Fines de octubre de 2008. La primavera comienza a apretar un poco más los termómetros y el agotamiento del año ya se empieza a sentir en el andar cansado de la gente y su impaciencia de andar apurado, como si eso fuese el signo primordial de mostrarse vivo. Pero sin mirar mucho esos detalles, igual hay que transitar la llegada de fin de año para arrancar uno nuevo, mucho mejor. Así es siempre el pensamiento de Julia: ser positiva y creer que siempre va a venir algo mejor.

Una mañana de ese octubre, Julia pone su primer pie fuera de la cama dándole inicio a su rutina: levantarse y preparar el desayuno para parte de la familia. Ella vive con su marido, Ricardo, y sus tres hijos, Walter (27), Corina (22) y Agostina (12). Ricardo y Agostina son los más madrugadores, por lo que Julia se encarga, como cada mañana, de prepararles el desayuno.

Café con leche y televisión de fondo de por medio, ella le dice a Ricardo:

­–Hoy voy al centro médico para hacerme la mamografía de rutina. Cuando vuelvo, paso por el mercado, así compro algo para la cena.

Ambas actividades, cree, no puede llevarle mucho tiempo. Pero no sabe aún que hoy comienza el principio de muchas esperas.

Finalizan el desayuno. Julia termina de levantar la mesa, se prepara (coqueta como siempre) y va a realizarse su estudio.

Al llegar al centro médico, se presenta en recepción, brinda sus datos personales, y escucha el típico speech de secretaria:

–Tome asiento, la doctora la va a llamar por su nombre.

Encuentra un lugar para sentarse. Frente a ella una señora, ya entrada en años, está tejiendo. Al verla, Julia no puede evitar pensar qué se puede tejer con ese calor, en pleno mes de octubre. Husmeando un poco más, ve que el modelo futuro del tejido sería un bebé, e intuye que esa señora será abuela en invierno. Mientras reflexiona sobre lo lindo que sería saber tejer, pese a su falta de tiempo para aprender, desde uno de los boxes escucha su nombre y apellido.

Ingresa al consultorio, y sin que le digan qué tiene que hacer; se saca la remera floreada que luce, se saca el corpiño y comienzan esos tediosos minutos en los que, además de tolerar la presión sobre los senos, le piden que deje de respirar. Éste debe ser uno de los pocos momentos en donde la medicina pide al paciente dejar de respirar. Ironías de la vida.

–Bueno, listo gordi, espera afuera un ratito– le dice la médica una vez finalizado el estudio.

Julia se viste y sale a la sala de espera, donde nota que varias personas, incluso la señora del tejido, ya se retiraron.

Pasa un buen tiempo esperando, y su única preocupación es que no le cierre el mercado, pero comienza a inquietarse al ver que ya le tendrían que haber llamado para avisarle cuándo retirar el informe, sobre todo porque ya lo hicieron otras personas cuyos turnos eran posteriores al suyo.

Por fin la llaman. Le informan que hay que repetir el estudio para ver la imagen más ampliada y que el informe estará en los próximos seis días. Solo eso. Vuelve a ingresar al consultorio, repiten todo y se retira del centro médico. Vuelve caminando, haciendo las compras que había dicho a la mañana. Esa misma noche, mientras cenan, su marido le pregunta cómo le fue, a lo que ella responde simplemente que bien. Nada más.

Tras seis largos días de espera, y con el sobre de sus estudios ya en mano, Julia lo abre, lee el informe y percibe que algo no está dentro de los parámetros normales. Nervios, angustia, y temor a lo desconocido invaden su cabeza.

Se dirige a su hospital público de confianza, porque carece de obra social o prepaga alguna, y allí pide una consulta con el área de patología mamaria.

Ya con la médica enfrente, saca el sobre de su cartera y lo deja en manos de la profesional, casi como dejando también, con ese sobre, su vida. Tras leer lo manifestado el resultado, la doctora le sugiere como primera instancia realizar una biopsia para poder evacuar dudas de lo observado.

Asustada, nerviosa y temerosa, llora frente a la médica, quien le ofrece realizar una consulta con una profesional en psicoprofilaxis para sentirse acompañada en el transcurso de este nuevo proceso.

 

Se acerca la noche, y con ella, la obligación de hablar. Debe decirlo. Durante la cena, aprovechando que está toda la familia, deja los cubiertos sobre la mesa y procede a contarles la situación, comentando además que pronto comenzará a realizarse los estudios pre-quirúrgicos para la biopsia, para lo cual pronto le darán la fecha de operación.

