Almarai

Solo oigo ruido en mi cabeza, pensamientos acelerados y desordenados que se suceden en absoluto caos, un estropicio mental absoluto, un estallido neuronal enloquecedor. Siento en mis oídos el palpitar del corazón, que bombea sangre desbocado en un intento de ayuda desesperada a mis órganos vitales que han entrado en desequilibrio, helados y pasmados por la noticia fatal. Todo mi cuerpo entero tiembla, un intenso frio interior me invade, no puedo respirar. El miedo, el pavor, el pánico más desesperado se apodera de todo mí ser al oír la palabra más temida: cáncer.

Mis mecanismos de defensa se ponen en marcha inmediatamente, no, no, no es verdad, seguro que hay una equivocación. Hay que repetir pruebas, hay que consultar nuevas opiniones. Esto no puede pasarme a mí, a mí no. No soy ese tipo de persona, una mujer de 44 años, guapa, atractiva, triunfadora en el mundo empresarial. Una mujer de éxito en todo, con un marido enamorado, dos hijos maravillosos, un entorno familiar perfecto. Tengo una vida estupenda, mi trabajo, mis amistades, mis viajes, mis triunfos. Y siempre la suerte me ha acompañado. Seguro que es un error.

Un mes después la misma verdad me vuelve a golpear con más contundencia, con más información médica, con un pronóstico peor. Y lo más aterrador, porque no puedo pensar más lejos, porque es lo más inmediato, porque ataca de pleno a lo físico, a mi aspecto, a mi belleza; hay que empezar quimioterapia urgentemente.

Y el tratamiento es de una toxicidad altísima, la enfermedad es una fase 4, hay que bombardear, hay que destruirlo todo.

El orgullo aparece dueño y señor y toma el mando de la situación. No hay que contárselo a nadie, solo a los más imprescindibles, mi marido, mi hermano y un par de amigas muy íntimas. No quiero que mis hijos y mis padres sufran, se les oculta. No necesito ayuda de nadie, puedo yo sola, no soporto miradas de pena, miradas en las que vea compasión, ojos que reflejen el pensamiento de una muerte inminente. Mi gran ego bien sentado en el trono del orgullo se apodera por completo de mí.

Con la peluca mi aspecto es tan despampanante como solía ser, hay que disimular con todos los medios estéticos a mi alcance este atentado a mi imagen. El maquillaje hace milagros, mis piernas en la minifalda siguen luciendo espléndidas, mi aspecto externo nada refleja mi verdadero estado interior, lo que me está ocurriendo, lo que me están haciendo. Mi actitud soberbia me ayuda. En esos primeros días, me agarro a ella como un náufrago a su tabla, sigo siendo yo, segura de mi misma, voy a superar esto, nadie debe conocer lo que me sucede.

Me avergüenzo, me avergüenzo de estar enferma, de no ser la de siempre. Y así escondida tras mis máscaras, empezaré a andar un camino del que creía conocer sus etapas, pero del cual ignoraba completamente todo.

El mar me atrae, y yo obedezco sumisa a su llamada sumergiéndome en sus aguas cristalinas en las calas más recónditas y solitarias, donde nadie pueda ver mi calva y mi rostro sin pintar. Me ilusiona comprobar que sigo haciendo lo mismo aun a pesar de todo, que no renuncio al placer de la playa en verano. Es complicado, eso sí, evitar el sol. Ir tapada por completo, sombrero pamela y gafas de sol bajo la sombrilla, factor de protección máximo. Pero estoy decidida a no dejarme vencer.

Sin embargo, pronto llegan los ingresos hospitalarios por bajadas de defensas, los antibióticos en vena, las transfusiones de sangre. La quimio tal vez me curara, pero seguro me mataba. Y entre todo ello, cuatro cirugías, dos antes, extirpación de útero y posteriormente de masas tumorales, y dos a la mitad del tratamiento, extirpación de ovarios y “second look”, y a la semana otra vez por oclusión intestinal.

