Ágata M.

Si hablamos de despedidas, una de las más recordadas es la de Ilse y Rick, amantes que parecen debatirse entre la vulnerabilidad y la fortaleza. Sin embargo, todos esperamos hasta el último cuadro que ella se dé vuelta y corra hacia sus brazos, pero no, no lo hace. Se pierde en la neblina con Laszlo. Tal vez por eso Casablanca es una película memorable. En la realidad como en la ficción, las despedidas marcan un final o son puntos de giro en una historia. En general, las despedidas son momentos importantes y me gusta clasificarlas: una de las más comunes son las despedidas tristes, como la de Casablanca; hay despedidas concretas y abstractas;  y también existe un grupo sorprendente llamado “despedidas bienvenidas”, menos famosas pero muy necesarias.  Sobre estas puedo extenderme largamente: son las que más me enseñaron, de las que  aprendí, vaya si aprendí. Allí se agrupan, por ejemplo, las despedidas de los pañales de los hijos, o las despedidas de los jefes malhumorados, o las despedidas de los “colados” en una fiesta cuando por fin se retiran. En mi vida se presentaron sin invitación el Sr. Adeno y el Sr. Carci, y justo ahí empezó el baile.

En septiembre de 2016, un PAP de rutina dijo que había unas células dudosas y me indicaron una biopsia. El resultado de la biopsia dijo que era mejor hacer un estudio un poco más profundo, una conización. La conización, en diciembre, dijo que había células precancerosas en el cuello del útero. Me tomé todo enero para pensar y digerir. Para estar en silencio y llorar asustada. En soledad.

En febrero, charlando con el ginecólogo le conté mi decisión y le pregunté:

-¿Si yo fuera tu hermana qué me aconsejarías?

-Lo mismo que me acabás de decir. Muerto el perro se acabó la rabia –me contestó.

También tenía un bulto en un pecho, pero eso era “nada”, había dicho el mastólogo mirando la mamografía y aconsejándome que fuera a dermatología porque la piel al lado del pezón estaba un poco colorada. “Debe ser un absceso”, agregó. Unos días después empecé tratamiento con una dermatóloga con cremas y un antibiótico, y me ocupé de lo importante: el cuello del útero y sus células preintrusas.

Así empezó esta cadena de despedidas tristes, definitivas, pero necesarias. Despedidas punto de giro.

En marzo de 2017 me despedí de la cueva que había albergado a mi hijo, mi útero. Con él se fueron un ovario, una trompa y su cuello. Mi madre había tenido cáncer (un primario oculto que se cree que se inició en ovarios);  en ese momento yo tenía 48 años, ya había empezado a jugar a las escondidas con la menopausia y sus irregularidades, y ninguna intención de tener otro hijo ¿Para qué arriesgar?

Antes de la operación, la dermatóloga me sugirió una ecografía de partes blandas porque la crema y el antibiótico nada le habían hecho al absceso que ya estaba más grande. Un mes después de la operación en la que me despedí de mis órganos reproductores con la certeza de estar haciendo lo correcto, pero dolorida por la pérdida y con muchas dudas, me hicieron una punción en ese bulto en el pecho que ya se había convertido en una invasión. Mientras tanto me preguntaba si se sentiría igual un orgasmo, si la vagina me habría quedado más “corta” o cómo sería la vida sin los ciclos mensuales. El bulto ocupaba la  mitad de la teta. (A partir de este momento, mi teta pierde todo contenido erótico y se convierte en una teta a secas en este texto. Y en la vida real también.) Una teta a la que miraba extrañada porque había cambiado su tamaño.