–Te veo el 14 de enero para la biopsia. –dice la médica.

Los ojos de Julia se llenan de muchas cosas, porque ese día ella estará cumpliendo 50 años. Al saber esto la doctora le dice:

–¡No te preocupes! Andá tranquila, disfrutá de tus vacaciones y de tu cumpleaños y nos vemos el 16 de enero”.

El 14 de enero, Julia festeja sus 50 años junto a sus amigos y familia, bien arriba como le gusta a ella. Al día siguiente, bajo uno de esos calores bien porteños, se interna para realizarse la biopsia al día posterior.

Ya el 17 de enero, todo terminó. Julia, Ricardo y Agostina arman las valijas rumbo a sus vacaciones, sabiendo que el resultado estará dentro de un mes. Los días parecen pasar lentamente, pero el clima y los mates en la playa junto a su amado parecen ser un buen bálsamo.

Ya en febrero, retornan al hogar para retirar los resultados de la biopsia. Su fe la tranquiliza, está cien por ciento segura que el resultado será negativo y que ellos volverán al día siguiente a retomar sus vacaciones. Julia, junto a Ricardo, llega al hospital y retiran los resultados. Esta vez Julia debe guardar su ansiedad y se queda sin poder ojear esas hojas para a ver con precisión el resultado final.

Bronceada y con un aspecto coqueto y relajado llega a su cita. Los profesionales allí presentes leen el resultado. Julia y Ricardo permanecen, como siempre, tomados de la mano esperando escuchar el resultado. Ansiedad.

–Bueno Julia –dice finalmente uno de los médicos–, el resultado es positivo.  Tenemos que operar. El rostro de Julia se paraliza y estalla en llanto, dolor y angustia. Por un instante, se ve en una fos0a y ella allí dentro. Resultado positivo. Tiene cáncer. Ricardo la abraza y llora junto a ella. Una de los profesionales allí presente la toma de sus manos y le dice que “todo estará bien”.

El blanco, el bloqueo mental de Julia es tan intenso que apenas puede escuchar que la operación será el 13 de marzo.

Al salir, se encuentran con la especialista en psicoprofilaxis, quien al verla tan angustiada, decide conversar un rato con Julia. Desde la puerta del consultorio, comienza a contarle el resultado, su angustia la invade y dice que no quiere hablar y que quiere irse, y así lo hizo. Ella sólo quiere resguardarse en silencio y hablar consigo misma. Busca rápidamente la salida del hospital, casi anhelando también que esa salida fuese también una escapatoria del diagnóstico, y que al salir todo quedaría muros adentro. Sabe que eso no sucederá, pero siente que no quiere seguir allí dentro.

Ya en su casa, Julia se mantiene en silencio. Ricardo, fiel a ella, lo respeta, aunque no sabe bien si su propio silencio es por no saber qué hacer o qué decir. Durante el almuerzo, Julia rompe el silencio y les da la noticia a sus hijos, recordando y reproduciendo cada palabra mencionada por la médica para que todos puedan escucharlas, incluso ella misma. Al finalizar, respira profundo y agrega:

-Voy a estar bien.

Hay cosas de las que no se puede escapar. El amor, por ejemplo. Julia supo ser amada por muchos de sus seres queridos, quienes están a la espera de novedades de su estado. Respondiendo a ese amor, Julia hace un par de llamados y explica su situación enfatizando que no quiere ver a nadie. Al terminar la última comunicación, mira a Ricardo y le dice:

-Agarremos todo, volvamos a la costa.

Por primera vez en más de 20 años de viajes por la ruta 2, no hay música ni radio; solo silencio y sollozos. Temor, conmoción y preguntas sin respuesta a su propia fe. Miedo de muerte.

Cuando llegan Santa Clara del Mar, se encuentra con su prima que allí veraneaba también. Julia se enfrenta a la pregunta: “Y, ¿cómo te fue?”. Esa pregunta que encierra una respuesta en pasado –“me fue mal”-, una en presente –“me siento mal”- y un futuro incierto. Su rostro está cansado y marcado por la angustia. Esa noche, aún sumidos en silencio, cenan algo -lo que el estómago cerrado permitiese-, y se van a descansar, o al menos a intentarlo. Julia llora junto a Ricardo en su cama hasta dormirse.

Ya por la mañana, Julia se levanta, ve que el tiempo está espléndido y le dice a Ricardo:

–¿Vamos a la playa? El día está precioso.

