Ishtar Caminante

‘Esa imagen es fea. Te voy a derivar con un patólogo para que te vea. Eso te lo tienen que sacar.’ Las palabras de mi ginecóloga me tomaron por sorpresa. Le había llevado mis estudios de rutina: mamografía, ecografía mamaria, ecografía ginecológica. Hacía dieciocho años que me trataba con ella y era la primera vez que la escuchaba con esa contundencia. Unos diez años atrás me había mandado a una interconsulta con un mastólogo. En esa ocasión me habían hecho una punción en la misma mama y el mismo lugar en el que aparecía la fea imagen. Pero eran otros su tono de voz y su expresión esta vez.

Cuando le comenté esto a una colega del trabajo me preguntó: ‘¿Cuánto te dio el birads?’ La miré intrigada. Yo no sabía qué era el birads. Nunca le había prestado atención a ese código al final de mis estudios. Miré mis estudios anteriores. Siempre aparecía el número 2. En estos últimos decía: 4c.

Una semana después estaba con el profesional que mi doctora había sugerido. Se notó que había sido su profesor en la facultad. Palabras calcadas: esa imagen es fea, repitió. Yo me preguntaba qué es feo o bonito para una ginecóloga o para un patólogo. Mis criterios de belleza probablemente no fueran compartidos por ellos… La fealdad de la imagen hizo que el doctor escribiera una orden de punción. En la parte de la orden en la que se debe escribir el diagnóstico puso: ca de mama. Me miró y suavemente me dijo: ‘Yo ya pongo cáncer de mama para que la obra social le cubra todo al cien por cien. No se preocupe. Hoy el cáncer de mama se cura.’ Eligió una manera delicada de darme el diagnóstico. Recién ahí entendí que una imagen fea equivalía a tumor. E inmediatamente pensé en una situación familiar que me había desbordado unos meses antes. ‘Lo de hacerse malasangre es cierto’, pensé. Fue mi única reacción en ese momento.

Salí de la consulta y empecé todos los trámites para hacerme la punción. Yo no me daba cuenta de lo que me estaba pasando. Estaba como desdoblada: había una yo que acababa de recibir un diagnóstico de cáncer de mama y otra yo que estaba observando los hechos como si le pasaran a otra persona. Seguía con mi vida como si me hubieran mandado a hacer anteojos por la miopía. Les comenté algo a mi hija, a mi compañero, a mis padres, hermanos. ‘Tengo que hacerme una punción porque en la mamo y en la eco sale una imagen fea’ era mi explicación.

Yo no era consciente pero esas dos yo se manifestaban, por un lado, mientras seguía haciendo como autómata todo lo que me mandaban; por otro, algo dentro de mí (escindido de esa yo que hacía trámites, pedía turnos, se punzaba) empezaba a cobrar protagonismo. Era como una voz interior, un conocimiento ancestral, una convicción interna que, frente a un diagnóstico de cáncer de mama, me preguntaba: ¿qué viene a enseñarme esta enfermedad? ¿Qué aprendizajes pendientes tengo? Claro, me hubiera gustado no necesitar la aparición de un carcinoma para hacerme esas preguntas. Evidentemente, solo las escuché cuando el cáncer silenció el ruido mental de la cotidianeidad que me atraviesa.

El resultado de la punción lo leíamos, dos semanas más tarde, con mi compañero, que me había esperado en un barcito en la esquina del centro médico de dónde retiré el informe: carcinoma invasor grado II que compromete a todos los cilindros recibidos. Tiempo después, la biopsia realizada al material extraído en la cirugía precisó que se trataba de un carcinoma lobulillar infiltrante grado II y carcinoma tubular infiltrante. No era un cáncer; eran dos. Yo seguía desdoblada: quien leía ese diagnóstico era un yo inmutable que ya tenía clarísimo qué era una imagen fea para una ginecóloga y para un patólogo. Mi otra parte, la que estaba llena de preguntas y ávida de aprendizajes, decidió que, más allá de lo que hicieran los médicos, en cuyas manos me entregaba, ese cáncer me interpelaba y yo estaba dispuesta a responderle.