Aún faltan tres sesiones más de quimioterapia y yo ya no puedo más. Me he aislado por completo, encerrada en casa, incapaz de seguir resistiendo. Los efectos secundarios de la quimio me atormentan, no puedo comer por las llagas, el sabor de los alimentos es horrible, el estreñimiento me provoca unas hemorroides de tremendo dolor, las nauseas son persistentes, las jaquecas constantes, la debilidad me invade.

Quiero ser fuerte, pero me hallo al límite de mis fuerzas. Después de las cirugías, aun consigo caminar cada día media hora, envuelta en una faja que me aprieta el abdomen para no sentir tanto dolor a cada paso. Tras la siguiente sesión, con sus correspondientes días de hospital, toda mi determinación se viene abajo, toda mi fortaleza, se derrumba, todo mi ser se rinde, mi cuerpo dice basta.

Y me hundo, y bajo a los infiernos y me muero.

No sabía que me mataba para encontrarte. Allí, en lo más profundo de mí, en ese interior desconocido, al que nunca había llegado, allí vivías tú, esperando que te reconociera, que descubriera que existías. Tu, mi Dios, mi alma inmortal, mi porción de divinidad. Mi poder verdadero, mi gran poder.

Encumbrada en mi ego, en mis capacidades, en mi extrema y falsa autosuficiencia, tuve que caer hasta lo más hondo para mirarte por primera vez. Ciega toda mi vida, nublada mi visión por los placeres y diversiones mundanas, por la ambición de la realización profesional, por ser la esposa y madre perfecta, por la inconsciencia más inconsciente, jamás me había imaginado que hallaría tal tesoro en mi, ignorante completamente de tu propia esencia.

Te descubrí muy pequeña, aunque supe inmediatamente que podías ser inmensa.

Fue casual, no te buscaba. Quizás fuiste tú, tal vez intensificaste tanto tu luz que ya me fue imposible no verte. Recuerdo perfectamente ese momento mágico. En una noche en que presentí la muerte tan cercana que una extraña calma se apoderó de mí. Sentí todo mi cuerpo derrotado, el corazón latiendo débil, el abandono progresivo de mis escasas fuerzas. Entonces, todo mi ser se sumergió en una gran paz. Y pedí ayuda, pedí ayuda como nunca antes lo había hecho. Un grito silencioso que surgió de mí con una potencia enorme. “POR FAVOR, AYUDAME, YA NO PUEDO MÁS”.

Y en ese instante te hiciste real. Fui consciente por primera vez, de que ahí estabas, de que eras tú y era yo al mismo tiempo, y eras Dios y era el Universo entero. Y sentí una fuerza tan poderosa, que las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos porque de alguna forma tenía que rebosar tal plenitud, una emoción de felicidad tan grande en medio de tanto dolor.

Me dormí tranquila y sintiéndome protegida y segura. Al día siguiente me encontraba más animada y más fuerte. Pude ir a la visita médica programada. Y a partir de ahí, empezaron a aparecer en mi vida personas desconocidas que actuaban guiadas por ti. Que cambiaron mi vida, porque me cambiaron a mí, y que hicieron posible el milagro…

Mis ángeles.

Conchita apareció de forma que yo creí entonces casual. Ella me ayudaba con un tratamiento de tipo energético. Tenía que ir todos los días, cosa que a mí me pareció imposible al principio. Pero fui. Un día, y otro y otro, hasta año y medio. Hasta que aprendí. Hasta que aprendí lo que ella me tenía que enseñar. Que no era otra cosa que a amarme a mí misma. Conocerme a mí misma. Nada más. Y nada menos. A ir hacia mi interior, a buscar la sanación en mi interior. Me compró libros, me prestó películas, me inició en cursos de Espiritualidad y Crecimiento personal.

Nunca me pidió nada, decía que hay cosas que hay que hacerlas solo por amor, que si no, no son efectivas. Era como una madre espiritual, atenta, generosa, pendiente de mí, sacrificada, maestra estricta a veces, amorosa siempre. Me enseñó nuevos caminos, otras maneras de entender la enfermedad.