Ya no se ven lágrimas en su rostro, sino ganas de disfrutar hasta el último día, hasta el 2 de marzo, cuando deben regresar al hogar.

Ya de vuelta en la ciudad, Julia comienza los preparativos para el prequirúrgico, requisito previo a su mastectomía parcial determinada para el 13 de marzo.

El 11 marzo, el mismo día en que Agostina cumple 13 años, Julia debe internarse. Una vez más, la incertidumbre en medio de un festejo, pero esta vez no había forma de zafar. O tal vez, si…

Esa mañana, antes de internarse, y sabiéndose ausente, se esmera y prepara una cena y una torta para el festejo de su hija.

Por la tarde, se le ocurre que quizá esa noche podría salir del hospital, celebrar con su hija en su casa y luego regresar.

Ya en su habitación, conoce a su compañera de cuarto, -una joven que debía ser intervenida de cáncer de útero- y, ahora, su cómplice.

Hablando de paciente a paciente, de mujer a mujer, Julia arregla su coartada con la joven en caso que la enfermera preguntara por ella en su ausencia.

Llama a Ricardo para que la pase a buscar. Audaz e inocente, casi con la picardía de una adolescente pero con el amor de una madre, siente que nada puede frenar ese riesgo a correr.

Luego de pasar tres horas en el festejo hogareño, Ricardo la alcanza al hospital y ella, despacito y sigilosa, ingresa por el corredor hasta su habitación. Allí, su compañera y cómplice de la aventura le dice que la enfermera había pasado y le preguntó por la paciente que faltaba en su cama, y que ella contestó, según lo pactado, que la habían llevado para la marcación para la intervención, pero que aquella enfermera que no parecía haberse recibido la semana anterior, no le creyó demasiado.

Julia, apresurada ya en camisón, está acostándose en su cama cuando irrumpe la enfermera preguntándole dónde había estado. Julia responde lo pactado, incluso poniendo la misma cara que puso su compañera, como si también hubieran pactado también los gestos a utilizar. La enfermera, sabiéndose ante una mentira le indica firmemente que la doctora no había dejado la indicación de la marcación por escrita, pero Julia, tan atrevida como suelta, le contesta: -Mañana háblelo con ella. Buenas noches. A Julia, nada ni nadie le quitaba lo bailado; su hija se mostró feliz en compañía de su madre el día de su cumpleaños. Al día siguiente, es la misma Julia quien confiesa su escapatoria a la doctora, quien bajo un halo de complicidad la cubre diciéndole a la férrea enfermera que olvidó dejar firmada la salida.

Llegó la mañana del viernes 13 de marzo de 2009.

Julia es hija única, perdió a sus madre en 1993 y a su padre en 2004. Pero nada de eso la hizo sentirse sola jamás: a lo largo de la vida ha ido cosechando amor de hermosas personas y amistades que la han acompañado en todo momento, y ésta no sería la excepción. Esa mañana, hay alrededor de 10 personas en la sala de espera del hospital: todos allegados a Julia.

Antes de ingresar al quirófano, se despide de un Ricardo asustado y preocupado diciéndole:

–Quedate tranquilo, todo estará bien.

Con su traje azul para cirugía, entra al quirófano cantando: “Detrás de todo solo hay una mujer”, parafraseando a Susana Giménez. Los médicos y colaboradores ríen y apuestan a que Julia será una buena paciente.

Julia adopta la actitud de una boxeadora, preparada para enfrentarse a un peso pesado que ignora la fuerza de su adversaria; ella está preparada para noquearlo. Ya adentro, la profesional en psicoprofilaxis la acariciaría en la cabeza hasta que se durmiera. Realmente estaba tranquila. Habla con su cirujana, con el anestesista y con la psicóloga. Entonces, suspira y dice:

–Dios los guíe y bendiga; me voy a dormir.

–Pero aún no coloque la anestesia –dice sorprendido el anestesista.

-No importa –contesta ella–, díganle a mi esposo que estoy bien. Chau.

Y una vez más se refugió en sus sueños.

La psicóloga sale a la sala de espera a informar a sus familiares que ella ya estaba relajada y entregada. Unas horas después, Julia abre los ojos. Ya está nuevamente en su habitación. Siente mucho frío. Evidentemente la anestesia está perdiendo efecto. Ricardo permanece todo el tiempo a su lado, y por la noche se queda su hija Corina.

