi rumbo al consultorio, ilusionados con portar noticias alentadoras. Encerradas en los sobres entregados por el C. de D. Dr. E.R. que ni siquiera abrí, criterio que adopto siempre por respeto a los profesionales y, confieso, también frente a la supina ignorancia respecto de temas médicos. Cada chancho en su teta es el modo de mamar.

Llegados al quinientos de Quintana, con la vista del campanario de la Iglesia del Pilar al frente bajamos del vehículo con la discreta dignidad que me permite la pesadez de las piernas, cubiertas de edemas.

Solícito, el encargado sale al encuentro y nos franquea el paso.

Superada con esfuerzo la breve escalinata que conduce al cuerpo de ascensores, la espera en silencio se eterniza.

Deseo llegar. Con esperanza de reencontrarnos en conjunción de cuerpo y alma, con la sonrisa inocente provocada por el balero de cedro de tachas refulgentes y el trompo de colores, que con sus fantásticos destellos deslumbraron la niñez.

Ahuyentar la pena. Volver a ser.

El ruido disonante de la detención brusca del ascensor en el noveno piso, corta la digresión.

Al tocar timbre, como mágico anticipo del resultado de la consulta pendiente, un estremecimiento incontenible sacude el cuerpo adormilado.

El pecho parece estallar. Anárquicas las pulsaciones aceleran, sin control. El vértigo desatado se propaga. Todo lo inflama. Siento tensar los músculos, perezosos hasta ayer. La espalda como tabla. Una percha por escote.

Desafiante el mentón, las piernas comienzan a danzar. Un paso adelante, uno al costado. Un paso adelante, otro al costado, repiten sin cesar. Los brazos en péndulo, comienzan a temblequear. Oscilantes las manos, acompañan con ritmo y sabor.

Zumba, zumba, retumba el tambor.

Fuegos imaginarios templan los parches. La calle germina en tañidos, sinfonía de color. Por el empedrado los tamboriles entran a repiquetear. La “cumparsa”, arrastra a candombear. Borocotó, borocotó. Chas, chás.

¡Regreso a la alegría, Vida, del carnaval…!