Elova

Hoy
La medicina, a la que dediqué la mayor parte de mi vida, me cautivó tanto como me tuvo cautivo. Mi día a día transcurría entre el hospital, los pacientes, las clases, los ateneos, los textos, las actualizaciones (los incesantes papers) … Dejarle un lugar a la música, a otras lecturas o al deporte siempre me provocaba una encubierta sensación de culpa. Un tiempo “robado” a eso que padecen los médicos: el interminable “estar al día”. Sin embargo, siempre estuve habitado por una devoción humanista, por lo cual atender esos escapes me robustecía.

Trataré de recuperar sucintamente aquellos días en que un problema de salud marcó un punto de inflexión en mi profesión. Ya estaba algo alejado del cenit de mi ejercicio médico, y no me faltaba mucho para cumplir los setenta.

Ayer
Cada vez que encuentro un espacio, gambeteo las obligaciones y me distraigo escribiendo. Dos cosas me atosigan cuando lo intento: las interminables correcciones y el inflexible axioma de que “todo puede ser mejor escrito”.

Sin embargo, ninguno de esos dos fantasmas me rondaba esos días. Era algo distinto. Desde hacía unas semanas, había algo que me incomodaba, un desasosiego que no lograba mitigar.

Varias veces, sentado frente a la computadora, intentaba escribir un cuento. Tenía una historia saltando entre las neuronas, pero una fuerza interior, una preocupación me distraía.

Esa languidez en mis sinapsis quizá tuviera algo que ver con una alteración que me preocupaba en un análisis de sangre y que confirmé por tercera vez. Los linfocitos, una fracción de los glóbulos blancos, estaban persistente y llamativamente altos.

Puse en marcha estudios para descartar una virosis crónica, el eventual vínculo con la radioterapia que había enfrentado tiempo atrás por un cáncer de próstata. Nada, no surgía ninguna explicación.

Hasta que algo más contundente dejó atrás las presunciones. Un brusco episodio de obstrucción intestinal me enfrentó a una cirugía por la que debí permanecer internado durante un mes. Ya de vuelta en casa y transcurridas unas semanas, al persistir los valores alterados de antes, un querido hematólogo, P.M., me solicitó estudios más complejos.

En el reposo obligado que sigue a un postoperatorio, y sin posibilidades de ejercer hasta la llegada de los resultados, volví a refugiarme en las intenciones de escribir. Fueron uno o dos cuentos, y algunas reflexiones o aforismos. Ahí los dejaba, escondidos en una carpeta de la PC, mientras mi atención seguía pendiente de aquellos análisis.

Mi amigo Luis P., para distraerme de la modorra anestesiante que provoca estar pendiente de análisis o estudios, me invitó a jugar al golf.

—Te va a hacer bien —me animó.

Era mi primera caminata después de un mes y medio. En el hoyo dos, una llamada me paralizó: mi hematólogo.

El mensaje fue escueto:

—Doc, las noticias no son buenas. La citometría de flujo dio positiva, lo suyo es un linfoproliferativo. Pase hoy por mi casa para que hablemos.

Me debo de haber puesto blanco, porque mi amigo me tomó del brazo interrogándome.

—Creo que estoy jodido, Luisito —me animé a responder, y le conté lo que acababa de escuchar.

—¿Querés que volvamos? —me dijo.

—Sigamos jugando —le respondí—. Cuando lo vea hoy a la tarde y me dé más detalles, te cuento.

La noticia me sonó demoledora. El diagnóstico: Linfoma del manto. Una afección maligna del sistema linfático, poco frecuente, de tratamiento y respuesta incierta.

A partir del diagnóstico, se puso en marcha el complejo abanico de estudios que corresponden a las afecciones de la sangre. Al mes, la presunción se confirmó. La propuesta era intentar seis ciclos de quimioterapia más el uso de un novedoso recurso llamado anticuerpos monoclonales. Se insinuó la posibilidad, según cuál fuera la respuesta, de complementar el tratamiento con un trasplante de médula ósea.