Mis médicos, excelentes, contenedores, cálidos, pacientes hasta el infinito con las vueltas de la obra social (que afortunadamente tengo), sabían mucho de cáncer, de estadificación, de protocolos y tratamientos, pero sabían muy poco de mí. Yo necesitaba abordar ese proceso de una manera más abarcativa, desde un enfoque que tuviera en cuenta mi historia, el momento que atravesaba, mis percepciones, mi cosmovisión. Como yo era una más de muchas y muchos pacientes, decidí que no podía ser tan egoísta de exigirles más tiempo del que ya me dedicaban contándoles mi biografía y opté por ayudar en el proceso de curación (y sanación) desde una actitud proactiva. Yo sumaría mi parte a lo que los médicos hicieran. En buena medida, mis afectos contribuyeron a esa fortaleza vital a la que yo sentía que podía aferrarme. Por ellos y gracias a ellos que me acompañaron en un camino personal e impredecible.

Fue mi hija, adolescente, la que le puso todas las palabras a la situación: ‘Mamá, ¿te vas a morir?’ me preguntó cuando le dije lo que se leía en el informe de la punción. No me esperaba esa pregunta. O no quise imaginármela. ‘Bueno, supongo que algún día me voy a morir. Espero que no sea muy pronto y que todavía me quede una misión en este mundo. Quiero seguir acompañándote por un tiempo más’ contesté. Alguna parte de mis dos yo escindidos se conectaron en ese momento. ‘Que me quede una misión en este mundo’. Ese pensamiento fue adquiriendo una dimensión cada vez mayor a medida que transitaba los tratamientos oncológicos.

Mientras esperaba la fecha de la cirugía, empecé a encontrarme con personas, lecturas, historias, relatos que iban encajando como piezas de un rompecabezas. Se iba armando una obra con partes mías y aportes ajenos. Era un efecto dominó. Un encuentro me llevaba a una lectura, esa lectura a una charla y esa charla abría otra puerta más y así seguían encadenándose situaciones. Estaba claro que buena parte de mi atención estaba puesta en el tema del cáncer y eso me hacía descubrir información disponible que solo ahora me resultaba significativa. De a poco, el rompecabezas iba tomando forma: era un camino en medio de un bosque. Yo estaba en ese bosque, confundida y desorientada, pero iba vislumbrando partes de ese camino y, todavía entre medio de los árboles, empezaba a acercarme hacia él. No sabía hacia donde me llevaba ese sendero, ni qué obstáculos o facilidades me deparaba. Lo que sí sabía es que era cuestión de empezar a caminar, de no pensar en un destino, de estar presente durante el trayecto, de aprender, de aceptar desprenderme del equipaje más pesado que me agotaba al caminar, de estar dispuesta a detenerme en las encrucijadas y dejar que mi voz interior me dijera hacia qué dirección tomar. Y sabía que, si bien no estaría sola en el viaje, solo yo podía dar mis propios pasos.