A la mañana siguiente, se siente algo dolorida, pero se siente tranquila y lo suficientemente lúcida como para transgredir, otra vez, el reglamento del hospital; rechaza la comida del buffet y le pide a una prima que le lleve comida casera. Sabía que todo iba a estar bien, sólo era cuestión de esperar. Siente que ganó por nocaut.

El lunes recibe el alta y vuelve a casa, pero a la semana siguiente vuelve a una cita médica para ver la evolución y seguir nuevas indicaciones. Allí coincide con el médico en que debe buscar un oncólogo para continuar esta batalla -que ella llama victoria– para ver qué tipo de tratamiento debía afrontar, según los resultados de las biopsias.

En julio llega el turno para la primera visita con el oncólogo, quien después de analizar la historia clínica y los resultados de los estudios, decide que el tratamiento a seguir constará de unas 37 sesiones de rayos, una medicación diaria durante el lapso de 5 años, y una inyección mensual por los próximos 3 años. Julia aparenta estar tranquila, aceptando lo que el tratamiento implica. Pero hay algo más que aceptar: aceptarse. Parte de su cuerpo ha cambiado, y eso la intimida. Le avergüenza la nueva imagen que le devuelve el espejo, y sobre todo, mostrarse ante su amado. Su parte sexual está bloqueada.

Son las 5 de la mañana de un nuevo día. Julia está haciendo la fila en un hospital buscando un turno para comenzar las sesiones de rayos. Esa noche no pudo dormir, su mecanismo de defensa se debilitó por su angustia. Sabe que ahora debe afrontar lo más largo y denso: el tratamiento. Una nueva etapa en su vida, un cambio de rutinas,.

Mira a su alrededor, y se percata que todas las personas tienen cáncer. Rompe en llanto: “¿Qué estoy haciendo yo acá, por qué estoy acá?”, se pregunta. Pero la respuesta en su interior no tarda en llegar: “porque tenés cáncer, Julia”.

A finales de agosto comienza el tratamiento, Ricardo la lleva, la espera, y la lleva devuelta a casa, todos los días. En palabras parece corto, pero la vivencia es larga: tendrá personas alrededor y compartirá su vida y la de los demás. “Esto realmente va a ser largo”… Ricardo, a modo de escudo, se sienta cada día a su lado para que nadie le dé charla, la angustie por demás e intente hacerse cargo de historias ajenas. Él intenta todo el tiempo captar su atención. La espera a veces se prolonga y Julia debe pensar en otra cosa. Entonces, recuerda a aquella señora que tejía en la sala de espera, y piensa, “¿Por qué no?”

Ese recuerdo la mezcla de sentimientos. Allí comenzó todo, y tal vez hoy también sea otro inicio: el tejer. Para pasar el tiempo, para crear, para dar forma a algo incierto. Por todo eso, hoy Julia comenzará a tejer. Luego de su sesión de rayos, pasa por una casa de lanas, compra sus materiales, y ya en su casa comienza a tejer. En esas agujas y esa lana, ella ve fe, esperanza y futuro. Entusiasmada con sus tejidos y destejidos, el tiempo transcurre, y las 37 sesiones van finalizando. Julia lleva muy bien su enfermedad y Ricardo es un buen apoyo para ella.

A fines de octubre, un año después del diagnóstico, todo marcha muy bien y casi como si no hubiese pasado nada, su vida juntos comienza a tomar su ritmo habitual. Sin embargo, hay algo que a Julia la inquieta: su deseo sexual; el shock hormonal de inyecciones para retirar su menstruación le movió toda la estantería. Sabe que hay que reinventarse y dar rienda suelta a la imaginación. Y para eso, también hay que tejer fantasías…

Llega el verano y nuevamente a descansar a Santa Clara del Mar. Una tarde nublada, recostada tranquilamente en su reposera en el fondo de su casa de la costa, Julia se pregunta “¿Para qué sucedió todo esto, Dios mío, si yo estaba tan bien?”. Y ella misma se responde: “Para que trabajes en las necesidades de lo que viste”. 

Recuerda, desde su reposera, que durante las esperas de consultorio, veía pacientes con necesidades de hablar, de encontrar un oído o a alguien que escuche su dolor, su agonía de transitar por esa enfermedad llamada cáncer. A eso denominó “´psicooncólogo´ como parte del tratamiento”.

