Mar Terrena

“En los tiempos sombríos, ¿se cantará también?

También se cantará sobre los tiempos sombríos”

Bertold Bretch

Siempre en las películas de Hollywood, el enfermo de cáncer pregunta:

– “Doctor ¿cuánto tiempo me queda?”

Y el doctor suele poder responderle.

Éste no fue mi caso, porque mi caso no era (ni es) común. Es “poco frecuente”. Tanto que, aparentemente, por un comentario que me hicieron en una de las muchas consultas que realicé, sólo había -en el 2013- 200 casos registrados en el mundo. Hoy habrá 201, supongo.

Sin embargo, es un caso de cáncer. Como todos los casos de cáncer: duro, difícil, con secuelas inevitables a nivel físico, emocional, psicológico, social.

De todos los años transcurridos desde el diagnóstico, me quedan sensaciones, momentos, pensamientos. Son como flashes que van y vienen de un tiempo que me gustaría poder olvidar. Pero que hacen a lo que soy hoy; y si los olvidara, ¿quién sería?

Podría contar paso a paso todo lo que hice (hicimos, con mi familia acompañándome todas y cada una de las veces, sin dejarme caer ni una vez) pero quizá sea mejor contar las sensaciones que viví y permanecen a través de los años.

Puedo decir, entonces, que tengo dos tipos de sensaciones, como imágenes que aparecen y desaparecen. Están las que, supongo, comparto con muchos enfermos de cáncer; y están aquellas que son sólo mías. Pero… ¿cómo podría separar las percepciones propias de las compartidas? Es una tarea compleja, porque son impresiones que caminan juntas, entrelazadas.

Sin embargo, voy a intentarlo, y sepan disculpar si no queda del todo claro, ya que ni yo misma logro esclarecerlas a pesar del tiempo que pasó.

Trataré de empezar por las que, creo, son las más universales. Esas que nos quedan a flor de piel, las que convergen con los demás pacientes.

Son las sensaciones que quedaron grabadas para siempre en mi memoria (aunque haya muchas situaciones y circunstancias que haya olvidado), como si fueran avances de una película:

La primera internación (seguida de muchas otras), tan temprano, para la cirugía.

La llegada en camilla a la sala de cirugía y la luz del quirófano, en todos y cada uno de los que estuve. Tan potente, tan clara, tan aséptica.

Sentirme un paquete que va y que viene de la cama a la camilla y de la camilla a la cama.

Despertarme de las anestesias como si estuviera volando y diez minutos más tarde cayendo en caída libre y sintiendo los dolores más profundos.

La expectativa por el resultado de la biopsia días después de cada cirugía, anhelando que esta vez fuera diferente.

La espera infinita en salas, justamente, de espera… la ironía de tener que esperar, cuando no hay tiempo que perder.

Y están las imágenes propias, que también quedaron grabadas a fuego en mis recuerdos:

El médico diciéndome que era un tumor maligno y poco frecuente (insistente con esa frase.   Así es el Leiomiosarcoma de cuero cabelludo, más semejante a un trabalenguas que a un tipo de cáncer).

Mi reacción a la noticia que, casi podría decir, ignoré.

Los rayos en el cuello y la zona de la parótida izquierda, con esa  máscara sobrecogedora, aterradora. Siempre bromeaba, para evitar el espanto, diciendo que era el hombre de la máscara de hierro.

Despertarme con un respirador después de ESA cirugía. Esa, a partir de la cual no pude comer, ni hablar bien, ni besar, ni cantar como tanto me gustaba. Esa que paralizó mi lengua hasta el día de hoy. Un daño colateral, un bisturí demasiado profundo, un nervio que no debió cruzarse en su camino.

Los médicos y enfermeras que pasaban por mi habitación como si fueran imágenes distorsionadas, casi fantasmales, muchas, una atrás de otra, permanentemente.

La vuelta a la manzana en el esfuerzo diario de caminar, con mis dos hijos sosteniéndome.

La tristeza de mi marido, que intentaba disimular con su sonrisa siempre generosa.

Más tarde, meses después, la temida quimioterapia, que finalmente no fue tan dura.

Y los estudios, decenas de estudios: PET, tomografías, resonancias, radiografías.

