Elisa Bell

Leucemia, dijo la doctora. Y yo lo sabía. A cuenta gotas recibí los estudios y busqué cada palabra. ¡Tanta tecnología y esperar semanas un diagnóstico! Leucemia decían en Internet. Y algunos sitios web describían las etapas de la enfermedad y como iba a morir y en cuanto tiempo. Otra vez la muerte. A los cuarenta años fue el corazón. Ahora la médula. La doctora hablaba y yo recordaba mis ideas suicidas de adolescente. Los secretos familiares y un padre disoluto me habían llevado por diversos infiernos emocionales. En esos tiempos, el suicidio aparecía como liberador.

Leucemia, dijo la doctora. Qué burla de la muerte, pensé. Ella habló del tratamiento, de que había distintos tipos de leucemia. También dijo otras cosas que apenas escuché y agregó, cuidado con Internet porque no todo es correcto o está actualizado. Tardía sugerencia. Mi cabeza ya era un cóctel de información.  Al fin de cuentas, parecía que no iba a morir tan pronto. Con pastillas estaría bien y, remarcado, subrayado, la enfermedad no se curaba. En ese momento él, mi marido, apretó mis manos y sonrió. Viste, vas a estar bien. Qué suerte. Y no lloré. Esbocé una mueca que quiso ser sonrisa, porque sentí que si lloraba era desagradecida.

Inicié el tratamiento con cápsulas cada doce horas con tres horas de ayuno antes de cada toma. Se acabaron los mates, galletitas, cafecito y demás alimentos a deshora. Debí organizarme, en especial por el ayuno de la tarde Y los ojos se me irritaron, se hincharon las manos, la cara; la piel se volvió muy sensible y hasta el roce con las toallas me enrojecía.  Me salieron erupciones en todo el cuerpo y para bingo, erisipela en la pierna izquierda. Pero iba a estar bien. ¡Genial! Sí, no puedo negar que estaba enojada. Esa palabrita, estar bien, me olía familiar. Mamá solía repetirme: ¡Qué bien, hija!, cuando hablaba de él, mi marido. Es bueno, simpático, te ayuda y es trabajador. Vas a estar bien. ¿Estar enamorados?, eso es breve, hija; el matrimonio es para siempre.

Leucemia es cáncer. Pero no dijeron cáncer. Dijeron leucemia. Leí en Internet que antiguamente la llamaban muerte blanca. Exceso de glóbulos que se reproducen sin sentido y dañan gravemente el sistema.  Pensé que esos glóbulos eran como yo, que siempre estaba a la defensiva. Que tenía miedo a los abrazos, a que alguien me dañara. Siempre me mostraba como una mujer imperturbable y que todo lo podía. No se preocupen si tengo la presión alta, si tengo hipotiroidismo, si me operaron del corazón, Bypass, dijeron esa vez. No se preocupen. Voy a hacer todos los tratamientos. Que cada uno siga con sus cosas. Que ni se hable más del tema. Cientos de glóbulos blanco emocionales construyendo una muralla. Estaba orgullosa de mi valentía. Confundía resiliencia con caparazón. Y debajo del caparazón había llantos apagados, deseos de que alguien se quede conmigo, que me acompañe, que me abrace. Pero no, ni siquiera me permitía flaquear ante los demás.

Tengo cáncer, me lo repetía al despertar. Me lo repetía para entender. Cáncer, leucemia. Las palabras y su significado violentaban mi entendimiento. Me sentía arrojada hacia un lugar donde era extranjera de mi misma. Exiliada de mi propia vida. Me despertaba con esas palabras gatillándome. Cada noche me adormecía entre erupciones en la piel, fuego en la pierna con erisipela y los ronquidos de él, mi marido. Entre sueños entrecortados analizaba: si es cáncer en la sangre y la sangre lo recorre todo, podría llevar el cáncer a cualquier parte del cuerpo. Me explicaron que no funcionaba así. Me dijeron, quédese tranquila, le hicimos estudios, su cuerpo está limpio. Pero el miedo no entiende de lógica ni ciencia. Yo no dejaba de sentir que algo me fagocitaba por dentro. Parásitos, aliens como si algo microscópico me carcomiera. Quería salir de mi cuerpo. De ese cuerpo traicionero. Tan mío y tan lejano. Desde ese incierto lugar esperaba que él, mi marido, se fuera a trabajar. Yo lo miraba desde la cama. Si alguna vez hubiera podido decirle, no te vayas, por favor. Pedí una licencia. Aunque más no sea por dos días, una semana, una tarde conmigo. Sí hubiera podido.