El martes 9 de mayo de 2017 tenía turno con el ginecólogo, debía llevarle la anatomía patológica de lo que me habían sacado, rutina, siempre lo hacen. Primero fui a buscar el resultado de la punción, así ya que estaba le llevaba ambos aunque él no era el especialista en mamas. Abrí el sobre con el resultado en el pasillo del instituto donde fui a buscarlo. Leí: bla bla bla “Carcinoma invasivo e intraductal”. Se me aflojaron las piernas, respiré profundo y seguí caminando con la frente alta, como si con esa respiración hubiera entrado en mí una dosis concentrada de entereza. Como si no hubiera sido humano y necesario soltar lágrimas, dudas o miedos. No, yo y mi trinchera de resistencia. Tan entera y tolerante a la vez, y mientras avanzaba hacia la puerta de salida podía sentir la vulnerabilidad que pugnaba por brotar por mis poros y en ese instante entendí que mi vulnerabilidad es el alimento de mi fortaleza; cuanto más vulnerable me siento, más temple alcanzo. Mientras ocurría este descubrimiento, avanzaba hacia la puerta, necesitaba salir de ahí imperiosamente, necesitaba estar en la calle. Ni bien pisé la vereda encendí un cigarrillo. Sí, un cigarrillo. Los adictos somos así. “Tengo cáncer de mama, no de pulmón”, pensé y le di una honda pitada a mi bastón. Bastón que dejé poco después. Caminé varias cuadras por Callao abrazada a la cartera. Caminé abrazada a la cartera, estrujando el papel que seguía en mi mano. Me temblaba la mano, la mandíbula y me repetía la frase que se había clavado en mi frente unos minutos antes ni bien leí que el Sr. Carci me manoseaba sin placer ni permiso la teta izquierda. Caminé estoica por Callao, con la mirada en alto, sin una lágrima, sin dramatismo, con la frase clavada en la frente que golpeteaba sin parar. Crucé Corrientes sin mirar. Continué caminando, llegué hasta Avenida de Mayo estrujando el papel en la mano, abrazada aún a la cartera con la frase clavada en la frente. Bajé al subte. Campera azul me dijo algo, colgué una sonrisa como toda respuesta a su no sé qué me dijo. Solo escuchaba esa voz: “Yo no soy mi mamá, yo no soy mi mamá, yo no soy mi mamá”. Mi mamá tan amada, tan ejemplo para todo, hoy la distanciaba de mí tanto como podía. Mi mamá tan amada y tan muerta de cáncer.

Mientras el subte avanzaba, yo estaba en pausa, anestesiada, conmocionada, pero derechita y erguida. Así llegué al otro consultorio donde me esperaba el resultado del análisis del útero, cuello y ovario que me habían sacado solo 49 días antes. La secretaria me dio el resultado. Leo: bla bla bla “Endocervix Adenocarcinoma in situ”. Un papel en cada mano. Las manos que temblaban y las lágrimas que no caían, y una puteada a los gritos atravesada en la garganta. Uno adentro y otro afuera. Los señores Carci y Adeno se habían presentado. Ese verano, mientras estaba tan feliz de haber llevado a mi hijo de siete años a conocer el mar, mientras hacíamos castillos en la arena y yo me hacía la linda en la playa, Sr. Carci y Sr. Adeno tocaban mis partes íntimas sin consentimiento. Lograron que sintiera que mi teta y el fondo de mi vagina ya no me pertenecían. Teta y vagina objetos de la ciencia, murió el erotismo. Teta y cuello del útero, ¿hay algo que pertenezca más al sexo femenino?, a mi condición de mujer ¿Qué tengo que aprender? Para qué me pasa esto, me pregunté.

Pocos días después, ya tenía pedidos todos los turnos correspondientes con los profesionales pertinentes. Unos días después, la mastóloga dijo:

–Hay que hacer una mastectomía, sacar la mama.

–¿Toda? –pregunté. Me acaban de sacar el útero, el cuello, un ovario y una trompa, pensé.

–Sí, toda, el tumor es muy grande y tu teta es chiquita, entonces ocupa mucho lugar. Y como también hay que sacar partes sanas que están alrededor del tumor, eso va a ser toda la teta. Después hay que hacer quimio de la fuerte, de la que se cae el pelo. Y  después, rayos.

–Ay… ¿pezón y areola también? ¿Es necesario? –Por más que después me hicieran una teta reconstruida, sin pezón ni areola no sería una teta, sería como una rodilla, pensé.

–Sí, es necesario, el tumor está por debajo del pezón y de la areola.