Gracias a ella, pude acabar mis sesiones de quimio. Volví a sentirme fuerte, con una nueva vitalidad. Empecé a comprender, con una comprensión profunda, quien soy yo verdaderamente, y poco a poco va emergiendo una nueva mujer, igual a la anterior en su esencia, pero muy distinta al mismo tiempo. Como si un alfarero me hubiera vuelto a meter en el horno. El barro es el mismo. Pero la pieza es diferente.

Cuando mi médico me comunica que `”por ahora” estoy limpia, me invade una gran sensación de alivio, pero inmediatamente mi mente se activa y pregunta que tengo que hacer para seguir así, que he de hacer yo, quiero ser partícipe de mis buenos resultados, estoy dispuesta a hacer todo lo que sea, no puedo esperar pasivamente esperando a ver que quieren hacer mis células. Pienso en que me diga cómo debo alimentarme, que tipo de vida he llevar, una pauta de ejercicios, alguna medicación que pueda tomar. Pero el doctor me mira con su seriedad y frialdad habitual y me dice que no tengo que hacer nada, que coma de todo y que haga vida normal.

Me siento decepcionada y le insisto de nuevo, tiene que haber algo que yo pueda hacer entre tanto.

No esperaba lo que venía a continuación. Sin perder su gesto imperturbable, me mira fijamente y me dice: “Si, hay algo que puedes hacer, sé feliz.”

Y sigo su consejo. Pero también hago mi parte.

Vuelvo a ser libre. Tengo por delante tres meses sin médicos, ni tratamientos, ni analíticas, ni pruebas, ni hospitales. Libre, por fin, para recuperar mi vida, para intentar volver a ser yo, para intentar reconstruirme en esta nueva mujer.

Sobre todo para aprender a vivir sin miedo. Esto es lo más difícil. Empezar de nuevo sin que cada día, al despertar, pienses en cuanto tiempo te queda, si volverá el drama oncológico, o cuánto tardará en repetirse. Por las noches es peor… hasta que no me vence el sueño, los recuerdos de los peores momentos me atacan a traición y siento como me paraliza el pánico a que todo eso pueda volver a mi vida

Diría que es justo ahora cuando empieza la lucha verdadera. La lucha contra la enfermedad. Mi lucha. Pero no, no es lucha la palabra. Lucha implica guerra, y esto no tiene relación con la guerra. Tiene que ver con la paz. Rectifico, pues. Empiezo la conquista de mi bienestar, de mi paz interior, de la armonía y buen funcionamiento de mis células, de mis órganos, de mi sangre. Y voy construyendo a esta mujer, la que tiene una salud de hierro, la que nunca volverá a enfermar, la que jamás volverá a ingresar en una habitación de hospital.

Y por encima de todo, empiezo la construcción de la mujer que se ama, de la que no tiene miedo, de la que vive.

De la que es feliz.

Voy paseando con mi pequeña perrita bichón maltés por la orilla del mar. Tengo la suerte de vivir al lado de la playa. El mar me acoge, me revitaliza. Me sienta bien. Mirando el azul de sus aguas me sumerjo en las profundidades de mi espíritu. Tengo tres meses de libertad. Tres meses en los que tengo que cambiar programas de mi cerebro, en los que he de trabajar para que la enfermedad no vuelva. Tengo claro que no puedo ser la misma persona, o lo puedo ser, pero mejorada, transformada. Que debo cambiar mis rutinas, que tengo que introducir nuevos hábitos. El cáncer viene por varios factores, nunca uno solo.
Identifico cuales son, sé en que no puedo caer de nuevo, tengo claro lo que me perjudica.