La rutina puede hastiarte o puede ser sanadora. La cocina con el verde y el sol tras el ventanal me daban la bienvenida. Los objetos parecían decirme, estás aquí, estás viva. Andaba por la casa con la pierna afiebrada, la cara hinchada, con sueño y cansada; entonces, tomar un mate o salir al patio, para saludar a mis perros, lo sentía como una gratificante novedad. Cuando la muerte te susurra en la nuca, todo lo ves con ojos de estreno. Es como si una pudiera observar la vida desde una butaca de cine y así ampliar el panorama. Y ve hasta lo que no quiere ver. Cada mañana salía al patio para acariciar a los perros. Apenas me asomaba ellos corrían hacia mí. ¿Cuántas personas te ven y corren a abrazarte y mimarte?

Hacía tiempo que él, mi marido y yo habíamos dejado de ser dos. Mucho tiempo de mirar la hora, de esperarlo, de hacer lo que él deseaba y anhelar su felicidad. Mis sueños y proyectos dejaron de ser míos para ser de él. ¿Qué me quedaba? ¿Cómo había llegado a ese estado de cosas? Hasta mi profesión había abandonado. Mientras sus planes no se detenían ni ante mis ojos cansados. Y manipular se hace moneda corriente, aunque el otro sea un hijo, un amigo o una esposa con cáncer. ¿Me victimizo? Tal vez, pero hacia dentro de mí. Por fuera seguía siendo una muralla. Ni una lágrima. Desde esa muralla que me había construido lo veía a él, mi marido, irse cada día más temprano y llegar cada día más tarde.

Así pasaron las semanas y los meses. El medicamento, que llamaban monoclonales, actuó de maravillas. La piel con formación de vesículas, inflamación y ardor, entre otras cosas, me recordaba lo que la doctora decía, la enfermedad no se cura, remite. No se puede dejar de tomar el medicamento. Mi doctora también dijo una vez, siempre venís sola a la consulta. Claro, él, mi marido, trabajaba. Podía decirle que me acompañe. Él saldría de la oficina, llegaría al consultorio, entraríamos los dos, permanecería callado, y luego volvería a su trabajo. Para que molestarlo. Arreglármelas sola era un valor. ¡Qué fuerte es! ¡Qué independiente! ¡Qué responsable! Yo le decía, no te preocupes. Y tantas veces lo dije. Estaba acostumbrada a no molestar, hablar poco y no hacer ruido. Como cuando era niña y mamá decía, no te muevas de ahí que yo estoy ocupada. No hagas ruido que tu papá está cansado. Y yo me quedaba quietita, calladita y jugando con el muñeco que me habían regalado los Reyes. Las amigas de mamá decían, qué buenita es tu hija. Mamá respondía, sí es muy buenita y calladita como el padre. Era lindo verla a mamá contenta conmigo.

El cáncer me hizo ver. Abrió mis ojos de par en par. Terminó de romper mi corazón que ya venía de a retazos. Alguien me dijo, el corazón es como la plastilina, se puede separar en incontables partes, y también se puede amasar todo para unirlo hasta que no queden grietas. Siempre ocurre algo que te hace ver de verdad. Creo que desde niña la vida anduvo susurrándome aprendizajes, pero a veces una no está lista para aprender. Y por más zancadillas que te haga la vida, si una no está lista, se remienda los machucones y sigue. Por los padres, por los hijos, por la pareja, por la profesión, por la vocación. Por todo, menos por esa vocecita que habla en el interior.