Aunque tengo todas estas percepciones dando vueltas en mi cabeza, no me resulta fácil rememorar momentos puntuales. Algunos vienen solos y otros los tengo que buscar y rebuscar en mi memoria.

Los que vienen solos son los que veo todos los días al mirarme al espejo, al ponerme el pañuelo en la cabeza, al bañarme. Los cambios físicos son notorios y limitantes.

Podría nombrar, por ejemplo, la falta de la mitad del cuero cabelludo -reemplazado por piel sintética- y la falta de los músculos del cuello de ambos lados (también llamados como un trabalenguas: “Esternocleidomastoideos”).

Y las cicatrices múltiples en casi todo el cuerpo, dónde los médicos buscaron músculos que sirvieran de reemplazo al cuero cabelludo (que no sirvieron), venas que hicieran de canales para la irrigación hacia la piel de la cabeza (que no lo fueron), lugares donde poner botones gástricos para poder alimentarme a través de sondas (que terminé no usando).

Mi cuerpo, como muchos cuerpos con cáncer, es un mapa de cicatrices, algunas veces necesarias y otras inútiles, pero que hoy están como otra prueba de las mil peleas, literalmente a muerte, por las que pasé.

Sin embargo, los cambios no fueron sólo físicos, aunque éstos contribuyeron mucho al otro gran cambio: tener siempre esta permanente sensación de ser otra persona y la convicción de haber cambiado casi por completo; que la persona que era (y que todavía anda dando vueltas dentro de mí) me lo reclame incluso hoy; y sentir que los demás también esperan encontrar a la que supe ser, aunque esa ya nunca va a volver.

Quizá es que por eso que ya no quedan tantos amigos, y sospecho que ésta es una situación que compartimos muchos de los enfermos de cáncer. ¿Qué pasó con los que faltan?  ¿Desaparecieron porque no supieron, pudieron o quisieron enfrentarse a la cercanía de la muerte, a saberse a sí mismos mortales? ¿O desaparecieron por el cambio profundo que hay en mi cuerpo?

Pero, afortunadamente, no todos se esfumaron. Quedan aquellos amigos fuertes, valiosos. Y mi familia, esa que estuvo, está y estará siempre. Las personas imprescindibles.

Además de impresiones, asociadas a recuerdos y momentos puntuales, tengo pensamientos. Éstos son más difíciles de poner en palabras; están anudados, y es complejo y delicado intentar desenredarlos.

Puedo dividir el proceso de mi enfermedad en cuatro etapas: la etapa del descubrimiento, en mi ciudad, donde pasé el primer año y varias cirugías (en esta etapa descubrí el cáncer y la desazón por los amigos que no eran tales); la etapa Buenos Aires, a donde fui derivada por el cirujano de mi lugar y que, junto con la siguiente, la etapa Córdoba (donde llegué casi desahuciada, a refugiarme en mi familia grande) fueron las dos más duras. Y la etapa calma, por la que estoy transitando.

Si existiera la “muerte por pensar”, y no existieran los libros (benditos y salvadores libros), yo hubiera muerto en mi etapa Buenos Aires (quizá también en mi etapa Córdoba) porque no podía dejar de pensar. Incluso mientras la gente alrededor mío hablaba, yo pensaba en mil cosas y en una: mi cuerpo con cáncer, casi destrozado por las cirugías y sus daños colaterales.

La gente querida me rodeaba y yo sólo podía estar conmigo, adentro mío. Ya no prestaba atención a lo que me contaban porque, como le pasó a uno de los personajes de Ken Follett en La Caída de los Gigantes (uno de esos tantos libros que me salvó de la locura) “después de haber estado en el campo de batalla, se dio cuenta de que le resultaría difícil tomarse en serio muchas de las cosas que preocupaban a la gente en tiempos de paz”.

Tengo una libreta que me regalaron mis hijos durante un cumpleaños que pasé internada y donde me preguntaba al respecto, hace cuatro años: “¿Cómo hago para interesarme por la charla de los demás, cuando hablan de cosas mundanas, después de haber pasado por el campo de batalla que me tocó? Tengo que ser capaz de entender que al otro esas cosas le afectan y poder aceptarlos de verdad”.