El camino a recorrer tenía varios componentes. Por un lado estaban los estudios, la cirugía, los tratamientos que vendrían (quimioterapia, parte que ya recorrí; radioterapia, el trayecto que estoy transitando; hormonoterapia). Por otra parte, empezaron a sumarse encuentros personales con amigas, colegas, conocidas y desconocidas que también tuvieron o tienen cáncer de mama. De algunas de ellas yo sabía que habían pasado por esto. De otras, algunas con las que trabajo hace años, lo desconocía por completo. También me llegaban mensajes de personas a las que hacía tiempo que no veía y cuando se enteraban, me proponían un cafecito, una charla, un llamado que eran siempre bienvenidos. Además de los pasos médicos y las charlas que compartían experiencias, se sumaron libros. Empecé a recordar títulos de libros que alguna vez me llamaron la atención, encontré o me recomendaron, o bien las propias lecturas me llevaban a descubrir otros textos. La idea del viaje está en varios de esos títulos; parece ser una imagen universal. Algunos libros hablaban específicamente de cáncer, otros de enfermedades en general. Pero yo sentía que necesitaba un abordaje más integral y sumé libros de filosofía, lecturas sobre budismo (especialmente budismo femenino), antropología, psicología, biografías. Otro componente del camino fue una terapia complementaria que contribuyó a promover estrategias para un enfoque holístico de todo el proceso que estaba viviendo. Y a todo esto le agregué mi esencia, mi alma, mi yo vital o como sea que se pueda llamar esa capacidad de conectar todo de una manera personalísima que hace que tenga sentido y coherencia lo que parecen piezas sueltas incapaces de convivir.

La cirugía fue exitosa. Era la primera vez que yo entraba a un quirófano y que recibía anestesia general. Aunque corría el mes de mayo, pleno otoño, ¡el quirófano estaba refrigerado! Yo solo vestía una bata de algodón y el cuerpo olía al líquido yodado con el que me habían pedido que me ‘bañara’. Sentí mucho frío y desamparo hasta que la anestesia hizo efecto. Lo siguiente que recuerdo es a mi compañero y a mi hija junto a la camilla diciendo: ‘¡Salió todo bien!’ Creí contestarles. Luego me dijeron que parecía drogada, que emití un sonido ininteligible. Ya en la habitación, volví a sentir mucho frío. A diferencia del quirófano, estaba calefaccionada y, sin embargo, no había frazada que alcanzara para entibiarme. Era un frío que venía desde adentro y que me hacía temblar de una manera ajena a mi voluntad y control. La enfermera me explicó que era una reacción normal post anestesia. Ya había llegado mi mamá al sanatorio y entre ella, mi hija y mi compañero me explicaron que el ganglio centinela estaba limpio, que no había metástasis. El patólogo me había dicho que solo me haría una cuadrantectomía ya que hoy se tendía a conservar la mama, en la medida que el cuadro lo permitiera. Sin embargo, cuando unos días después me retiraron la faja que me cubría el torso para hacer la primera curación, me impactó mucho la imagen que recibí: el pezón apuntando hacia la axila, una gran cicatriz con sus puntos, el color verde en toda la mama por algún producto. Lo del color verde se fue; el pezón se enderezó un poco; la cicatriz sigue ahí.

Durante el post operatorio tuve tiempo de empezar a leer mucho de lo que había venido encontrando. Yo sentía que esas lecturas se iban engarzando como las cuentas de un collar. Cada una era una unidad en sí misma, pero me llevaba a otra y cobraba más sentido al verla en contexto con el resto, formando una cadena que podía volver a recorrerse en cualquier sentido descubriendo nuevos significados. Los encuentros con mis amigas, colegas y otras personas seguían estando, seguían llegando, seguían cumpliendo misiones cada uno de ellos. Tenía la íntima convicción de que cuando necesitara alguna experiencia, alguna guía en el camino, resolver alguna duda, levantar el ánimo iba aparecer la persona o la circunstancia que necesitara. Tal vez, todo este proceso me había vuelto más sensible, más mística y, de manera inconsciente, estaba percibiendo dimensiones que no había reconocido antes. Se abrían puertas de manera misteriosa y por ellas llegaban personas, lecturas, situaciones, encuentros que respondían a preguntas a veces no formuladas explícitamente, que cubrían una necesidad intangible, que resolvían una angustia. ¿Era la enfermedad la que generaba todo eso? ¿O a partir de la enfermedad se re-conocen aspectos que teníamos dormidos?

