Tutti

I

Siempre he tenido un recuerdo, lo he visto de forma clara en mi mente. La razón me lleva a concluir que no es real, que nada de aquello pudo ser cierto, y sin embargo lo veo una y otra vez pasar delante de mis ojos. Pero no como algo perturbador u oscuro. ¡No! Atraviesa la cotidianeidad como el común de los recuerdos, como esos que vienen aparentemente de la nada y vuelven a la nada misma sin mediar esfuerzo alguno. De estos últimos hay miles, millones. Una playa, una botella, un juego de la infancia, un pasillo de la facultad, una mirada de mi madre, un juguete roto, los eternos paisajes de mis visitas amorosas a Estambul, la carita de mi hija Fatima cuando la vi por primera vez y ese “nossa nossa assim voce me mata” sonando como el hit del verano en el quirófano. Recuerdos  emblemáticos o  insignificantes. Otros elevados a la categoría de leyenda, agrandados una y otra vez al ser contados. Y los hay agridulces, patéticos y vergonzosos también. El torbellino de ellos es incesante, semejante a un corredor de metro de una metrópolis visto en cámara rápida. Así vive mi recuerdo, en medio de otros tantos. A veces se duerme por años y no sé nada de él. Y otras se regodea en mi corteza pre frontal, ahí donde dicen  están los más recientes.

Ahí estaba mi padre a mi derecha con una especie de malla-calzoncillo,  con su torso en cuero y el pelo revuelto en postura de ataque. Lo veo aún hoy. En la cochera, a escaso metro del portón, está él,  parado con sus brazos extendidos pero formando un ángulo de noventa grados y con las palmas de sus manos listas para la masacre…

En cuanto a mí, me siento pero no me veo. Quizás perciba algo de mis extremidades, tal cual las percibo ahora, tal cual nos vemos siempre, así sin estar tan al pendiente de nuestro cuerpo.

En la pared de salpicré y a nuestra izquierda, por encima de nuestras cabezas estaba ella. Dueña de este recuerdo y este relato.

Era la araña más grande de la que se haya tenido registro. Treinta y cinco, cuarenta centímetros  en la pared. La tarántula Goliath del Amazonas se ubicaría en un segundo puesto. Aunque para ser honesta con este increíble recuerdo, la mía no hubiera combatido haciendo gala de ser un peso pesado ya que  era enorme, pero mas bien delgada. O sea, en la confrontación de Goliath con mi flaca filistea, ya sabemos quién hubiera cargado los laureles.

Eso es todo, esa es la fotografía de mi recuerdo. No hay imagen de película. No tiene principio y no tiene fin. Es una instantánea en mi memoria. Pero tan real que durante mucho estuvo ahí, sin ser cuestionada, yendo y viniendo con la misma irregularidad de siempre.

No podría precisar cuando vine yo a presentarme la teoría  de la imposibilidad de esa evocación. Digamos que hacía rato era yo el intento de  “lo que iba a ser” cuando eso comenzó a suceder. Sí, digamos que pasó mucho tiempo.

Con un poco de cordura y viendo un documental al azar, concluí que (¡pf!) nunca sucedió. Confié, entonces, en los expertos que relataron la existencia de “falsos recuerdos” y en toda una maraña de explicaciones científicas del porqué suceden. Bue…ya estaba, debía resignar mi escena de película y limitarme a ser el espectador que poco o nada puede aportar para darle credibilidad al asunto.

Hasta hace muy poco…

Sentadas en mi pequeña cocina, mi amiga Gloria y yo, como un sábado más nos acompañamos, mientras hablamos casi sin mediar espacio de cosas de todo tipo. Cayendo en el inevitable cotilleo, series, evocaciones de  nuestros años dorados, proyectos y sueños.

Y como si no bastaran las palabras nos adentramos en esta historia y por primera vez en treinta años le conté mi experiencia absurda con la araña. Esperaba la risa y la justificación, casi  hasta el apoyo condescendiente pero, amoroso de mi amiga. No obstante, lo que ella me contó me estremeció.

  • Tendría yo unos tres, cuatro años. En ese entonces jugaba mucho con un par de niños vecinos de unos 7 y 10 años más o menos. Tal par eran hijos de unos comerciantes de la zona. Solía entrar en su casa y jugar ahí-  Comenzó mi 
  • Por favor seguí- la animé curiosa yo.