Ante mi cara de desasosiego, agregó:

–Lo estético no importa  –Tan seca, tan sabionda con sus dos tetas debajo del guardapolvo blanco.

–No es solo estético –alcancé a decir con una voz irreconocible al lado de mi habitual vozarrón, mientras me tragaba el nudo en la garganta y pensaba: es mi termómetro para el frío, es mi indicador de excitación sexual, es el lugar a través del que se alimentó mi hijo, es mi teta del lunar cerca de la areola, mi teta inconfundible, tan adornada, tan besada, tan original, tan mía. No es solo estético. Es mi imagen corporal, es mi sexualidad, es mi erotismo, es mi autoestima, es mi miedo a no gustarle nunca más a un hombre ni a mí misma, es mi amor propio. Es todo lo que está anudado a lo estético, pero no es lo estético como algo banal, estúpida. Y claro que me la voy a sacar si es necesario, es más me la voy a arrancar yo misma. Con las manos, con los dientes, con una tenaza porque me da bronca este cáncer y el otro y quiero ser feliz. Volver a ser feliz. Tener tiempo para ser feliz. Aunque la felicidad sea un instante la quiero en mí, la quiero para mí.

Soy optimista, soy soñadora, soy entusiasta. Pero entonces, sabía que me iba a tener que enfrentar con cierta oscuridad. El cáncer puede que ya no sea sinónimo de muerte, aunque en algunos casos y algunas zonas, sí. Y en algunas familias más: mi madre, mi abuela materna, mi tío materno, mi abuelo paterno, y varios más no tan cercanos, murieron de cáncer. En distintas épocas, en distintos lugares del cuerpo. Nadie de mamas, ese fue mío. Nadie dos cánceres al mismo tiempo, Sr. Carci y Sr. Adeno, eso se lo debo a la originalidad que me caracteriza. La oscuridad me miraba de frente, sin pudor, desafiándome. Y la dejé venir, porque sé que la mejor manera de exorcizar los demonios es reconocerlos, invitarlos a que se manifiesten. Un truco para mantener el control.

Pasan los días y no sé si primero me operan y me hacen quimio después o al revés “¿Quimio, yo? ¿Es en serio? ¿Pelada? ¿Vómitos? ¿Llagas? Por ahora tengo miedo, inconsciencia y bronca. Mucha bronca. Sobre todo bronca. No soporto tantos llamados de teléfono, ‘pero no dejen de hacerlo por favor’”¬. La gente le teme a la bronca, la bronca es buena, la bronca no te deja tirada, la bronca empodera, la bronca motoriza y entonces averiguo sobre alimentación y suprimo harinas, azúcar y lácteos. Los días pasan. Investigo sobre los efectos del aceite de cannabis, ya sé también que la obra social me tiene que pagar todo el tratamiento y la reconstrucción mamaria cuando pueda hacerla, mi papá me prepara un brebaje de aloe vera y whisky, quiero saber para qué me enfermé. Quiero saber por qué tantas despedidas, pedazos de mí perdidos por ahí. Quiero saber qué me está gritando mi cuerpo. Cuerpo mío, no sé qué me estás queriendo decir y me abrazo en el silencio de la madrugada. Y lloro, lloro mucho. En la madrugada. Cuando mi hijo duerme.

A la mañana muy activa, fuerte y operativa, a las 9 de la noche, mientras remuevo el guiso que estoy cocinando para mí y para mi hijito, me siento como el culo. Un culo flácido y caído. No me duele nada, no es físico. Solo quisiera salir corriendo de mí y meterme en otro cuerpo.

Me propongo decir cosas que tal vez a algunas personas no les gusten, no me importa (y vaya si eso es raro en mí), me ampara la ACI, Asociación de Cancerosos Impunes.

Tengo miedo de dormir boca abajo y que el Sr. Carci contagie al músculo pectoral, a las costillas, al corazón, a cualquier otra parte de mi cuerpo que esté en contacto con él, sé que no es posible, pero no duermo boca abajo. También tengo muchas personas que me quieren a mi alrededor.