Una de esas experiencias, que llegó por lo que me sugirió una colega, fue la que, finalmente, logró terminar con mi desdoblamiento y unir esas dos partes mías escindidas que venía experimentando desde que recibí el diagnóstico. Esa colega también pasó por un cáncer de mama, más complicado que el mío. Ella encontró en la fe religiosa una fortaleza para confiar en su recuperación. Esa actitud positiva, entre otras, me la trasmitía cada vez que la veía o me mandaba mensajes. Me dijo que fuera a Luján, a la Basílica, y pidiera el aceite de la Virgen. Suelo ir a Luján (ya mi abuela materna era devota de la Virgen) pero era la primera vez que oía hablar de ese aceite. Aproveché un día que estaba allí para ir a la Basílica. Buscar el aceite era una excusa para estar un rato en un lugar en el que me sentía a gusto, que me traía buenos y cálidos recuerdos. Sentí que me haría bien ir y allá estaba. Con sorpresa, me resultó muy sencillo conseguir las pequeñas bolsitas con un algodón embebido en el aceite de una lámpara que está junto a la imagen de la Virgen (un aceite con una fragancia muy agradable). El sacerdote que me las dio me preguntó para quien eran, me dio una bendición y me deseó que me recupere. Luego me incorporó a un grupo que lo estaba esperando, rezamos una oración, volvió a bendecir y se dirigió a una señora en silla de ruedas a la que empezó a escuchar, como lo había hecho conmigo momentos antes. Me alejé silenciosamente y me dirigí hacia los bancos del templo. Era un día frío, del mes de junio. Puse las bolsitas en el bolsillo de mi tapado y me senté en un banco de la Basílica. Había ido sola, se veía poca gente, se sentía bastante silencio y se percibía un ambiente sereno. Yo tocaba las bolsitas con mis dedos y mi mente estaba como suspendida, ‘en blanco’. Y en un instante, sin aviso ni motivo, me quebré. Comencé a llorar, silenciosa y profusamente. Era un llanto imparable, ajeno a mi voluntad y yo no intentaba controlarlo. En ese instante, mis dos partes escindidas se unieron y sentí la unidad entre mi cuerpo, operado de cáncer de mama, y mi alma, espíritu, fuerza vital o como se lo quiera llamar. Y a pesar de la congoja que expresaban mis lágrimas y toda mi actitud, con mi cabeza entre mis manos y los codos en las rodillas, sentada en ese banco de la iglesia, era un llanto sanador, reprimido desde el momento del diagnóstico. Mi reacción interna, profunda, auténtica frente al diagnóstico de cáncer de mama recién llegó en ese momento, más de un mes después de la operación, cuando aún no tenía el resultado de la biopsia de la lesión.

Al leer historias de otras mujeres que han pasado por ese diagnóstico o escuchar en primera persona esas experiencias, me doy cuenta qué diferentes son las reacciones. Yo, parece, soy medio lenta en reaccionar. Sería tema de psicoterapia, pero creo que era una manera de protegerme, de no aceptar lo que me sucedía. Necesitaba otros tiempos emocionales y recién cuando se cumplieron, pude desbloquear ese muro que me impedía conectar el cuerpo tangible con el sutil. Recién en ese momento sentí de manera real lo que me estaba pasando y pude desahogarme. Quizás influyeron las lecturas que había venido haciendo, las charlas, los encuentros, esa otra ‘alimentación’, tan importante como la de los productos que compramos en góndolas, negocios de barrio o ferias. Desde ese momento que pude unir mis dos partes, otro sendero se abrió en el bosque. Uno más luminoso, más pleno y, también, más complejo.

La biopsia de la ‘lesión’ (nuevo nombre que aprendí para llamar a un tumor, que se suma al de imagen fea) tardó bastante. Los factores pronósticos necesitan más tiempo para elaborarse que la descripción histopatológica y eso demoró el informe. Cuando finalmente llegó, los resultados fueron alentadores: a la ya conocida descripción del tipo de carcinoma, se sumaron el tamaño no grande (2,5 por 3 cm) y la confirmación de la hormonodependencia (sospechada por mi patólogo). Sin embargo, el factor de proliferación daba alto. Esta última información fue la que hizo decidir al equipo que me atendía que era necesario un tratamiento con quimioterapia para mejorar la eficacia del proceso y reducir el riesgo de recidiva.