Así me sentí en la etapa Buenos Aires. En un campo de batalla en el que me percibía y pensaba derrotada. Son momentos en los que estuve en el ojo del huracán, en el medio de una tormenta interminable. Muchas veces volví al principio y siempre tenía la impresión de dar un paso adelante y cuatro atrás. Es muy difícil salir de esos sentires.

En esa libreta también escribí -ya en mi etapa Córdoba- sobre la muerte de mi padre un año antes. Murió mientras yo estaba haciendo los primeros rayos (esos de la máscara siniestra) y mientras volvía a aparecer otro tumor en el cuero cabelludo.

No sé si alguna vez pude transitar ese duelo.

Sí pude caminar todos los demás: el duelo por mi cuerpo mutilado y arruinado (sin lengua y sin cabello, con cicatrices en todos los rincones), el duelo por los que se decían amigos, el duelo por mi trabajo (que ya nunca voy a poder hacer), el duelo por la que era y ya no soy.

Y el duelo por mí misma, porque me costó entender y asimilar que soy una estadística; diría que casi me niego a serlo. Porque también se complica darme cuenta de que soy una más de los 7.000 millones de personas del planeta, algo así como una gota de agua en el río o una planta más de la selva.

Tengo la casi certeza de que la mayoría de estos sentimientos, momentos y pensamientos  los comparto con muchos enfermos de cáncer como yo. Sensaciones que tienen que ver con todos esos duelos que fui haciendo a lo largo del proceso, con la presencia de la enfermedad. De una u otra forma, de todo se vuelve. Y todo se termina.

Otro sentimiento en el que seguramente coincido con otros enfermos de cáncer, es el de cierto enojo hacia las personas que me decían lo que tenía que hacer, cómo hacerlo y cuándo hacerlo. Los que me recomendaban toda clase de alternativas y, en cierta manera, me hicieron ilusionar con el fin del cáncer. En los momentos más álgidos, me resultó muy difícil entenderlos; demasiada era la pelea que estaba dando para poder prestarles atención y darme cuenta de que muchos lo hacían porque querían lo mejor para mí.

También estuvieron los otros, pocos, los que me hicieron sentir que, en alguna medida, el cáncer era responsabilidad mía. Esos ya no están en mi etapa de calma, lo que me alivia mucho y contribuye a esta tranquilidad.

Escribo un párrafo aparte para enfermeras y médicos. De las primeras, hubo muchas, muchísimas. Todas excelentes: incluso hubo una que me regaló un libro de ayuda para los enfermos de cáncer y otro con mandalas para colorear. Que nunca pude pintar.

Los médicos, de todos los tipos. El práctico, el empático, el soberbio, el que nunca supo lo que hacía, el que siempre supo lo que hacía. Mi tipo de cáncer, como dije más arriba, no es común. Y los médicos (aunque me costó mucho entender esto) al fin y al cabo también son personas.

Para ir culminando mi historia: el Leiomiosarcoma, en el primer año, se desplazó del cuero cabelludo a los ganglios del cuello y la parótida izquierda, y más adelante a los ganglios del lado derecho del cuello. Y en los meses siguientes, a los pulmones.

Dos años después del primer diagnóstico y casi desahuciada, llegué a la medicación, que no se sabía exactamente si iba a funcionar, pero que funcionó. Llevo tres años tomándola. Y más de cinco desde mi diagnóstico, para un tipo de cáncer en el que la sobrevida, de sólo un pequeñísimo porcentaje, alcanza los cinco años.

Éste que aquí termino es el relato de mis sensaciones y pensamientos con respecto al cáncer que me tocó; este tipo de sarcoma tan raro que vengo esquivando aunque siempre lo llevo conmigo (otra rara sensación de ser dos personas diferentes: la que esquiva pero al mismo tiempo contiene).

La enfermedad no me enseñó, sino que me vi obligada a aprender a vivir hoy, a dar valor a todos los momentos, a descubrir que hay gente increíble que me ama y a la que amo infinitamente, la que me acompañó y acompaña siempre.

Toda mi vida pensé en escribir y siempre pensé que no era lo suficientemente creativa para hacerlo. Aunque mi ilusión era escribir ficción, ahora tengo esta oportunidad, con un tema que realmente conozco.

Estoy escribiendo un relato sobre mi cáncer.

Estoy escribiendo un relato.

Estoy escribiendo.

Que no es poco.