Mariana Moreno

Frente al espejo de la peluquería de Cristina las tres nos abrazamos y lloramos. La imagen me quedó grabada en la memoria y me sostuvo durante meses, cada vez que volvía a mirarme en el baño de mi casa. Con ellas había sellado un círculo de oro que me rodeaba y protegía.

Mi cabellera de león quedó en el piso, eran grandes manojos de pelos enrulados e inertes. Sucumbieron al filo de las tijeras y ante la decisión de hacer mas digna su caída. O por lo menos, más corta.  El corte de Cristina no me gustaba del todo, pero era moderno y eso lo salvaba. Me llegaba al hombro y alisado parecía más largo. Cada mañana estiraba mi pelo a fuerza de cepillo y secador. Y ellos como si nada, firmes, aferrados al cuero cabelludo, resistiendo la tensión, vigorosos, y recién teñidos de caramelo dorado tono sobre tono.

Los recuerdo y me vuelve a embargar la misma satisfacción. Al final de cuentas ya estaba cansada de tenerlos tan largos y pesados. Ahora el viento entra con facilidad, los lleva, los trae y los mueve como a esas cortinas plásticas que van y vienen en las puertas de las carnicerías. Cada tanto fantaseaba con el pelo corto, pero el temor al cambio me frenó siempre. Y en realidad, esta vez tampoco decidí del todo yo. La peluquera lo hizo, porque según dijo, era lo recomendable para casos como el mío. No era lo que hubiera querido, pero le encontré la vuelta sin caer en la resignación. Esa fue mi primera superación.

Y así, sin proponérmelo demasiado, a cada cosa le iba encontrando un pero liberador, nacido de ideas hechas para alivianar cargas. Gestadas muy atrás en el tiempo, nutridas de ADNs ancestrales y de miradas comprensivas que alguna vez recibí en mi infancia. Al revés de otros momentos de mi vida ahora estaba logrando una conjunción ligera, una levedad sorprendente, capaz de sobrellevar la enfermedad más impensada y lapidaria jamás imaginada en mi entorno. Porque a nadie siquiera había rozado, ni a tías, ni abuelas, ni hermanas, ni primas, ni madre. Creo que por eso, por inusual e infrecuente, su nombre nunca recorrió nuestras charlas ni camas. Ni las pesadillas de mi niñez. Sin embargo, algo más me impedía nombrarla. Una mezcla de vergüenza, temor y angustia avanzaba desde el intestino paralizando todo lo que encontraba a su paso, cada vez que aparecía con todas sus letras en mi mente. Entonces, prefería no invocarla, no oírla, menos decirla, ni en voz alta ni en voz baja. Y no soy la única, los demás tampoco lo hicieron, ni siquiera el Dr. S. B. que todos los días planifica estrategias de combate, usa nuevas armas, prepara emboscadas, treguas y batallas contra esas células desquiciadas e inmortales.

Aquí mismo, mientras hago este relato, me digo –esto es una ficción tendría que poder escribirla. Pero no quiero. Y me rebelo contra esa lógica enfrentacionista y moralista que pretende obligarme a “asumirlo” como si la única manera fuera haciéndolo como los otros quieren o esperan.

Todos callan, unos por lástima, otros por pudor, mi médico por cuidado y yo porque conozco el poder del lenguaje que se queda con la esencia de lo nombrado hasta convertirse en eso, esto y aquello. Y como mi plan no premeditado fue la liviandad, simplemente no la digo nunca. Las cavilaciones no estuvieron presentes durante el tratamiento, de hecho recién aparecieron cuando el Salvi, como le llamaba la enfermera cariñosamente, dejó de entrar por mis venas.

Las inesperadas vicisitudes terrenales me tuvieron tan atareada que me quedaba poco tiempo para dedicarle a los temas intangibles y a los estados del alma que iba despertando la enfermedad. Mis nuevas ocupaciones eran intensas y casi todas rondaban mi cabeza pero del lado de afuera, empezando por el cabello y a partir de allí todo lo demás.