Mi patólogo me derivó al oncólogo. ¡Esa derivación me golpeó! Me provocó un shock de angustia. La palabra oncólogo no estaba en mi cabeza. Esa especialidad médica me presentó al cáncer en toda su dimensión. Muchas veces había escuchado que las personas con cáncer iban al oncólogo; pero es distinto cuando hay que pedir un turno en primera persona. Y la derivación era para iniciar una quimioterapia, ya que esa parte del tratamiento no la dirige el patólogo. Oncólogo y quimio. Ya me había acostumbrado a usar la palabra cáncer; ahora tenía que amigarme con estas dos nuevas palabras y con todos los mitos e imágenes que se asocian a ellas. La foto de una persona con cáncer es la foto de una persona en tratamiento con quimio: demacrada, pelada, ojerosa, delgada, extenuada. Al recuerdo de mis cicatrices quirúrgicas, le sumé ahora esta nueva selfie.

Consulta tras consulta, me fui familiarizando con la quimio. Aprendí los nombres de drogas oncológicas que me aplicaban; descubrí que hay muchas quimioterapias (porque hay muchos tipos de cáncer); me armé de paciencia para las aplicaciones de dos horas cada 21 días; me organicé para los controles de laboratorio siete días antes de cada nueva aplicación; me hice a la idea de un cambio de alimentación a ‘comida de hospital’ mientras durara el tratamiento. Pero para lo que no hay preparación que valga es para los malestares post aplicaciones. Ver a mi hija, a mi compañero, a mi madre tratando de cuidarme y darme lo mejor y yo negándome a comer, tirada en la cama sin voluntad de moverme, con náuseas permanentes, día y noche, era desalentador y frustrante. Es verdad que ese cuadro duraba pocos días, pero sabía que volvería luego del siguiente ciclo. En mi caso, fueron pocas aplicaciones (solo cuatro). Y no la pasé bien. Cuando escuchaba sobre otros tratamientos en la sala de aplicaciones, o cuando me contaban mis amigas de ciclos más largos y complejos, admiré a esas personas que sobrellevan con entusiasmo procesos que fácilmente pueden doblegar toda buena intención de salir airosa.

Antes de empezar la quimio, me fui a cortar el pelo. Ya que se iba a caer, que se cayeran mechones más cortos así ensuciaba menos. Tiempo después, a través de las lecturas que iban llegando a mis manos, descubrí el significado que tiene el corte de cabello en las mujeres en muchas culturas. Se suele asociar al inicio de una vida monástica, de retiro espiritual, de desapego. Muchas veces es el corte de cabello el símbolo utilizado para marcar que se inicia un período de introspección y búsquedas internas. No lo sabía cuando fui a la peluquería, pero ahora lo veo como una interesante señal en el camino del bosque: el comienzo de una parte del sendero que le presta atención a lo invisible.

Aún con el cabello largo pero con la decisión de cortarlo, charlé varias veces con una amiga, asesora de imagen personal, con la que nos divertimos creando diseños de turbantes, pañuelos y vinchas. Esa faceta creativa y lúdica me acompañó muy positivamente durante la quimio. Si bien no me quedé completamente pelada, sí se cayó cabello en algunas partes y se raleó en otras. Aunque tuviera pelo, yo llevaba pañuelos alegres, combinados con accesorios y a tono con la ropa. Eso me hacía ver con un look gitano hippie que me sentaba muy bien. Y de paso, evitaba andar dejando muestras de cabello por todos lados. Claro, esto era luego que pasaban esos primeros días tan difíciles. En mi casa, me ponía una especie de cofia blanca, bastante triste, que reflejaba con claridad cómo me sentía esos primeros días. Ahora, en la etapa de radioterapia ya no necesito usar pañuelos porque ha dejado de caerse el cabello. Muchas personas me dicen que el cabello corto me queda muy bien. Así que creo que seguiré con este cabello corto cuando finalice los tratamientos. Viene bien para recordar por qué me lo corté y para no abandonar el sendero de prestar atención a lo invisible.