Y comienzo. Desde ese mismo instante. Empleándome a fondo con todos mis recursos. Al máximo, sin tregua, cerrando todas las grietas posibles, actuando desde todos los frentes. Lo principal, nada de preocupaciones, mucha calma, descanso y tranquilidad. Dejo el trabajo que ahora entiendo hasta que punto me estresa y me agota. Como decía mi abuela, a grandes males, grandes remedios. Inicio mi actividad creativa, siempre me gustó escribir. Cambio mi alimentación, como de todo, pero de proximidad y las carnes ecológicas. Té verde, alga espirulina y un batido antioxidante por las mañanas. Meditación y libros de autoayuda. Acupuntura. Medicina alternativa. Mis conversaciones con Conchita, la terapia energética. Todos los días un paseo por la playa. También por el campo que empieza la primavera y están brotando los almendros. Todo se renueva, renace, resucita. Y yo también.

Yo hago mi parte, si, pero lo que ignoro es que mi encontrada parte divina que es la vida, o el alma, o el universo o Dios, o el destino, cada uno en lo que crea, hace la suya. Y te sale al encuentro y te sorprende. Y cuando eso ocurre, tienes que estar atento. Muy atento. Y aceptarlo por encima de todo, por encima de creencias, moralidades, prejuicios o temores. Y se presenta de muchas formas, a través de muchas personas, y todo y todos con un mismo objetivo: sanarme.

Olivia, la chica rumana que desde hacía 4 años venia cada semana a mi casa a limpiar. Ella, con sus 22 jóvenes años, siempre sonriendo, feliz y callada, respetuosa y dedicada, trabajadora entregada y generosa. Yo, ignoraba completamente quién era. Un ángel del Dios mismo que llamaba cada semana a mi puerta, y yo sin enterarme. Ella es cristiana y pertenece a una iglesia evangelista junto con sus otros compatriotas rumanos. Un día me invitó a asistir. El resto lo hizo Dios. Tocó mi corazón, me tomó por completo. Entendí lo que significa tener una relación personal con Dios. Sentir su Amor. Me bauticé, y viví las experiencias místicas más intensas. Un verdadero éxtasis. Un poder transformador. Luego supe que ellos, a petición de Olivia, llevaban tiempo orando por mí. Me acogieron como uno más. Me sentí parte de esa familia. Comprendí el gran poder de la oración, individual y conjunta.

La espiritualidad fue lo primero que vino a mi vida. No lo busqué. Llegó a mí de forma espontánea. Yo, únicamente decidí probar. A ver que era todo eso que la vida me ponía delante. Me dejé llevar, sin plantearme ni cuestionarme nada, con la mente y el corazón abiertos. El amor hizo lo demás.

Casi a la vez, junto con mi despertar espiritual, llega la publicación de mi libro. Me llama Teresa, una de mis mejores amigas. Sabe que ahora quiero ser escritora, mi gran sueño desde niña. Me dice que tiene un amigo editor, que ha creado su propia editorial y está buscando escritores. Me anima a presentar alguno de mis escritos. Quedo con él. Le gusta lo que le enseño. Me propone escribir ese libro. Pero tengo que tenerlo listo en 4 meses. Teresa está a mi lado en todo este tiempo. Me entrego intensamente a la creatividad. Lo consigo. Y se publica. En un año estoy firmando ejemplares, en presentaciones y en ferias de libros. Increíble.

Todo eso va sucediendo durante el primer año después de dejar la quimio, cuando más peligro existe que se reproduzca el cáncer. Yo voy pasando mis controles cada tres meses sin ningún problema.
Mi pelo ha vuelto a crecer, estoy más guapa que nunca, con mi buen tipo de siempre, delgada y esbelta. Me dicen, sin embargo, que me ven distinta, que tengo otra luz. Es cierto. He cambiado. Sigo siendo yo, pero ahora soy algo más.

Y justo en ese mismo tiempo, llega Pilar, una amiga, mamá del cole, no especialmente de las más íntimas. Me llama para decirme que le han diagnosticado cáncer de mama en una fase bastante avanzada.
Con nuestras pelucas, nuestras cejas pintadas, y nuestro miedo, forjaremos una sólida amistad, mientras compartimos este difícil camino, apoyándonos mutuamente, sintiéndonos acompañadas día a día, sin saber que cuando te ayudo, me ayudo, que nos reforzamos mutuamente, que cuando una cae, la otra la levanta, que es más llevadero entre dos. Yo podía haberte ignorado, o no entregarme a tu amistad como lo hice, pero supe que estabas ahí por algo, y nunca te dejé.