Ella notó también, durante todo ese tiempo, la falta de viáticos para poder llegar hasta su lugar de tratamiento. Los pasajes son caros para personas que no tienen muchos ingresos, y muchas veces son los mismos profesionales que hacen una “vaquita” para que el paciente pueda volver a su casa. Julia denominó a esa problemática como “subsidio de transporte durante la quimio o radioterapia”.

Dada su coquetería y siendo una mujer de estilo, le llamó también la atención la desnudez en la cabeza de las mujeres que hacen quimio. Julia cree que estas mujeres merecen un lugar donde se les facilite pelucas a préstamo en buen estado.

Estos tres puntos básicos hicieron que Julia se ponga a trabajar en el armado de un proyecto que la llevó a golpear muchas puertas, solicitando la atención de estas tres cuestiones para brindar una mejor calidad de vida, como parte oficial del tratamiento, al paciente con cáncer.

Es momento de empezar a tejer esperanzas de una mejor calidad de vida, creyendo que alguien, algún día, la escuchará.

Durante enero de 2010, Ricardo y Julia deciden emprender el proyecto de una casita en el camping de Lobos; compran una hermosa rodante y arman su carpón, y comienzan a tomarse cada fin de semana para ir allí, donde disfrutan de las comodidades del lugar y comienzan a hacerse de nuevos amigos. Es allí donde Julia conoce y se integra un grupo de mujeres que tejen en ronda. Charlan, ríen y se divierten. Ella no desaprovecha la oportunidad de seguir aprendiendo y superarse en esta actividad, y a su vez, se siente cómoda para contarles, a modo de catarsis liberador, lo que viene atravesando con el cáncer desde hace un año. Julia cree que ese lugar tiene algo mágico, fantasioso, que la libera de la opresión de su cuerpo. Se compra lencería bonita y, junto a Ricardo, vuelven a ser esos apasionados amantes, disfrutando de cada momento, a veces con risas y otras con llanto, y por fin, ella puede desenredar la madeja sexual y verse y sentirse bella y atractiva otra vez.

Con el constante deseo de servicio al prójimo, Julia no deja de pensar en aquellas tres circunstancias por las que atraviesa el paciente oncológico. Pero no sabe cómo encarar su idea. Alguien le comenta de un grupo de ayuda mutua para pacientes oncológicos, pero ella cree que no va a poder encajar allí, porque su resiliencia ve a su enfermedad casi como una anécdota en su vida. En una oportunidad, es invitada a dar su testimonio como paciente oncológica a un grupo de  estudiantes próximos a recibirse de psiconcólogos. Lo vive como una experiencia maravillosa, una exposición perfecta por la forma en la que cuenta un resumen de su vida, con detalles que la llevaron de la risa a las lágrimas y viceversa. El sentimiento que ella les transmite, pudo verse en todos su oyentes.

Esa experiencia la motivó a acercarse a aquel grupo de ayuda mutua, pero al asistir, siente que algo le falta, porque estos pacientes tienen una forma de manejarse que a ella la aburre. De todas formas, ella asiste todas las semanas, intentando proponer tejer una manera distinta de llevar semana a semana este grupo. Comienzan juntos a darle forma a algo nuevo.

Hoy conforman un precioso coro con una profesora y directora de música, llenos de sueños y proyectos, que le cantan a la vida, al rival, al cáncer. Hacen arte de lo que parece desarmarlos. Hacen que sus voces sean más fuertes para que se escuche, para que los escuchen.

Julia sonríe porque siempre lo supo: algún día alguien iba a escucharla. Y ahora, ella los escucha.

Febrero de 2019. Pasó una década llena de aprendizajes. Julia, hoy, sostiene que  “tuvo una enfermedad pero que nunca se sintió enferma”.

En marzo se cumplirán 10 años de verse a sí misma dentro de una fosa. Ahora, ella puede asegurar que todo tiene un “para qué”, y aunque parezca horrible, agradece cada cosa vivida de sus últimos 10 años, porque le permitió crecer interiormente y ser más feliz. El dividendo terminó siendo positivo.

Hoy agradece a todos los profesionales que se cruzaron en su camino, a quienes llama “ángeles vestidos de médicos”.

Y sobre todo, agradece todo el amor de cada persona que la mima y alienta ante la adversidad.

En estos 10 años, no se imaginan las hermosas cosas que Julia pudo tejer para sus hijos y sus nietos. Tiene lana para rato.

Las agujas y el punto, dependerán de la modelo de ocasión. Pero siempre, tejiendo desde un ovillo de esperanza.