Fue durante la quimio que, tanto médicos como amigas, me insistieron en que encontrara alguna actividad creativa, que me animara, que me resultara revitalizadora para transitar esa etapa con un poco de entusiasmo. Me tiraron muchas ideas: bordar, tejer, hacer fotografía, pintar, escribir, hacer jardinería, esculpir, y varias más. El oncólogo me había advertido sobre los efectos de la quimio en el sistema inmunológico. Yo no estaba convencida de ir a lugares cerrados donde hubiera muchas personas ni de trabajar con materiales que pudieran tener algún riesgo. Esas limitaciones me hicieron descartar actividades como cine debate, vitrofusión o talleres literarios. También taché las manualidades, ya que no me atraían, y mi veta artística para fotografía, pintura o escultura aún no la encontré. Cuando empecé con la radioterapia, en el lugar donde me la aplican había una propuesta para pintar mandalas. Es una práctica que recién ahora estoy haciendo y me resulta relajante y creativa. Pero no la había descubierto cuando empecé la quimio. En aquel momento, fue la escritura quien empezó a llamarme y decidí hacer caso a ese llamado. Un conocido, profesor de informática, me tiró la idea de hacer un blog como manera de volcar ahí lo que yo quisiera; no solo sobre la enfermedad. Era una puerta que se abría y por ahí podían pasar múltiples ideas que no se cerraban en un ciclo salud-enfermedad, sino que eran hojas en blanco que se irían llenando sin un plazo o temática planificados. Al principio la propuesta me daba miedo: un blog público era demasiada exposición. Mejor, hacer un diario y que quedara en el ámbito privado. Pero algo me hacía ruido: esa rigidez, esos miedos formaban parte del contexto de mi cosmovisión pre-cáncer. Si el cáncer había llegado para enseñarme algo, entonces necesitaba ver desde otro ángulo las propuestas. Dudaba en abrirme, temía mostrar mis ideas, me faltaba soltura para escribir lo que pensaba. Sentía que eso me hacía vulnerable. Era mejor retenerlo y seguir así. Sumar más vulnerabilidad a la que ya tenía era imprudente. Y entonces, nuevamente esa voz interior me dio un argumento válido para perder el miedo: si yo escribía un diario y lo guardaba para mí, nada cambiaba; seguía acumulando pensamientos y emociones que solo sumaban más peso a mi ya poco liviano equipaje. Escribir en el blog y publicarlo era una metáfora de soltar, de crear algo, de darle vida, de disfrutar su proceso creativo y de compartirlo. Y ya no sería mío. Lo que se publica en la web entra a un espacio en el que no hay control. Yo no podía controlar el cáncer; se había desarrollado sin mi permiso y gestión conscientes. El blog podía reflejar esto mismo, con la característica que yo creaba algo bueno y lo soltaba, como cuando se da un beso en la mano y se sopla para que vuele. Tampoco estaba bajo mi control, pero lo que había creado estaba empapado de vida y fortaleza. Era una trasmutación positiva del proceso por el que estaba pasando. Era sanador para mí y hasta podía ser sanador para otra persona que lo leyera. Y ahí sí, le di vida a ese blog y solté, dejé ir y compartí lo que había creado. En el blog elegí no hablar de cáncer ni de enfermedad ni de salud o curación, sino que dejé que fluyeran ideas, imágenes, metáforas que estaban dentro mí esperando ser soltadas. Y el equipaje se hizo más liviano. Y pude caminar por el sendero del bosque con más facilidad que antes.