Recorrer el camino de biopsias, ecografías, punciones y otras encriptadas expresiones como RNM, SPECT, CITOMETRÍA DE FLUJO, ANÁLISIS INMUNOGENÉTICO, que a un médico no le resultan tan pesarosas, me llevó a imaginar lo engorroso que deben de ser estos pasos para el resto de los pacientes.

Las pocas expectativas de responder al tratamiento me desanimaban, y de a poco empezaba a vivir el proceso que suelen atravesar los enfermos frente al diagnóstico del “innombrable”. ¿No habrá un error, será cierto? ¿Cómo es posible, si no siento ningún malestar? Por las noches me despertaba pensando que todo aquello era un sueño. Los días sucesivos, me atosigaba: ¿Por qué a mí? ¿En qué no me cuidé? ¿Qué es lo que no hice bien? Y si la enfermedad era tan poco frecuente, ¿en Buenos Aires estarían dadas las condiciones para el mejor tratamiento?

Hicimos contactos, y el onco hematólogo con más experiencia en ese cuadro trabajaba en un prestigioso hospital de Texas especializado en cancer.

No voy a relatar la experiencia de aquel viaje: sería describir un periplo a las tinieblas. Solo diré que, desde la llegada al hotel y al hospital, me tocó asistir a un constante peregrinaje de personas que portaban, en sus caras y en sus bolsas repletas de placas y estudios, el sello de sus padecimientos.

El destacado especialista no dudó:

—Su enfermedad puede ser atendida igual que aquí en la institución que usted eligió.

Así que emprendí el regreso. Y en Buenos Aires volvieron los interrogantes. Estoy cerca de los setenta años —pensaba—, y con una vida bien vivida. ¿Para qué someterme a este estrago, sin saber ni siquiera si tendré cura?

Enfrenté a mi hematólogo y le expuse mis reparos.

—Confíe, doc, confíe —me dijo con una sonrisa tranquilizadora—. En lugar de luchar contra el tratamiento, hágase amigo de la quimio. —Sus palabras tuvieron un efecto contundente.

Poco después comencé el fatigoso camino de los ciclos. Lejos de calificarlo como una grata experiencia, solo puedo decir que se soporta. En mi caso, me apoyé en tres aliados: mis seres queridos, el deporte y tratar de escribir. Cuando no alcanzaba: música, música y más música.

El día siguiente a cada sesión, indefectiblemente, jugaba tenis o golf, todo cuanto daban las piernas, y cuando la cabeza se deshabitaba de fantasmas, ensayaba escribir. Aquel hábito era un grato refugio, aunque solo la emprendía con pequeñas historias, cuentos entenebrecidos por un espíritu acerbo, y que terminaba desechando. Lo que más fluidamente me salía eran los aforismos o reflexiones, chispazos de inspiración donde alternaba conclusiones que creía profundas con arranques festivos cargados de ironía.

Un detalle menor pero inolvidable era el horrible sabor amargo de los no sé cuántos comprimidos de dexametasona que debía tragar por semana. Me impregnaba el paladar y no había miel que lo mitigara. Tiempo después reparé en que, si las hacía preparar envolviéndolas en cápsulas, se volvían absolutamente digeribles.

Salvo ese detalle, no padecí grandes contratiempos. El cansancio, el músculo amodorrado, menos apetito, las náuseas, la panza revuelta, la pelada universal, alguna esperable caída de los glóbulos blancos y pasajeras complicaciones infecciosas, todas precozmente tratadas, fueron la rutina de aquel tratamiento.