Pilar entendió que debía amarse por encima de todo, a ponerse a sí misma por delante de cualquier otra cosa, a cuidarse de verdad. Me siguió en el tema espiritual, busco su parte divina.

Dejó su trabajo de economista en una multinacional, se prejubiló, y se dedicó a sus hijos, a su nueva pareja, a cultivar un pequeño huerto, a caminar todos los días dos horas por la montaña con unas amigas, para a continuación otra hora de caminata conmigo por la playa,, contándonos mil confidencias, riéndonos y divirtiéndonos juntas, sanándonos la una a la otra.

Hablamos de todo, pero sobretodo del tema que ahora más nos preocupa. La sexualidad.

Porque si, después de la quimio, de las operaciones y de todo el proceso, me siento completamente muerta en el aspecto físico y sexual, anulada en mi feminidad, incapacitada para sentir o dar placer a un hombre. La horripilante cicatriz que recorre mi abdomen de arriba abajo, del ombligo hasta el pubis, me acompleja y avergüenza, y me recuerda constantemente que ya no existe nada de todo mi aparato reproductor femenino, mutilado a causa de la enfermedad, incapacitada para siempre mi fertilidad sometida a una menopausia precoz.. Aun soy una mujer joven, y en plenitud sexual. Ahora, ya resignada a ser medio mujer, a no sentir.

En realidad, no debería preocuparme mi vida sexual, cuando hay toda una vida entera en juego. Pero, la verdad, es que es una de las causas de malestar y me da rabia tener que renunciar a sentir excitación y deseo físico.

Y me preocupa mi matrimonio, por supuesto. Mi marido, un hombre bueno y maravilloso, al cual amo profundamente, tiene toda la paciencia que hace falta tener. Pero yo no siento nada. Finjo que todo va bien, cuando en realidad estoy bloqueada. Percibo como él intenta disimular, aparentando que no se da cuenta de mi vagina reseca y de mi falta de deseo. Pero yo voy viendo como su interés por practicar el sexo es cada vez menor y nuestros encuentros sexuales se van espaciando en el tiempo.

Pilar me expresa la misma desazón. Su pecho reconstruido, el pezón tatuado, las cicatrices, la medicación hormonal….nada de eso ayuda a reencontrar a la mujer pérdida.

Pido ayuda, ayuda para que pueda recuperar algo de esa parte de mi, ayuda a mi alma, ayuda a mi Dios.

Y aparece Alberto en la vida de Pilar. Ella separada hace unos años tiene una nueva pareja relativamente reciente a la que teme perder. Es el hombre de su vida, están realmente felices juntos. Pero ahora es todo muy difícil y el sexo se ha vuelto muy complicado para ambos. Se sienten como extraños. Hay una barrera entre ellos. La entiendo perfectamente.

Pilar y Alberto llevaban veinte años sin verse. Jugaban de niños, se deseaban en la adolescencia, se entregaron juntos a los primeros placeres físicos. La atracción mutua era tremendamente intensa. Siempre fue así, aunque no se sabe bien porque, cosas de la vida, tal vez se conocían demasiado, nunca fueron pareja. Él escogió a otra mujer con la que está felizmente casado y ella a otro hombre. Y siguieron sus caminos, hasta que un día coincidieron en una conferencia.