En la película The Matrix, la pastilla roja es para ver la realidad y la azul, para seguir en la matrix. El cáncer fue mi pastilla roja, y yo no fui Neo. No tuve la opción de elegir. A cada uno le llega su conejo blanco. Podemos mirar para otro lado. O podemos aventurarnos. El camino es escarpado y con espinas. Pero el camino del autoengaño también tiene espinas. Las espinas del engaño tienen anestesia en las puntas. Mucha anestesia, tanta como para quedar en vida vegetativa. Años de caminar con la zanahoria delante. Después una termina enamorándose de la zanahoria y cuando se acaba hay que buscar otra, así, sin perder tiempo, no vaya a ser que nos quede espacio para hacernos preguntas.

Y no voy a decir que nunca fui feliz, lo fui, de esa felicidad que llega en escalafón: trabajé, hice terapia, estudié, tuve una profesión, una hija, casamiento, auto, casa, vacaciones. Amé y fui amada hasta donde cada una puede o como entiende el amor. Pero esa vocecita insidiosa siempre preguntaba: ¿Por qué tengo todo y un inmenso vacío se hunde en mi alma?

Cuando era niña me dolía el estómago con frecuencia. Una vez mi mamá dijo, delante de mi papá, que siempre me dolía el estómago a las cinco de la tarde cuando él llegaba del trabajo. Recuerdo que ella sonrió, me miró y dijo, te descubrí. Mi papá también sonrió y yo no entendí, porque a mí el estómago me dolía. Cuando me diagnosticaron leucemia, traté por mil caminos de buscar los por qué. Recordé ese hecho de mi niñez y pensé, tal vez me enfermé varias veces y ahora tengo leucemia porque quiero llamar la atención; porque busco que me quieran. Esa idea me llenó de culpa.

Habían pasado dos años y mi tristeza crecía.  Me entregaron un nuevo estudio que, aprendí, se llamaba QRT. Estaba en remisión. Me sentí feliz con la noticia. Llamé al trabajo de él, mi marido, y también se puso contento. Yo estaba feliz. Quería abrazar y que me abracen. Llegué a casa con los resultados del estudio en la cartera y apenas abrí la puerta los perros saltaron dándome la bienvenida. ¿Ellos ya sabrían que estaba en remisión? Desde mi muralla pensaba que tendríamos que ir a cenar y festejar. Pero era día de semana y él, mi marido tenía que acostarse temprano y dormir. Esa noche llegó mi hija con un bello ramo de flores, que le habrá dado trabajo cargarlo en el autobús, me lo dio con una tarjeta que decía, felicitaciones, mamá. En ese acto ella me dio más que un ramo de flores, me enseñó que el amor siempre está. Lo que no quiere decir que esté donde una quisiera encontrarlo. El amor fluye con la vida y una se estanca. El cáncer me llevó al borde de mi propio abismo y arrancó la venda de mis ojos.

Le dije a él, mi marido, tenemos que hablar. Se lo dije una y mil veces. Le propuse que hiciéramos algún viaje importante, distinto a las vacaciones de siempre. Y él, mi marido, me dijo una y mil veces, vamos a viajar cuando me jubile. Escuchaba esas palabras y algo me sonaba muy mal, pero no me daba cuenta qué era. La luz de gas funcionaba a la perfección. Su voz, siempre tranquila y suave me confundía aún más. No podía o no quería darme cuenta que él, mi marido, me decía a mí, el amor de su vida con leucemia, que debía esperar quince años para viajar. Esperar a que él esté disponible. Arrancarme la venda de los ojos fue más duro que el cáncer. Y fue el cáncer lo que me abrió los ojos.

Tantas veces le pregunté por qué llegaba tarde, por qué esto o aquello. Apenas el me rozaba en la cama, yo sentía rechazo. Él, mi marido, decía, vos nunca querés hacer nada. Y a los cinco minutos estaba roncando. Él dormía y yo me quedaba con el insomnio y la culpa. Algunas veces me había dicho, las mujeres siempre quieren que hagamos de novio. Si yo me enojaba o levantaba un poco la voz (no estábamos acostumbrados a eso), enseguida me decía, mi amor, sabés que te lo digo en broma. Me fui dando cuenta del sutil destrato, que era seguido por su sonrisa y el ajado, mi amor, es una broma.