Mientras tanto, aquellos viajes de mi imaginación parecían haber quedado sin transporte. Me sentía preso de una creatividad amodorrada que no me dejaba concebir nada nuevo. ¿Qué le pasa a mi alma que está tan vacía?, me decía. ¿Dónde se escondieron los cuentos, las palabras? ¿Estarán de vacaciones, como las musas de Serrat? Sentía que mis emociones, la imaginación, se habían vuelto sedentarias y no querían viajar a ningún lado. ¿Por qué no conseguía sentarme a escribir? La creatividad, ausente sin aviso, me había dejado en manos de ese ocio no buscado, repleto de silencio.

Mi escape era la música. Sin embargo, las reproducciones que descargaba el IPOD, esta moderna cajita musical, sonaban sin evocaciones, y sus melodías no lograban emocionarme. No importaba el peso del autor o el ejecutante, las notas habían perdido el tono, su coloratura era un rumor lejano y poco definido.

Una mañana, la caricia sonora del “adaggieto” de Mahler me arrancó un regocijo vibrante, que desperezó mi modorra. Con el último sonido lánguido del chelo, el comienzo de las trompetas y la trompa, volví a la rutina de escarbar mi interior en busca de una idea que me sacara de la nada. Solo me sentía capaz de reproducir la fatigosa rutina, pobre de trascendencia y poblada de lugares comunes.

¿Pero no sería demasiada pretensión sentir bienestar frente a ese bombardeo de fármacos y drogas? Si me lo hubiera preguntado un paciente, le habría respondido con un rotundo sí.

Los médicos transitamos por un costado el sendero de la enfermedad. Creemos que el polvo que levantan sus caminantes no llegará a nosotros. Nos engañamos imaginando que ese atajo no reconoce nuestros pasos, que le somos ajenos. La pérdida del bienestar físico y todo su cortejo de lamentos, cirugías, pastillas, estudios, expectativas y temores, son circunstancias alejadas de nuestros cuerpos, nos imaginamos exentos. Son los otros los que trastabillan, caen o quienes no vuelven a levantarse. ¡Cuánta negación! ¡Nosotros, los irrompibles médicos, seguimos sin tropezar, de pie o caminando!

Pero no es el ejercicio de este bello oficio el que nos provoca esa falsa inmunidad. Un querido amigo me contó que, cuando tenía cinco años, lo visitó su pediatra, y el médico se excusó ante la madre por no haber podido verlo el día anterior porque había estado en cama… Cuando el doctor se fue, mi amigo, con total inocencia, le preguntó a la madre cómo era posible que se hubiera enfermado, si era médico…

Al concluir el sexto ciclo, yo ya no extrañaba mi trabajo en el hospital ni mis viajes a la imaginación. Mi idea fija era terminar con el tratamiento. Mi mujer, los chicos, los amigos me alentaban con la compañía y sus palabras.

Pero aún faltaba algo más. Los médicos me comunicaron que debía enfrentar un trasplante de médula. Conocía muy por arriba sus pasos, pero vivirlos en mi cuerpo fue una experiencia fuerte.

Primero hay que hacer una extensa recorrida de estudios y consultas para establecer que no existe ningún foco oculto, sea de un órgano interno, la piel o una pieza dentaria. Al finalizar todas las valoraciones, que concluyeron con un excelente resultado, le deslicé al médico:

—Si no fuera porque estoy muy enfermo, estoy muy sano.

A partir de ahí fui sometido a una intensa serie de quimioterapia, destinada a barrer hasta el último rastro de las células que habitan la sangre. En pocos días me quedé sin ningún glóbulo rojo, ningún glóbulo blanco, ninguna plaqueta.

Me advirtieron que, en el momento que sintiese dolor en los huesos, me presentara de inmediato para ser sometido a una extracción/reposición de sangre.

Una madrugada, una extraña sensación de que algo explotaba dentro de mí me atravesó la espalda y las piernas. Era la señal esperada, y corresponde al momento en que la médula ósea comienza a fabricar elementos nuevos y sanos, volcándolos al torrente sanguíneo.