Si bien mi pelo seguía creciendo, yo sabía lo que se les venía y por eso me dediqué a buscarles un reemplazo anticipado, por las dudas. Con mi vecina Elsa salí una tarde decida a comprar una peluca. Fue bueno ir con ella porque ya conocía esos lugares demodé llenos de cabezas de muñecas de telgopor cubiertos por pelo largo, corto, lacio, enrulado, negros, pardos, rojos y rubios. Ella fue la única cercana que había pasado por lo mismo que yo y por eso fue mi gran apoyo,  mi modelo a seguir, mi lazarillo. Tenía experiencia: tres hermanas fallecidas por cáncer de mamas y un sobrino por leucemia. Sabía de batallas y por eso, todo era más natural con ella, menos dramático. Se enfrenta, se trata, se vive y se supera o se  muere. Tan simple y contundente como eso, sin vueltas. Pura gestión de la enfermedad y de la vida. Aún no se lo dije, fue mi justa medida, tremendo sostén.

Fuimos al centro, directo a la galería Cinegrama a un local escondido que olía a polvo y tenía casi todo en la vidriera. Me probé la primera peluca con resquemor tocándola apenas con la punta de los dedos. Con la misma desconfianza me miré al espejo y sentí que estaba frente a una foto de revista de los ´70. Me la saqué antes de que alguien dijera un lastimoso “te queda bien” y salimos apuradas buscando una bocanada de aire y sacudiéndonos los ácaros ávidos de cabezas reales. Ya en la Casa del Peluquín y detrás de una cortina la empleada me puso a presión una larga cabellera renegrida y exageradamente lacia. Y nos aclaró, “este es pelo humanizado” (con ese eufemismo venden plástico por cabello) es decir no provenía de ninguna adolescente decidida a cambiar años de pelo largo por unos cuantos  billetes. Con ésta ya me animé a sacarme unas fotos con el celular y se las envié a mi marido, mis hijos y mi hermana. Cómo habrá sido el impacto que esa misma tarde mi hermana salió a buscar alternativas por donde ella vive y me fue enviando otros modelos que iba probando en su cabeza. Hasta que apareció la que me acompaña desde hace cuatro meses y al paso que vamos lo hará por un largo tiempo más. Porque hay que decirlo, nadie sano, dimensiona la lentitud con la que crece el pelo, al ínfimo ritmo de un centímetro por mes. Cuando caí en la cuenta, empecé a hacer números: 10 centímetros, entonces son diez meses. Medio metro, casi cinco años, una eternidad que pasa desapercibida por todos, menos por nosotras, las mujeres oncológicas.

La compré por las dudas, casi convencida de que no la iba a necesitar. Es tan linda, que le tomé cariño, excepto los días de calor en que se convierte en un gorro ruso de pelo. Aún así la quiero. Es mi red, mi salvavidas. Así la sentí desde el primer día. Varios meses la tuve guardada en una bolsa y hasta pensé en venderla o devolverla. Ya había pasado la mitad del tratamiento y mis 150 mil pelos seguían firmes e inmutables. Mientras ellos se mantenían amarrados, me sentía una privilegiada en el hospital de día. No estaba calva, eran míos y no habían caído. Sin embargo, desde la segunda sesión y con la idea de  ayudarlos a permanecer en sus bulbos empecé a ponerme en la cabeza un amorfo y helado gorro frío, armado con bolsas de gel congelados que mi marido armaba precariamente en casa. Cada martes entraba al elegante centro médico cargando ridículamente una conservadora azul llena de hielo con los dos extraños cascos adentro. La esperanza le había ganado a la vergüenza y al  pudor, las miradas no me importaban y hasta me reía de mi misma cuando me veía en el espejo del ascensor que me llevaba al 4to. piso. Haciéndome la graciosa entraba en la salita y desplegaba mis dotes histriónicos con los cuales sobrellevaba mi realidad, la de ser una más en esos sillones color manteca que despertaban sentimientos tan contradictorios en mi.