Sábado a las 8 de la mañana, mensaje en el teléfono móvil, “ya sé que me quieren, pero por qué no se van un poquito a la mierda o a dormir que es muy temprano”. Hace bastante tiempo que no tengo la vida que quisiera tener. Quisiera vivir más tiempo en el deseo que en el deber ser, mis días están dedicados a las obligaciones y también tengo una manija bien grande que suelo agarrar bastante seguido y hacerla girar y girar y girar. Y ahí la maternidad y la crianza en soledad fueron más grandes, el desamparo fue total.

Sigo muy operativa, inquieta y sin respuesta sobre cómo seguimos, si quimio y operación o al revés. No hace un mes que me enteré del diagnóstico, ya sé que las pelucas de pelo natural, cortas, cuestan mucho dinero en Argentina. Yo tengo el pelo largo, a la altura de mi teta. De mi teta que no va a estar más y busco imágenes de mastectomías en internet. Y no me puedo hacer a la idea de verme así.

Tratando de organizar lo que se viene, y haciendo honor del apodo que me había puesto mi madre “la directora”, nombro a mi hermana mi Jefa de Gabinete (ya no soy la directora, soy “La Jefa”), sé que mis amigas y mis primas me van a tener que ayudar con mi hijo, tal vez tengan que venir a casa a darme una mano con… básicamente con todo. Necesito supervisar. No me gusta que me ayuden, si yo puedo. Estoy pasada de rosca, ya sé, la ansiedad es mi manera de la angustia. Hablo con la psicóloga, vuelvo a terapia. Me entero que las pelucas de pelo natural en el exterior, cuestan 3 veces menos que acá. Quiero la peluca, 49 años sin una teta y con el pelo corto ¡no! Sin una teta. Sin una teta. No me lo puedo imaginar, no puedo rastrear una sensación conocida como para hacer una base y amortiguar el golpe. Ya averigüé por la prótesis externa, una bola de silicona con forma de teta que se pone adentro de un corpiño con bolsillo. La acaricio y le agradezco. De ahí en adelante, cada vez que estuve desnuda, la acaricié, le di las gracias por haberle dado el alimento a mi hijo, por haber recibido tantos besos y halagos. Mi tetita inconfundible, la empiezo a despedir.

Ya estoy en pleno tratamiento de quimioterapia, la operación será después, hay que achicar el tumor que es muy grande. Le cuento a hijo que voy a tener que hacer un tratamiento, que me van a dar un remedio que es fuerte que va a hacer que se me caiga el pelo, pero que es muy “power” y que me va a hacer muy bien.

–¿Todo el pelo se te va a caer?

–Sí, todo. Pero no importa porque después, cuando ya no me den ese remedio, vuelve a crecer.

–Yo no me voy a cortar el pelo hasta que a vos te crezca entonces. Así yo tengo pelo por vos.

Se fue a jugar. Al rato volvió:

–Eso que tenés ¿es de morirse?

–Pero no, hijo, nada que ver…

Mi prima me regaló una peluca hermosa, de pelo natural muy largo, me pelé antes de que se caiga solo. El erotismo no murió. También tengo una peluca de corte carré color azul eléctrico. La uso para ir a pasear con mi hijo, y él con una de rulos blanca. La gente se ríe de nosotros por la calle, nos sacan fotos, y nosotros somos felices.

Miro hacia atrás ¿Quién era esa que le preocupaba el paso del tiempo en la piel? De a ratos me agobian mis ojos, los pasos que me llevan a no sé dónde, las aristas de mi esperanza. Qué tonta es la esperanza. Mi cuerpo desconocido me pregunta quién es la que nos mira aún lejana, esa que ya tiene pelo y sonrisas. Y yo le contesto que no me importa esa, que se me canta el hoy y el tengo miedo de no volver a saberme enamorada, de no volver a sentir un abrazo peludo en la madrugada o que tengo miedo de no darle el primer like cuando sea youtuber o paseador de gatos y yo sea la madre más orgullosa. Hay días en los que puedo pasearme con la peluca azul y electrizar mis venas, pero hay días, días, días.