Al llegar me acostaron en un lugar confortable, donde de un brazo me extraían muchos litros de sangre, creo que algo así como unos cuarenta, y el diez por ciento se reinyecta por el otro brazo, para mantener constante el caudal sanguíneo. De lo extraído se separa y aíslan células, nuevas y vitales, que son desviadas a una cámara de nitrógeno líquido a 198 grados bajo cero y preservadas hasta el día de su uso.

Cumplido ese paso, me ingresaron a un cuarto aislado, dotado de todos los elementos para asegurar una asepsia perfecta. Carecer de glóbulos blancos, esos soldaditos que nos defienden de infecciones conllevan, un riesgo importante. Entre tanto, era sostenido con transfusiones de glóbulos rojos y plaquetas. El día indicado, se procede al “trasplante”, que consiste en administrar por vena ese “extracto” que se ha mantenido congelado.

Esas células serán las “precursoras”, las encargadas de conformar una médula nueva y sana, carente de las viejas células enfermas. Entonces comienza un período de incertidumbre, hasta la llegada del primer glóbulo blanco, lo que indica que esa “nueva médula” comenzó a funcionar. El fantasma es la infección a la que está expuesto un cuerpo sin las defensas de la inmunidad celular, los esperados glóbulos blancos. La pericia, la profesionalidad y el entrenamiento de todo el personal hacen que esa grave eventualidad sea controlada. El período de espera es aleatorio: puede ser de catorce, dieciséis, veinte días, hasta que llegue la respuesta salvadora. Un goteo constante de Fentanilo en las venas (una droga milagrosa) cumple la función de que esas interminables horas de aislamiento transcurran en paz.

Tras algunas infecciones, atacadas y resueltas, el día dieciocho apareció el primer glóbulo blanco. La mirada de júbilo de la enfermera fue una chispa de alegría. Después, diez glóbulos blancos, ochenta, doscientos, hasta que unos días después, en el recuento de la fórmula, llega el número prodigioso: ¡QUINIENTOS!

Alcanzada esa cifra, el chispazo de alegría que provocó el primer glóbulo blanco se convirtió en un resplandor de esperanza.

A partir de ese punto, los milagrosos anticuerpos monoclonales (¡bendito Cesar Milstein!) consolidarán la recuperación. El último veredicto lo dará el tiempo.

Después 

Volví a casa con la imagen marchita de un cuerpo magro, despoblado de músculos y anémico de ánimo y proyectos. Fueron días duros. Pararme al dejar la cama, apenas caminar o sostener el tubo del teléfono me dejaban exhausto.

Dos meses después, un amigo me invitó al gimnasio de su casa, muy cerca de la mía, y a través de su personal trainer, comencé una laboriosa tarea de recuperación.

Ya comía bien, gané peso y volví a tomar vino. Recuerdo el sabor agrio de aquel primer sorbo. Pero Baco no es afecto a los rechazos, y pude recuperar mi placer por el rouge.

A los seis meses me reintegré a la cátedra del hospital, y mi vida se reorganizó. Volvieron los conciertos y las óperas, las salidas, los festejos, el deporte, y también, retomé la atención médica. Pero, sobre todo: volví a escribir. Sin oficio, ni correctores, la emprendí con algunos cuentos y seguí con mi afición por los aforismos.

Unos años después, una noticia sacudió a nuestra familia. Me tocó presenciar el nacimiento de un nieto que, por una desgraciada mala praxis, nació tras una prolongada anoxia. Esa falta de oxígeno le provocó una parálisis cerebral y una invalidez definitiva.

El hecho melló profundamente mi sentido festivo de la vida y me sumergió en una gran depresión. Mi esposa, mi mal elegida víctima, me empujó a buscar ayuda en una psicóloga dedicada a “terapia de familia”. Aunque soy algo renuente a esas disciplinas, acepté.

Mi habitual decir escueto entorpecía el avance terapéutico. Comunicarse es esencial en esos intentos, y la doctora debía conformarse con escuchar lo que le leía: ideas que pensaba durante la semana y volcaba en mi agenda electrónica. Ella anotaba algunas y me devolvía sus comentarios.