Mientras tanto, la quimio me trajo algo más, que no deseaba aunque sabía que podía pasar: tuve mi menopausia. Yo era perimenopáusica (tenía 54 años cuando me dieron el diagnóstico) y estaba preparada emocionalmente para ser post menopaúsica en el corto plazo. Una amiga, cuando le dije que me indisponía regularmente, me contestó con humor: ‘¿No te parece que ya estás en edad de dejar de menstruar?’ Y sí, estaba en edad. Pero una cosa es que el fin de la menstruación llegue naturalmente, como parte de los ciclos femeninos y sea bienvenido el fin de un ciclo y el comienzo de otro, y algo muy distinto es que ese cambio de ciclo llegue como consecuencia de un tratamiento de quimioterapia. Ese nuevo ciclo inaugura una etapa muy fértil en otras dimensiones, de creatividad, de mayor seguridad propia, enriquecida por experiencias, sazonada de búsquedas internas y exploraciones personales. Ya no sabré cuándo hubiera sido el fin de mi ciclo ‘fértil’ y cuándo mi cuerpo hubiera llegado al comienzo de mi ciclo posterior a la posibilidad de procreación física. Esta nueva etapa a transitar es un desafío que vino a sumar un poco de desazón al camino que inicié al conocer mi diagnóstico. Mi voz interior me dice que también este momento tiene un aprendizaje para descubrir. Quizás la sabia naturaleza de mi cuerpo optó por dirigir su fuerza al sistema inmune, a tratar de ayudar a la quimio a hacer su labor, a fortalecer mi ánimo. Y entonces le restó fuerza a la capacidad de ovular y menstruar, a la que apagó. En ese momento era vital evitar un nuevo cáncer y no era tan importante mantener la capacidad reproductiva. Sabiduría de la naturaleza; respuestas ancestrales. Tal vez me lleguen otras respuestas. Por ahora, sigo caminando en el sendero del bosque, no solo como paciente oncológica, sino también como mujer post menopaúsica.

Ahora estoy transitando el ciclo de radioterapia. Los malestares tan feos que me acompañaron durante la quimio han quedado atrás. Siento a este nuevo tratamiento como la transición hacia otro ciclo vital en el que iré construyendo lentamente una renovada cotidianeidad. Es aún muy pronto para ver hacia dónde está yendo ese camino en el bosque que empecé a vislumbrar a partir del inesperado diagnóstico. Los buenos pronósticos que auguran mis médicos confirman esa percepción interna que tuve desde el comienzo: este cáncer llegó para que yo hiciera un alto en el camino, me perdiera y para volver a encontrarme tuviera que recurrir a mis faros y mapas internos. Esas guías siempre presentes, pero escondidas y silenciosas, necesitan de situaciones límites para ser buscadas, comprendidas, reelaboradas, desechadas algunas, valorizadas otras, incorporadas otras nuevas. Como ya dije, estaría bueno no tener que llegar a semejantes cimbronazos para escucharnos, para estar atentos/as a las señales del camino. Sin embargo, a veces solo de esa manera nos prestamos atención.

El término que se usa para decir que el cáncer ya no está es remisión. Esa palabra me genera una lectura personal. Para que se produzca la remisión del cáncer, ¿es necesario encontrar una nueva misión en nuestra vida? ¿Hay una re-misión post-cáncer? Aquello que le dije a mi hija cuando me preguntó si me iba a morir vuelve a mi mente: espero que mi misión no haya terminado. Estos aprendizajes, reflexiones, caminos nuevos a los que accedí a partir del diagnóstico me invitan a revisar múltiples dimensiones de mi día a día, de mis vínculos, de mis proyectos, de mi cosmovisión. A la cirugía y los tratamientos les he sumado mi propia voz e interpretación, personalísimas y únicas. La búsqueda de mi nueva misión para la remisión del cáncer está en mi caminar por el sendero del bosque.