Honro la oscuridad que me acompaña ahora. La miro, comprendo su existencia. La pongo del revés, la olfateo, nos soportamos una a la otra. Tanto poner el cuerpo rompe el signo. Afasia de mí, y un desierto. Ni el lenguaje guarece: “Si digo agua, ¿beberé?” se preguntó sabiamente ella, la orfandad. Pero este silencio no es desierto, lo habita un cuerpo podrido, oscuro, perdido, que aúlla y no hay respuesta. La batalla quiebra la abstracción. Ya no es posible el sentido, no hay poesía. Toda yo, un significante.

No pierdo las esperanzas de encontrar el porqué de todo eso, lo busco dentro mío y me doy cuenta que también estoy harta de ser la mitad de mí, de saber que tengo un resto que no puedo usar porque no le alcanza la energía. De sentirme cansada, asqueada, de no reconocer mi cuerpo. Y también me enojo con mi cuerpo. Sí, porque toda mi vida tuve una relación sin complejos con él, nos llevábamos muy bien. Él no era perfecto y yo tampoco, tuvimos una excelente convivencia durante 47 años. Pero me traicionó. Y a veces me miro y no sé quién soy ni en quién me convertiré.

Lo paradójico de esta época es que sabemos de nanotecnología, podemos clonar la vida, pero no sabemos entrar en nosotros mismos, no sabemos vernos más allá de nuestras limitaciones. Nos hemos identificado tanto con la personalidad que hemos olvidado, incluso negado, nuestras posibilidades mágicas. Preguntas, pensamientos, conclusiones y ninguna certeza.

Tener cáncer no son solo lágrimas y preocupación. Tener cáncer también es la posibilidad de reírse de uno mismo. Así me pruebo pelucas de colores en todos los negocios de cotillón y me saco fotos posando. Estoy pelada, y eso me da la oportunidad de jugar.

Viajo en el subte. Pienso en cuántos virus estarán mirando apasionadamente a mi deprimido sistema inmunológico. La bufanda verde tiene la nariz colorada por un inocultable resfrío, la campera roja tiene unos raros granitos en la mano, el tapado negro una mancha en la oreja. La peluca castaña quiere bajarse en la próxima por las dudas, pero tiene que seguir hasta Lima a para encontrarse con su doctora y el free pass para la próxima quimio.

El viernes entrará por mis venas por última vez el veneno amado. Falta poco para terminar con esta sensación horrible que me acompaña desde julio. No es el gran final, falta recorrer un trecho más. Y me siento ilusionada y contenta y ansiosa con el fin de esta etapa. Y sin embargo, no sé dónde me lleva. No importa, mi panza ya no se sentirá en vértigo constante, la comida volverá a tener su sabor original, las ganas de hacer tendrán un cuerpo que las acompañe, la piel no necesitará estar tan protegida y algunas cosas más. Y el pelo, y mi pelo, volverá a crecer, a ser mío. Me extraño, pero quiero ser una versión mejorada de mí. Qué todo esto no haya sido en vano, por favor.

Siempre quise tener una buena delantera, pero siempre tuve un buen “irme”. Y hay una ley que dice que las mujeres que tienen un buen trasero, no tienen senos grandes. Así era yo, con tetas chicas y corpiños push up para resaltar lo natural y muy buen relleno de pantalones. Muchos años atrás fui a la consulta con un cirujano plástico para hacerme un aumento mamario, me acompañó mi mamá. Nos fuimos del consultorio con la fecha de operación fijada a los quince días. En esos días, alguien me dijo que el cuerpo era un templo, que yo tenía muchos otros atributos como para gustar, para sentirme bien conmigo, que reservara esa opción para otros motivos. Le hice caso, sin estar muy convencida de sentirme bien conmigo pero con plena confianza en su palabra. Parece que este será el motivo. Entonces, ya sin mi teta izquierda, pienso en que cuando me pueda hacer la reconstrucción, me voy a poner la cantidad que me hubiera gustado tener, pienso que la areola se puede tatuar, pienso que soy más fuerte que antes. Incluso participé en una campaña en vía pública mostrando mi cicatriz con una sonrisa enorme porque esa raya que atraviesa mi pecho es la marca que me quedó cuando despedí a mi yo anterior.