Un día leí una que decía: Desde que nació mi nieto, viajaba por la geografía de la tristeza, tan al Oeste, que sentía que el sol no habría de alcanzarme nunca.

Recuerdo que apoyó sus manos en mi brazo, un gesto desusado en ella, que me conmovió. Me miró a los ojos, pronunció mi nombre y dijo:

—¿Qué piensa hacer con todo eso?

Me quedé mirándola.

—Es mi descarga —atiné a decir.

—Me parecen muy valiosas. Por qué no se anima, arma un librito y las publica. Yo les veo pasta. Y además de ser un comienzo, puede ser sanador.

Le faltaba un dato más a esta pequeña historia. Una mañana amanecí con fiebre, fui al hospital y un hemograma de urgencia detectó que mis glóbulos blancos estaban muy descendidos. Montado en un susto fenomenal, me hice ver por el equipo de trasplante.

—Es una leucopenia de riesgo —me dijeron. Y cuando se enteraron de que seguía concurriendo al hospital, reaccionaron con severidad.

—¡Doctor, usted es un irresponsable! Sabe que quedó con muy poca gama globulina, eso significa que tiene muy pocas defensas, lo que lo convierte en un caldo de cultivo a las infecciones, ¡y pasa horas en un medio plagado de gérmenes!

Fue mi último día de hospital.

Las mañanas comenzaron a ser mías y, con esas horas de más, el deseado tiempo para leer y, sobre todo, para escribir. Las palabras de la doctora quedaron bailando dentro de mí, y fue así como parí mi primer libro. Eran decenas de opiniones, alguna poesía y sobre todo aforismos, con su compacta expresividad.

La presentación, ante unas doscientas personas, me llenó de entusiasmo y me animó a seguir. Así que la emprendí con algunos cuentos y un día me animé a comenzar una novela.

Un dato que me llegó en forma fortuita terminó resultando salvador: empecé a participar de un taller de escritura creativa, al que todavía asisto. Así, pasé de los palotes a las vocales…, y ahora merodeo el mundo de la elipsis, la prolepsis y la metonimia, donde intento cuidarme de la anfibología, la sobre adjetivación y el solecismo, todo un horizonte que se ensancha, año tras año.

Como en el famoso cuento de Rodolfo Walsh, en el que una breve nota al pie se va ampliando a cada página hasta abarcar todo el texto, mi condición de escritor fue creciendo con cada línea que me animé a escribir, y pasó de ser un simple asterisco en mi vida como médico a convertirse en el verdadero protagonista de mi historia.

Antes era un médico que escribía, ahora soy un escritor que todavía asiste a pacientes.

A la primera publicación, en el 2008, hoy, diez años después, la han sucedido otras (siempre en ediciones de autor: “El escritor no tiene quien lo lea”, diría García Márquez). También me tocó el halago de algunos premios menores.

Enumero los libros que escribí, solamente para poner de relieve que las horas que me regaló el no ir al hospital y sólo dedicarme a mi práctica privada fueron fructíferas. Es un total de once libros: tres volúmenes con más de 1500 aforismos, reflexiones y poemas; tres novelas; cuatro libros de cuentos y uno de memorias.

Han transcurrido diez y ocho años de aquella experiencia. No paro de agradecerle a la vida que haya puesto en mis días el duro desafío de una enfermedad, y que esa ciencia que nutrió mi carrera me ayudara a superar.

Dos faros me iluminaron: la lectura especular del paciente-médico, que me redimensionó la relación médico-paciente, enriqueciéndola, y ponerme frente a ese camino que me permitió alojar a un ser nuevo, apenas insinuado en aquellos lejanos días.

Aquel ominoso nombre, Linfoma del manto, le permitió al médico que lo padeció engendrar, a través de su sangre nueva, a un escritor, ahora cubierto por otro manto: un manto de luz.