Otros días, otras tardes y otras noches le volvía a decir, tenemos que hablar, esto no puede seguir así. Entonces él, mi marido, decía, mi amor, sos el amor de mi vida, te amo y nunca voy a hacer nada que te lastime. Me repitió esas palabras cada vez que se veía en apuros. Y yo me decía, ha de ser verdad. Hace muchos años que estamos juntos, no puede ser que esté mintiendo. Estaba en remisión de una enfermedad que no se cura. Seguía con erupciones y lesiones en la piel. Que tu pareja te diga, nunca voy a hacer nada que te lastime, es decir palabras significantes. ¿Se puede mentir en algo así? ¡No! Si siempre me lo decía mirándome a los ojos. Éramos tan libres para hablar. Sueños, gustos, placeres, fantasías habían pasado por nuestras conversaciones. Yo lo entendía, él estaba con su crisis de los cincuenta. Necesitaba desesperadamente que él se sincerara. Porque era la única manera de sortear la crisis y seguir. Si me lo contaba habría dolor, idas y venidas pero la confianza podría salir indemne. Si la mentira ganaba la contienda solo quedaba juntar los pedazos y partir. Y él, mi marido, era como los muñecos que hablan, le apretás un botón y repiten siempre lo mismo. Te amo. Sos el amor de mi vida. Nunca voy a hacer nada que te lastime.

Empecé a olvidarme de tomar los medicamentos, Y me preguntaba hasta cuándo los iba a tener que tomar. Que ya estaba cansada de tener leucemia. Y la pierna me dolía y tenía que hacerme unos fomentos para bajar la fiebre de la piel y me los hacia cuando él, mi marido, no estaba, porque no quería que me viera así. Y me curaba unas llagas en la espalda y hacía piruetas para ponerme las gasas sola, en el baño, y él me decía, te ayudo y yo le decía que no porque no quería que me viera. Ojalá él hubiera insistido. La doctora me decía, tomá los remedios todos los días. No descuides el tratamiento. Y yo casi no la escuchaba. La odiaba a ella, a los remedios, a la enfermedad. Odiaba tener que sacarme sangre. Volví a odiar la cicatriz del Bypass. Y la cicatriz de la cesárea. Y pensaba que era como la novia de Frankenstein. Me sentía un lastre. ¿Por qué a mí? La idea del suicidio agitaba ilusiones. Era como un volcán lleno de lava sin vía de escape. Y no tenía ganas de comer ni de levantarme. Pasaba días sin tomar el medicamento. Y cuando lo tomaba, sentía que me envenenaba. La doctora me decía, no te envenena te salva la vida. Y el QRT pasó en cinco meses, de indetectable, que era lo óptimo, a respuesta molecular menor; el medicamento no estaba actuando. Iba dejando de existir para mí misma. Como si mi vida fuera mirarlo a él, mi marido. Pensaba, qué estaría haciendo, por qué no llegaba, o qué le diría al llegar. Yo nunca fui celosa y menos de revisar objetos personales. Respetaba su privacidad y él la mía. Pero todo en lo que yo creía se desdibujaba.  Igual que con mi padre. Recién de adulta pude decirme a mí misma: sí, él era oscuro (aún no puedo escribir la palabra adecuada), por eso nunca quería estar sola con él. Por eso de niña me dolía el estómago cuando él llegaba. No era para llamar la atención, como especulaba mamá. El cuerpo grita.

Él, mi marido, confiaba tanto en mí, que su teléfono ni siquiera tenía clave, y una noche lo revisé. ¿Era confianza? No, él pensaría que soy una idiota. O yo lo pensaba de mi misma. Mamá decía, cuando yo cometía un error, ¡qué idiota que sos, nena! Al fin, tuvo razón. Mi error era enfermarme. Sentía culpa por ello y me las arreglaba sola para no ser una carga. Yo necesitaba tanto el amor de él, mi marido, que escondía la enfermedad. Quería ser fuerte, sin fallas. Por las tardes, cuando llegaban las tres horas de ayuno, con algún ardid atrasaba una merienda o una salida, pero sin decir, es porque tengo que tomar el remedio. Y así, pocos sabían de mi ayuno vespertino. Y muchas veces, si estaba en algún lugar donde me convidaban con alimentos, pensaba, bueno, hoy no tomo la pastilla.