La enfermera me ayudaba a ponérmelos, eran cuatro bloques de hielo maleable unidos por cinta adhesiva que encajaban en mi cabeza y se resbalaban a medida que se iban descongelando. Mis cabellos empezaban a sospechar, ya no era sólo el corte, de pronto los martes a la mañana se escarchaban, mientras que el resto del cuerpo no bajaba de los 36 grados. Estaban muertos de frío desde la punta hasta la raíz. Los obligaba a soportar el congelamiento con la promesa de mantenerlos con vida.  Ese era el plan, impedir que los efectos del medicamento llegaran al bulbo del pelo y sus células no murieran. Supuestamente según los videos de youtube,  en España las mujeres se ponían gorros fríos (mas dignos que los nuestros), porque al contraerse el bulbo, el pelo no se caía. Mantuve el ritual hasta que ellos empezaron a desplomarse. Uno a uno fueron rodando por  todas partes, primero disimuladamente y después sin control. Creo que sabían de antemano, su destino y a pesar de eso, me dejaron que hiciera todos los intentos por mantenerlos conmigo. Saben que los cuidé. Todos los días los miraba y los acariciaba con tanto cuidado que no los rozaba siquiera con los dedos, menos aún con el peine, instrumento despiadado que los arrastraba hasta hacerlos caer a la pileta del baño. Suavemente los alisaba y los miraba largo rato como a esas despedidas que queremos detener y volverlas atrás para que no ocurran. Pero ni el frío ni el amor pudieron con el arma del doctor,  accionada una vez a la semana por Sandra, la enfermera, durante las doce sesiones a las que me sometí dócilmente.

Uno y otro día el piso del dormitorio se iba cubriendo de pelos al igual que las sábanas, la almohada, las toallas, la ropa. Se iban pegando a todo lo mío en un último intento por quedarse  y yo los barría con naturalidad una y otra vez. No me molestaba y a mi familia tampoco, por lo menos nunca me lo hicieron notar. Y eso es algo que tengo que agradecerles porque no todos soportan la frustración y el dolor del otro con tanta solidaridad. Presenciaron mi progresiva calvicie sin mostrar la más mínima lástima, ni rechazo. Fueron cómplices y compañeros cuidadosos y no dejaron entrever su propio sufrimiento. Tal vez sea un mal o un bien de familia, aún no lo sé.

Después de los primeros desprendimientos decidí no peinarme más porque pensaba que el peine aceleraba el derrumbe. Pero una mañana mientras me bañaba antes de ir al centro médico, noté que algo no andaba bien cuando quise desenredarme y no pude entrar el peine entre los cabellos mojados. Un bollo enorme de pelo ocupaba toda mi cabeza y por más que le pusiera crema enjuague seguía ahí inamovible, pétreo, impenetrable. Salí de la ducha y frente al espejo intenté infructuosamente volver todo a su lugar pero nada. Llamé a mi marido para que me ayudara a separarlos, y nada. Entonces le hablé a Cristina, era mi esperanza calificada, pero ella no tenía nada innovador para decirme, salvo: “Ya es hora de cortarte”.

Sus palabras me sonaron despiadadas y me enojó que ella como peluquera no supiera cómo desarmar ese nudo inesperado. Hacía media hora que estaba frente al espejo renegando cuando de pronto me vi y supe que no había otro camino. Antes de buscar la tijera se me dio por mirarlos por última vez. Eran ellos, todos los cabellos que yo había retenido en mi cabeza, estaban resistiendo unidos, todos fundidos en un abrazo eterno. Y así se fueron a la bolsa de basura junto con mis lágrimas.

El corte fue a ras del nudo,  por lo que me quedaron unos cinco centímetro de dignidad que decidí vivir en la intimidad. Ese día estrené la peluca, ya no había vuelta atrás. La red estaba allí, sólo fue sacarla de la bolsa y ponérmela. Me volví a mirar y era otra, felizmente otra y la misma, eso creo aún.