Ya pasó un año de este proceso que todavía escribo en presente. No puedo guardarlo aún. Hace poco me enteré que soy portadora del gen BCRA 2, mutado. La proteína codificada BRCA2 es anormal y no funciona correctamente, es incapaz de impedir que las células comiencen a dividirse descontroladamente y evitar un tumor. Dicho en buen criollo, mis genes no me defienden de ciertas células tumorales y me dejan propensa al cáncer de  mamas, ovarios, páncreas y un tipo de cáncer de piel. Entonces, también me tengo que despedir del ovario que me queda. Algunas personas heredan propiedades, otras, genes mutados. Esto solo significa que soy propensa, no que los voy a desarrollar  sí o sí. Y en esa zona gris de propensión entra lo que vivimos y nos enferma y sirve de disparador y el cortisol permanente y las defensas bajas, y la necesidad de saber por qué me enfermé en mis zonas femeninas. Porque viví una maternidad en soledad sin elegirlo y me aferré a ese dolor  y no supe salir y me sentí muy desamparada sin mi mamá siendo mamá y porque me convertí en madre y no supe seguir siendo mujer con el cansancio, la falta de un buen trabajo y las privaciones. Y porque no sé pedir. Pedir ayuda.

Hace unos días se cumplió un año de la última sesión de quimio (ya está archivada en el grupo “Despedidas definitivas”). No soy de detenerme demasiado en las fechas, no extraño más a mi mamá el día que se cumple un año más de su fallecimiento, pero esa fecha me conmovió. Anduve todo el día llorosa y pensativa. Así, llegué a un par de conclusiones. La vida es sabia, no siempre, pero a veces lo es. Lamentablemente el ser humano no aprende en el bienestar, aprende en el dolor. Por eso existen las despedidas. También por eso, creo yo, que esta vida es tan hija de puta. Todos pataleamos como niños cuando nos toca sufrir. Sentimos que no somos merecedores de ese dolor, que es injusto, pero muchas veces, cuando pasó el tiempo y ese dolor solo es recuerdo, miramos hacia atrás y nos damos cuenta de algo, a veces es un “con razón”, otras es un “menos mal”. Y en ese momento es cuando podemos elegir a cuál de todos los grupos mandamos a esa despedida por la que pataleamos. La vida es sabia y con el tiempo me dio algunas respuestas. Tuve cáncer, me sentí muy sola al encarar el tratamiento que iba a llevar más o menos un año, sola de madre, sola de pareja, con un niño de siete años y con un trabajo precarizado. Hoy miro hacia atrás y me doy cuenta de que ninguno de los hombres por los que en ese momento tenía interés hubiera estado a la altura de las circunstancias o mejor, de mis necesidades. Más bien hubiera sido un peso muy grande. El dolor respecto de mi hijo no era que se me jugaba la posibilidad de no verlo crecer, era que en esa posibilidad, él tendría que vivir sin su mamá. Y yo sé lo que es esa “despedida desamparo”, tanto, que la niña que está dentro de mí caprichosamente siente que su mamá la abandonó; y yo no podía hacerle eso a mi hijo. Entendí además, que de algún modo yo también abandoné al padre de mi hijo. Cuando nos dejó en esta ciudad a los cinco días del nacimiento podría haber corrido a sus brazos, incluso sabiendo que eso no nos iba a llevar a la felicidad. Podría haberlo elegido en lugar de la maternidad en soledad. Sin embargo, mi elección fue no correr hacia él, y estoica, con la cabeza en alto, estrujando la teta para que saliera más leche y sin un mango, me quedé en Buenos Aires. Yo y mi trinchera, tan entera y tolerante, yo y la vulnerabilidad alimento de mi fortaleza. Quedarme y ser fuerte, quejarme y sufrir, una trampa. Y esto no le resta  mérito al abandono.

Como en Casablanca, como en mi historia, las despedidas  marcan un final o un punto de giro. Por eso, junto con el Sr. Carci, el Sr. Adeno, un ovario, una trompa, el cuello, el útero, y la teta izquierda, aquella Ágata ya no está.

Ella es la despedida.