Berta

Siempre digo que los libros, y sobre todo que la literatura me ha salvado la vida. Obviamente que la ciencia y los afectos lo han hecho también.

Esa noche estaba sola, leyendo un libro que me había atrapado por completo. Ese personaje también estaba solo, era una mujer que se hallaba en la soledad de una habitación de hotel, ella esperaba a su esposo que estaba en una reunión de negocios. Aburrida decidió ducharse y ante el espejo, contempló su cuerpo desnudo, se observó, descubrió que era atractiva, miró sus pechos y por curiosidad, también por preocupación femenina, los palpó, allí estaba esa bolita, habitaba en su seno derecho ¿Qué era esa dureza que ahora irrumpía en su soledad?

Páginas tras páginas me encontraba con esa mujer y decidí seguir sus pasos, los antecedentes familiares acechaban en mi memoria. Esa noche dejé el libro sobre la almohada y comencé a explorar en busca de mis propias durezas, me encontré de repente sintiendo los contornos de aquella pelotita que era mía, que estaba en mi cuerpo y era mi problema ahora.

En 2008 supe que algo de ese temor que habitaba en mi cabeza era real. Sin embargo, todo indicaba que era pasajero, controlable, que se iría con la llegada de un bebé. Pasaron los meses y ese borde definido seguía allí, pero ahora algo más grande y luminoso crecía dentro de mí, era mi hijo, el que los médicos aseguraban que se llevaría aquella pelotita, el que con sus ansias de vida vaciaría mis pechos para curarlos. Todo, pero todo se disolvería con su nacimiento.

Día tras día, fui aprendiendo a ser madre, vi crecer a mi hijo bello y fuerte. Amamanté con dolor, pero sus ojos hermosos me recordaban que él era mi sanación y yo era su vida. Continuaron los controles, pero ahora sabía que aquel nódulo no estaba solo, había uno más pequeño y más profundo, tan profundo como el miedo. Sin pensarlo demasiado y con una historia familiar a cuestas, le dije a mi ginecólogo-obstetra, a mi amigo y compañero de proceso, que me quería sacar aquellas bolitas, quería estar tranquila de hacer las cosas bien y si las cosas no eran claras, tener la tranquilidad de comenzar a tiempo.

En junio de 2010 llegó esa primera intervención, complicada, dolorosa en sentido literal y figurado, pero sabía que no estaba sola, estaban allí mis dos hombres hermosos, mis dos C, ese combustible extra potenciado que me impulsaba hacia adelante, con optimismo o tal vez sin pensar, avanzar, concretar. También estaban mis pilares fundamentales, mi familia, mi madre y su fortaleza infinita, el cariño silencioso de mi padre, esos tres puntales de titanio, esos hermanos que te dan parte de su vida sin pensarlo. Toda una fortaleza de cariño, que me recordaban todos los días que no debía bajar los brazos. Ese universo de incertidumbre que crecía en la espera de los resultados de esa biopsia, poco a poco alimentaba ese monstruo de temor, esa sombra que opacaba mis días.

Jamás voy a olvidar ese 8 de agosto, DG vino a casa, cruzó la calle porque somos vecinos, se sentó junto a nosotros y fue lo más claro que su cercanía le permitió, aunque ya tenía todo planificado. Esa dureza que había estado allí, que había sentido tantas veces con mis dedos, que nunca abandonó mi cuerpo, era esa palabra casi impronunciable, maldita, era una cachetada que me decía lo impredecible de la vida. Finalmente ese 8 de agosto de 2011, supe que tenía cáncer de mama.

El personaje del libro y yo, teníamos mucho más en común que solo la noche del hallazgo, las dos teníamos un mismo diagnóstico aunque yo deseaba con todas mis fuerzas no tener el mismo final.

Mi esposo, me abrazó y escuchó palabra por palabra lo que el médico dijo, ya tenía pautada la consulta con una eminencia, todo el camino estaba pensado para que las cosas salieran bien. Yo no podía pensar en ese momento, no podía llorar, tal vez estaba detenida en un tiempo inexistente. Así pasaron los días, la casa se habitó de voces, de gente, de fuerzas que tiraban para un mismo lugar. Mi amor chiquito me miraba a los ojos y me decía cada mañana con su presencia que yo no podía abandonarlo, y descubrí en otro libro que me marcó para siempre, qué era lo que realmente me pasaba, no era el miedo a la muerte era la nostalgia de la vida lo que me angustiaba, era pensar aquello que podía dejar. Era sentir que podía soltar aquellas manitos dulces y no despertar una mañana para abrazar a los que amo.

Viajamos a la capital, allá nos esperaba otro médico, un señor mayor cuya experiencia me daba tranquilidad. Todo se resolvió rápidamente, llegaron los estudios médicos, y una vorágine se apoderó de nosotros, fue un torbellino en 15 días. Septiembre llegó con una esperanza, esa cirugía sería el próximo paso, y como decía mi hermoso compañero “esta vaca se como de a bifes”, este momento era un bife más.

Llegué al hospital y una nube de incertidumbre me oprimía el pecho, el aire se me escapaba. La vista se me nubló, una leve nausea y luego la nada. El tiempo se detuvo para mí, pero afuera estaban ellos, mis amores, los que sostenían la soga, los que se aferraban para no dejarme caer. Finalmente, entreabrí los ojos, en aquella sala rodeada de practicantes que me observaban con un gesto entre curioso y piadoso. Por momentos eran una masa que se movía, las voces sonaban metálicas.

