Capitán de Tormenta

Quedamos en encontrarnos en un bar en la esquina del negocio de pelucas. No la conocía. Una amiga me llamó para pedirme que la acompañara, que estaba sola: no tenía pareja, ni marido, ni hijos, ni sobrinos, ni hermanos. En el negocio la habían tratado. Yo le dije que era imposible, que las chicas que atienden son amorosas, yo las conocía. Y entonces me encontré. Tenía mi edad, muchas pecas, pelo fino de un rubio-pelirrojo.

Estaba asustada, ya la habían operado. Me dijo que quería saber cómo iba a ser todo, los médicos le explicaron pero no había nada como la experiencia. Me dijo que le contara con detalle. Sacó un cuaderno y una birome. Yo me quedé mirándola, no iba a dar cátedra. Nunca quise pertenecer a ningún grupo, ni ir a ninguna actividad que tenga que ver con enfermos oncológicos. Pensaba que cada uno hace el tratamiento que le indican, cada médico es distinto, cada persona es distinta y en esas actividades y grupos indefectiblemente se compara, se pregunta.

Me esperaba con el cuaderno abierto, esperando a que le cuente. Y sin querer le conté, ella anotaba, no sé qué. Le expliqué lo que aprendí, lo que hice, las cosas que me aliviaban, lo que me molestaba. Le dije que se consiga compañía para no ir sola a los tratamientos. Que se organice con la comida, las compras. Le conté los problemas que tuve y las cosas que me preocupaban. Ella anotaba y anotaba. Me preguntaba y seguía anotando.

Cuando terminamos fuimos al negocio. Las chicas me saludaron cariñosas y contentas, con el clásico saludo: – ¡Cómo te creció el pelo, qué linda que estas!
En seguida la presenté, bajaron la cortina como de costumbre. Le preguntaron qué quería, de qué color, qué tipo de pelo. La dueña del negocio le preguntó cuándo empezaba la quimio, dijo que era mejor cortarse el pelo antes. No duele tanto cuando se te empieza a caer, dijo. También me lo dijo a mí, y era verdad.
Ella le dijo la semana que viene así que córtame ahora. Me agarró fuerte la mano y me dijo quedate. Yo la miré, no sabía qué hacer. Era la primera vez que la veía y la iba a acompañar a uno de los momentos más traumáticos.

La sorpresa me paralizó. No sé si me quedé por lástima o por empatía. Pero me quedé mientras veía cómo le caían las lágrimas y el pelo. La peluquera mientras tanto hablaba sin parar y la consolaba con las mismas palabras que me había dicho a mí: Que el pelo cortito te queda divino, que después te vas a hacer siempre este corte, que con tu carita así estas hermosa.

Cuando terminamos, me soltó la mano que había apretado. Por fin abandoné esa tonta sonrisa nerviosa que tengo cuando no sé qué hacer o decir. Ella arregló con la peluquera qué peluca quería, su próximo turno y el momento en que iba a ir buscarla.
Al salir del negocio estaba agotada. Me dijo si quería que me alcanzara a mi casa. Asentí.
Me agradeció mucho haberla acompañado. Y me dijo que se iba a tomar el atrevimiento de llamarme siempre que necesitara. Le contesté con cortesía.

Al subir a mi casa llamé a mi amiga que me había pedido el favor. Me pidió perdón por someterme a una situación así. Yo siempre había hecho de mi pelo un tema de conversación. Me lo cambiaba todo el tiempo: me hacía rulos, plancha, dejaba largo, corto, rubia, morocha. Solía burlarme diciendo que era lo mejor que yo tenía. Total crece, decía. Era mi frase de cabecera. Antes de todo.

Me volvió a llamar muchas veces, para preguntarme, para contarme, para saber. Yo trataba de mandarle alguna frase de ayuda cuando sabía de su tratamiento. Después terminó, le creció el pelo. Hace poco me la encontré. Me dijo que ella también había hecho de “coach” varias veces. Que le fui de gran ayuda. Me gustó la palabra que usó, eso sí me gustaba ser.