-Fue entonces cuando ocurrió algo que nunca más voy a olvidar pero que al igual que a vos me despierta dudas acerca de su objetividad.

Para ese entonces, yo me retorcía anticipando una narración  de abuso o maltrato. Los medios repiten una y otra vez historias atroces de menores vejados. ¡Habían pasado treinta años, treinta años y nunca me había hecho siquiera mención de esto! Y ahora estaba en su boca a punto de ser escupido.

  • Me llevaron a un patio y me hicieron prometer que nunca iba a contar esto a nadie- siguió ella.

Mi corazón  se aceleraba. Mas, lo que me contó no lo esperaba para nada.

  • Así lo hice- prosiguió. Y entonces destaparon la tapa de desagüe y, ahí, en ese pequeño reducto, había una mano. ¡Una mano humana!
  • ¡Nooo te puedo creer!- Dije por usar una muletilla fácil para el asombro pero creyendo en su relato o queriendo creerlo.

Después entramos a repasar la historia. Me puse en fiscal y argumenté las imposibilidades del caso. Mi exposición era débil y poco creativa, como si en el fondo no quisiera desacreditarla, más por mí que por ella. ¡Tenía que ser cierto! Tan cierto como mi depredadora…

Ese podría ser el mejor relato de los últimos tiempos, aún dudando de que haya objetivamente sucedido. Es más, la duda no le resta mérito, por el contrario cubre la historia de un halo de misterio que la hace más inquietante.

Concluí, entonces, que ambos episodios eran excitantes  y que podrían empalmarse con “lo otro”, lo que vino después. Siendo así, más útiles que el estar al servicio de la abulia dominguera.

II

Unas sacudidas rápidas en medio del remolino de sábanas y el acostumbrado malhumor de las mañanas cuando las noches han sido malas. Llevé, accidentalmente, mi mano derecha al pecho izquierdo y ahí,  como la araña en la pared, estaba un bulto.

Cuánto tiempo estuvo  sin decir nada, no lo sé. Cuánto tuvo que pasar para que yo tomara consciencia de todo el mundo que había creado durante tantos años, tampoco lo sé.

Alguna que otra tristeza vivida en soledad, angustia, miedo y que se yo cuantas otras yerbas concentradas en una pelota, que más tarde descubriría,  llevaba buen tiempo creciendo de modo silencioso…

De pronto me encontré envuelta en un torbellino de pasiones, papeles, aparatos y la poca comprensión del que ama sin entender. Más la culpa, la tremenda y miserable culpa   por los controles que no hice y pude hacer.

Tal como un sistema, ese que enseñé una y otra vez  en teoría política, el cáncer es un todo. Entran una variedad de insumos al organismo.  Algunos de ellos poco probables (en el sentido de su incapacidad para probar que también fueron causales), que desafían la razón y otros claramente identificables. Entre estos últimos, los hay variados también, factores genéticos, estilos de vida, factores vinculados al entorno físico, etc. Las dinámicas y restricciones también pueden verse a través del enfoque sistémico y lo más interesante o productivo es que permite ver, entender que todo está interrelacionado y que todas las partes son interdependientes.

El comer sano y la calidad de vida, una verdad indiscutible pero innecesaria para mí. El entorno, el estrés, mis ansiedades, mis miedos al acecho.

Y en medio de todo ello, una madre con cáncer de mama y un padre muerto a los 54 años de cáncer….de colon, o próstata, o huesos, o testículos… no lo sé. No lo sé porque, en el afán de protegerme siempre, mi madre se llevó esa información con ella.

Mi amorosa madre vivió gran parte de su vida  con una secuela  que le dejó la enfermedad y que la marcaría para siempre en su parte estética y más aun interna. Convivió con un brazo diestro agigantado por lo que hoy entiendo pudo ser algo vinculado con el sistema linfático. Y mi padre, ese héroe del episodio de la araña, mi querido padre y su bolsa de colostomía anexada a su costado izquierdo y su sonrisa apagándose dolorosa y amargamente. Zorba el griego, su música emblemática  y un Anthony Quinn por siempre en mi corazón. Esa melodía, ese baile marcado  como el último y el más dulce de los recuerdos al lado de su cama.