Y esa noche miré el celular. En WhatsApp apareció el nombre de una mujer. Y yo la conocía a ella y ella me conocía a mí. Yo lo sabía y lo había preguntado. Algunas veces se mostraba ofendido ante mi sospecha y otras, repetía el robotizado te amo, sos el amor de mi vida y nunca voy a hacer nada que te lastime. Me dedo índice estaba suspendido a milímetros de ese nombre. Mi corazón latía rápido y las piernas se me aflojaron. Tenía miedo que me descubriera. Al fin, abrí el chat y caí en ese fango de charlas amorosas, Tildé al azar y leí, entre otras cosas, mi amor, la primera noche que estuve con vos toqué el cielo con las manos; ya sabés, mi vida, aunque me separe voy a tener que seguir manteniéndola. Ella dice, ja, ja, vieja mantenida. Y él, mi marido, repite, sí, vieja mantenida. Y siguen los, mi vida, cielo, soy todo para vos, te amo, antes de ir a la oficina paso por tu casa, te extraño, hoy te llevo plata y bla, bla, bla. Mi cuerpo estaba tan rígido que sentía como si tuviera fiebre, y tenía frío y no dejaba de temblar. Iba a dejar el celular, pero tildé el segundo nombre. Era otra mujer y una conversación similar. Él, mi marido, roncaba. Deseaba agarrar el celular a martillazos, pero lo regresé a su lugar. No lo desperté. Como si el hombre del celular no fuera el mismo que dormía. Yo sí estaba bien dormida y la vida me cacheteaba para que despierte. Se acepta para accionar o se niega. La negación es continuar en la caverna encandilados por las imágenes de lo que quisimos ser o creemos que somos.

Me acosté en la habitación que era de nuestra hija. Pensé en telefonearle, pero, ¿qué iba a decirle? Ella estaba con exámenes y sus propias situaciones que resolver. Además, sentía mucha vergüenza. Vergüenza de mí, de él, de todo. Él intimando conmigo sin protección.  Ponía en riesgo mi salud y aun así no podía ver. Tenía ganas de vomitar, abracé mi estómago y quedé doblada el borde de la cama, como cuando mi papá llegaba del trabajo. No paraba de temblar. Quería hacerme un té, pero era tarde y necesitaba las tres horas de ayuno para tomar el medicamento. Corría el mes de diciembre y tiritaba de frío.

Un Ave Fénix planeó sobre mis lágrimas y como en los cuentos desplegables de la infancia mis ojos se llenaron de colores. ¡Estoy viva! ¡Estoy viva! Sobreviví a los traumas infantiles, a las voces internalizadas de mis padres que silenciaron mi propia voz. Hice cosas que me dieron alegría. Estoy sobreviviendo al cáncer.  Necesitaba tanto creer y no sentirme estafada por el ser amado, que terminé estafando lo más importante: A mí misma. Y junté un poco de ropa, todos los medicamentos, algo de dinero, las llaves del auto y me fui. A fin pude soltar todos los llantos reprimidos. Cuando regresé a casa había pasado un mes y él, mi ex marido, ya no estaba.

El cáncer, que me puso al borde del abismo, también me enseñó a amar la vida y respetarme. Al final de mi abismo no había muerte. Caí en un lugar repleto de eucaliptos donde una niña pasea en su bicicleta amarilla haciendo zigzag entre los juegos de otras niñas. Un lugar donde el sol y las estrellas migran del firmamento al alma. Y en el fondo de ese abismo estoy yo con los brazos extendidos. Lista para ser mi aliada.

Llevo siete años en remisión. Tomo cada día los remedios, cumplo con los controles y doy gracias. Ya no tengo problemas en la piel, excepto la erisipela que cada tanto aparece. Aprendí a hacerme responsable de mi vida. El entorno ayuda y contiene, pero la responsabilidad del tratamiento es de una. Estar vivos no es condición suficiente para ser conscientes de la vida. Y la vida incluye dolores y placeres. Como el deportista que se entrena a diario, así cuido cada día de mi cuerpo, y entreno mi interior para fortalecer los bíceps del alma. Y así nunca, nunca más olvidarme de mi misma. Desde la plenitud interior se extienden los brazos en común unión con la vida.