Y su mundo se tambalea por completo cuando ve y reconoce el mismo deseo en la mirada de él, e inmediatamente vuelve a sentir intacto ese mismo deseo abrasador que la atrapa y la consume. Se resiste.
Durante seis largos meses de citas amistosas, resisten ambos lo que ya es imposible parar. Hasta que una noche caen en el más apasionado de los besos, y los dos saben que ya no hay vuelta atrás.
Vuelve a ser mujer en sus brazos, no, mentira, es mucho más mujer. No necesita cremas lubricantes, la excitación surge natural y la lleva a orgasmos intensos. Él nunca preguntó acerca de las cicatrices. La amó sin preguntas. Ella jamás le habló del cáncer. Eran un hombre y una mujer, que a pesar de la situación conyugal, son lo suficientemente valientes y libres para entregarse a la pasión. No es la típica infidelidad. Es algo difícil de explicar. No tiene que ver con el sexo, no tiene que ver con el amor. Y tiene que ver con el sexo y el amor al mismo tiempo.

Hay que ser valiente para vivir.

Desde que está con Alberto, Pilar ha solucionado del todo el tema sexual. Ambos siguen con sus respectivas parejas pero se siguen viendo de vez en cuando. Imposible prescindir él uno del otro. Hay algo especial y mágico entre ellos y pueden mantenerlo sin que altere su vida conyugal. Cuesta entenderlo y aceptarlo. Pero en su caso, Alberto es ese ángel que ha venido para curarla.

Para Pilar soy su confidente, solo yo puedo comprenderla. Y no solo eso. A mí me ayuda saber que nada está muerto, que puede revivir, que es posible. Vuelven la ilusión y la esperanza. Ahora me lanzo con nuevo entusiasmo al renacer de la pasión. Y lo consigo. También aquí me reinvento. También aquí me reconstruyo. Mi matrimonio ha entrado en una nueva y excitante etapa. No se trata de volver a lo de antes.

Se trata de ser distintos y mejor.

Voy de victoria en victoria, pasando controles con éxito, primero trimestrales, luego cada seis meses, hasta que a los tres años ya son anuales. Y así hasta hoy, 10 años después.

Siguen todos en mi vida, mis ángeles. En todo este tiempo mi relación con cada uno de ellos ha profundizado y se mantiene viva y estable. Siguen a mi lado, acompañándome en el camino de la vida. Yo he vuelto a la vida laboral, pero ahora como free lance. Ya he aprendido. Ahora gestiono mis tiempos. No me agoto, nada de estrés. Ahora me amo.

Cuando te encontré, cuando fui consciente de ti, empezaron los milagros, todo cambió.

Y desde el comienzo siempre, el verdadero y único protagonista: el Amor. Porque todo esto va de amor. En todas y cada una de sus formas. Amor a uno mismo, amor fraternal, amor de pareja, amor incondicional, amor pasional, amor divino. Amor. La más potente de las medicinas. La gran fuerza transformadora. El mayor poder.

El amor que te busca, el amor que te encuentra.

El amor que aceptas, que acoges. El amor que vives.

Solo eso. Tan simple. Tan grande.

AMOR.

Pilar y yo hemos ido juntas a una cercana cala nudista. Es la primera vez. Pero estas mujeres que somos ahora se atreven, se desnudan sin ningún pudor, y se sumergen felices en las aguas transparentes, sin importarles ni avergonzarles las visibles cicatrices de sus cuerpos. Parecemos dos niñas traviesas divirtiéndose en el mar. Nos sentimos pletóricas, llenas de salud y de vida.
Libres.

Mientras flotando me dejo mecer por las suaves olas que me acarician, mi cuerpo y mi rostro al cielo y al sol, siento Tu presencia en mi interior y me invade una intensa emoción.

Y escucho una palabra. Que sale de mis labios, que viene del corazón.

GRACIAS.

Nota del Autor: Todo lo aquí escrito es fidedigno y real. Puedo aportar cualquier prueba médica que se requiera, así como testigos personales. He tenido que resumir mucho, porque explicar 10 años tan intensos en 10 páginas no ha sido tarea fácil. Pero espero y deseo que mi testimonio pueda ayudar a quienes lo están experimentando en el presente o para aquellos que lo tengan que vivir en el futuro.
Agradezco esta iniciativa y su tiempo y atención.