Todo esto que suena y resuena a enfermedad y muerte lo viví y lo padecí, pero creí haberlo trascendido.

El cuadro lleva directamente a la pregunta clara ¿si he sido feliz? Pues claro y hasta reventarme. Me he reído hasta, literalmente descomponerme. ¿Unas pocas veces? Mil y más. ¿He recibido amor? Miro al cielo y levanto los brazos a Dios, al universo, a la divinidad que nos cobija y digo: ¡sí! Con un grito interno  que de salir traspasaría lo imaginable.

¿Siento que he cumplido sueños? Por supuesto. Subí con mi maleta provinciana a un avión y recorrí cientos de lugares, ví gente de todo tipo, comí, bebí, bailé, recé cumpliendo el dicho de “ a donde “fueres haz lo que vieres”, lloré y abracé amistades de todos los colores.

¿Gocé de salud? Tanto que me creí inmortal.

Y sin embargo es tan extraña la condición humana que no sé cuando, en qué momento toda esa bienaventuranza quedo atrás.  El bulto en el pecho y su posterior diagnóstico  de  cáncer  de mama en etapa cuatro y las consecuentes  metástasis óseas y pulmonares, trastocaron todo.

Y heme allí con los sentidos aturdidos, la boca seca, los pies descalzos en el frio invierno y los mocos espesos como el chocolate. ¿Qué era eso? ¿Qué de mi? ¿Qué de mi familia? No…no era verdad, no lo era… Y de pronto la locura, la perturbación mental instantánea, callada,  vivida en la más profunda soledad. El sentir que el chasquido de unos dedos podría despertarme del adormecimiento cruel que me tenía detenida por minutos (aunque siglos para mí), en el living vacío cuando los demás dormían.

Y en esa locura, la reflexión absurda y el recurso menos esperado: al día siguiente me despertaría con un recuerdo, con un falso recuerdo de esa sentencia. Así como la araña en la pared.

El despertar no alejó mi cáncer y al pasar  los días me predispuse a seguir un recorrido que ni yo misma entendía. Recursos de todo tipo afloraron de mano de allegados. Y la veracidad de la diagnosis, para nada subjetiva ni dúctil, certificando lo inevitable. La falsa certeza de haber vivido aquello se desvanecía frente a  las pruebas.

Y así, en medio de la distorsión de la realidad que no fue, comenzó mi etapa adaptativa encaminada a defender cualquier resquicio de salud.

III

Hoy aprendo y desaprendo. Soy alumna y paciente. Y le voy dando, de  a poco, a mi identidad una herramienta que ha de estar ahí desde siempre.

Mi ambiente vertiginoso, figuras rápidas que corren a velocidad de las estrellas fugaces y yo sintiéndome parada en medio de todos. Siendo centro, al menos por un instante, para ellos. Me regodeo de eso, mas de a poco voy comprendiendo que no vale. El deber pasa por otro lado, al menos para mí. Debo afianzarme en la aceptación (nunca resignación) de lo que me pasa y abrir mi mente y alma a todas las experiencias que ésto trae sin victimismos, sin apegos.

El temor al dolor no se ha ido, ni a que un día me encuentre sin poder valerme por mi misma, tampoco. Pero hoy, solo hoy planifico las cortinas que voy a comprar, el cuadro que me falta y los libros que voy a leer. Tengo que conseguir otro trabajo y así dejar atrás el que no me acepta más. Mis hijas seguro tocaran maravillosamente el piano y tengo que estar ahí.

Y quizás otro día cualquiera, sentadas con mi amiga en la cocina, repitiendo la anécdota de la mano y la araña en la pared repasaremos estos días. La ferocidad de algunos hechos y la abundancia de otros. Dudaremos de algunas cosas, justificaremos otras.

Y ahí, en el mismo mostrador pondremos a la mano, a la araña y al cáncer.

Entonces una de las dos, no podremos después descifrar quien fue, dirá una palabra que lo resumirá todo: remisión.

Y esa vez, claramente,  seré yo la que cite al célebre poema de Francisco Luis Bernárdez, “porque después de todo he comprendido que lo que el árbol tiene de florido, vive de lo que tiene sepultado”.