Con cada palabra de halago por mi nuevo aspecto, yo respiraba aliviada porque sentía que todo estaba en su lugar y los otros creían que se trataba de un cambio impuesto sólo por la moda: pasar de los rulos al alisado permanente. Nunca imaginé que con tan poco se podía ocultar tanto, aunque en realidad, ahora que lo pienso debiera decir, preservar tanto. Porque el cáncer estigmatiza, duele, hiere y yo quería evitar miradas lastimosas hacia mí y angustias inconducentes en mis padres. Y creo que ese fue el logro más impresionante de mi peluca y yo.

Así fue que el día que los llamé con la intención de contarles que su hija estaba calva, los atendí con la peluca puesta después de pasarme un largo rato deliberando cómo recibirlos para que el impacto fuera menor, si con el pañuelo, sin nada o con el postizo. Aún hoy me alegro de mi decisión porque les ahorre largas horas de tristeza y yo me gané una tregua más en el instante mismo en que me di cuenta que para ellos el tema había pasado desapercibido. Cuando entraron y me saludaron sin sorpresas supe que todo tenía que seguir igual para ellos. Y cuando mi madre preguntó qué me había hecho en el pelo, le dije lo que a todos,  -me lo alisé. Recién lo dejé entrever tres meses después de terminado el tratamiento, cuando en plena siesta de verano decidí dejarme el pañuelo. Ese día lo supo,  yo ya estaba más armada, mas reconstruida y pude decírselo sin dramatismo.

Y el verano hizo su parte porque cada vez me costaba más calzarme aquel gorro pelilargo con 37 grados de temperatura. Todo tiene un límite y el mío fue el calor, un factor inesperado en este proceso que llegó a condicionarme  más de lo imaginado. Me llevó a precipitar decisiones, a modificar mis rutinas, a cambiar planes y hasta cometer errores impensados.

A las vacaciones las pasé recluida en lo de mi hermana que me prestó su casa de country las tres semanas que duró su viaje. A las salidas las hice de noche cuando refrescaba un poco y el resto del día me la pasaba puertas adentro, feliz con mi cabeza al descubierto y mis pelos propios ya queriendo reaparecer.

El momento memorable  lo viví en el club de mi barrio al cual iba animada por la ventaja que me daba el gorro de baño obligatorio, el mismo que tantas veces repudié, y terminó siendo mi aliado al igualarme con todas las mujeres mientras estaba dentro del agua. Una nochecita llegué apurada una hora antes de que cerrara la pileta y me fui directo a las duchas a sacarme la peluca y a ponerme el gorro. Dejé el bolso y la toalla cerca y me tiré al agua. Cada minuto fue un disfrute maravilloso con la cabeza bajo el agua. A las 22 nos hicieron salir y fui directo a cambiarme. Mientras me duchaba, escuchaba del otro lado voces de niñas que no superaban los siete u ocho años. Buscaban una toalla, se reían, pedían jabón, champú y hablaban como adolescentes precoces. En un momento pegaron un grito y pensé que habían visto un bicho, pero de pronto, una de ellas dijo en voz alta y clara – Señora pelada, aquí se dejó su pelo. En ese momento, todo fue murmullo y yo, vi volar la peluca por sobre las paredes que nos separaban y la vi caer en el piso a medio metro de mí. Estiré el brazo y sin dejarme ver, les dije -gracias chicas, disculpen. Me la había olvidado cuando llegué y allí había quedado todo el tiempo que estuve nadando. Traté de salir lo más dignamente posible de la situación, superando la vergüenza con una fingida naturalidad y quedándome detrás de la cortina hasta que se fueron.

Ese día, empecé a ocuparme, de las otras cosas que pasaban dentro de mi cabeza. Ya era tiempo y ahora podía.