Pasaron las horas, los días, esa cicatriz estaba allí. Había estado 3 días sin ver a mi pequeño astro, lo extrañaba. Pero estaba esperándome, con sus toneladas de amor. Ahora seguía lo demás, porque ya tenía en mis manos los pasos a seguir, los bifes que restaban. Lo extraño era que no podía explicar lo que sentía, tal vez me negaba a creer que esto era cierto, tal vez dormía profundamente, tal vez esos meses fueron arrebatos de tiempo dentro de una pesadilla, tal vez era la muerte que me impedía gritar. Tal vez.

Llegó el día de conocer al oncólogo que me iba a atender en mi ciudad. Todo me generaba inseguridad, porque no sabía si las decisiones eran las apropiadas ¿A caso existía el médico que me podría curar y yo lo dejaba pasar? No lo sabía, pero había que avanzar. Ese día encontré un rostro apacible, con una voz y una mirada serena. SR me habló, evaluó eso que yo llevaba sin tener la menos idea de lo que significaba, sin saber cómo cambiaría mi vida, un poco más, a partir de la implementación de aquellos “esquemas”. Entonces comenzó a crecer la ansiedad, todos estábamos apurados por comenzar, como si el tiempo se escurriera. Tenía miedo.

Esa mañana no estaba sola, mi mamá, mi hermana, mi esposo y mi ginecólogo estaban en esa pequeña sala, allí conocí seres maravillosos. Esa enfermera flaquita, que había estado conmigo antes del parto y ahora me veía renacer, también estaba Andre, y su sonrisa angelical. Todo estaba planificado para salir bien. El pinchazo, la soñolencia, la charla, esas miradas que se encontraban bajo una misma circunstancia. Rojo intenso, espeso, invasor. Mi brazo no lo soportó, la comezón escalaba enrojeciendo mi piel. Ese color poco a poco se volvió insoportable para mí. Uno, dos, tres. Esa mañana algo desde adentro me despertó. Las náuseas, el mareo, el asco. Supe por primera vez qué era esa sensación de la que muchos me habían hablado. En ese momento también pensé en mi rostro cuando el cabello comenzara a caer. Fui a la peluquería, me corté el pelo, no quería sentir de golpe esa sensación de vacío, no quería levantarme una mañana y encontrar ese cadáver en mi almohada.

Esa primera quimio había sido complicada por lo que sin dejar pasar mucho más, SR me recomendó colocar un catéter oncológico y fue todo diciendo y haciendo. Un día tuve en mi hombro izquierdo esa especie de botón que mis hermanos con humor llamaban mi entrada USB. Otra cicatriz, otra cosa para asumir y superar. En adelante, las sesiones de quimio fueron menos traumáticas, porque siempre sostuve que tenía fobia al dolor físico, y sentía que no podría tolerar esa aguja. Tal vez allí comprendí realmente que eso que había creído siempre, no era así. Había tolerado las cirugías, la quimio, esa aguja gruesa que cada 21 días ingresaba en mi abdomen para bloquear mis ovarios. Lo había soportado todo menos el miedo a morirme, que día a día bloqueaba mi capacidad de pensar en el mañana, pensar en todo lo que sucedería en la vida de los que amaba, no quería morirme sin verlo crecer.

Había transcurrido un esquema, ahora la incertidumbre se actualizaba porque ya me  había acostumbrado a ese tercer día abrumador. En efecto fue diferente, ya no hubo tercer día y ya había asumido mi falta de cabello, que incluso tenía su lado positivo, porque en el verano había sentido mi cuerpo liviano, no renegaba por tener que depilarme, cosas de las que me había quejado habitualmente, esas pavadas de la vida que resultan ser nada en situaciones como estas. La vida  pende cada día de un hilo y yo era, en ese preciso momento, más consiente que nunca de eso.

Todo se desarrolló sin mayores sobresaltos, unas cosas finalizaron otras comenzaron, tuve que volver a decidir y lo hice sin mirar atrás. Mi maternidad estaba colmada, preferí estar viva para esa pequeña astilla que crecía y me llenaba de vida. Puse fin a mis posibilidades de tener hijos, allá quedaron mis ovarios un día y llegó la etapa de “señora grande”. Experimenté el fuego, esa lava ardiente que sube, llega y desbarata el orden, la ropa, la compostura. También apareció un nuevo fantasma, ya estaba todo terminado y ¿ahora qué? Me habían quitado el escudo, estaba en una guerra sin protección, la ciencia había terminado su parte y ahora era el vacío, la hoja en blanco de un escritor. Otra vez el miedo.

Entendí que debía pasar por ese lugar, tenía que expulsar todo eso, tenía que contarle a alguien que estaba aterrada, que no me quería morir, que tenía miedo de no ver el futuro. Había guardado todo eso porque no creía apropiado decirle a los que me rodeaban semejante verdad. Esa mujer que me había dado la vida, sufría en silencio, soportaba heroicamente su dolor; el hombre que me había apuntalado paso por paso, no podía cargar con ese peso, aunque en definitiva también lo cargaba, lo sabía, había experimentado el fin aunque se negó a ser derrotado. Nadie podía sentir lo que yo sentía, yo no podía explicar con palabras eso que me atravesaba. El tiempo y la terapia fueron cerrando esa herida, fui reconstruyendo pieza por pieza la vida que parecía derrumbarse. Cuando me di cuenta habían pasado 8 años. Ahora soy el personaje de mi propia historia, celebro la vida cada día y espero que el futuro llegue pero prefiero disfrutar el presente, con total intensidad. Digo gracias a todos los que me acompañaron y me acompañan. A veces recordamos con valentía aquella batalla, reímos, lloramos, descubrimos que fuimos y somos aquello que nos rodea, como me dijo el primer oncólogo que visité. La vida es esa novela por escribir y este ha sido solo uno de sus capítulos.