Delfino vallejos

Un día de noviembre de 2017 comencé a sentir una molestia en mi garganta, un dolor no tan severo, pero molesto. Una inspección de mi siempre atenta esposa, L. me diagnosticó una faringitis, que luego un médico clínico de una Sala del mercado central confirmó. Hacía bastante tiempo que ya no teníamos obra social, más específicamente desde el 2002, año en que la empresa donde había trabajado por veintisiete años, había quebrado, dejándonos a los casi setecientos trabajadores en la calle.

Desde entonces manejaba un Remís y con eso me ganaba la vida. El médico me recetó antibióticos por nueves días, luego de los cuales seguía con el mismo problema, añadido ahora una protuberancia en parte rojiza y en otras blancuzcas. Fui a un otorrino del hospital I., en Capital y apenas me revisó la garganta me hizo una nota para que fuera al Hospital C. En mi ya se notaba cierta preocupación, pero callaba para no preocupar más de lo que estaba a L. El grupo de Otorrinolaringología del Hospital apenas me revisaron la garganta me hicieron hacer una Biopsia. Entonces si ya estaba preocupado, ese mes que duró la espera del resultado de la Biopsia resultó para mi casi una pesadilla, aunque trataba de seguir con mi vida normalmente, en mi interior tenía una angustia que por todos los medios evitaba que saliera a flote para que mi esposa y mis dos hijas no lo notaran. El día que fuimos a buscar el resultado y lo llevamos al equipo de Otorrino y apenas uno de los médicos nos dijo que el resultado de la Biopsia arrojaba que lo que tenía era una úlcera crónica. L. estalló en un llanto donde dejaba expuestas todas sus angustias y yo también lloré, porque también yo dejaba escapar mis propias angustias, estaba exultante y feliz. Cuando llegó la jefa de Otorrino y uno de los médicos le alcanzó mi informe, ella lo leyó y me dijo: “ah dice úlcera crónica, muy bien”, luego de lo cual me inspeccionó nuevamente la garganta y les dijo a sus ayudantes que, a pesar del informe, me iban hacer cuatro Biopsias más. Debía esperar otro mes más, pero no me importaba, yo intuía que el resultado de las mismas iba ser igual al que acaban de darme, así que nos retiramos felices con L, luego de informarles a nuestras hijas que seguían expectantes desde sus respectivos trabajos, todos los acontecimientos.

Cuando pasó el mes y fuimos nuevamente a buscar el resultado de las Biopsias, estalló la hecatombe para mi vida y para la vida de L y mis hijas. Esta vez el resultado arrojaba que lo que tenía era un Linfoma, no Hopkins, no operable y me derivaron al equipo de Hematología del Hospital, situado en el tercer piso, ese camino desde el primero al tercero fue para mí un calvario, porque ahora si me sentía totalmente abatido, desconsolado y sin ningún tipo de esperanzas. Esperamos en la sala junto a otras personas que quizás estaban pasando por lo mismo que yo, pero a las cuales no detectaba o no tenía fuerzas para hacerlo. Cuando nos hicieron pasar, me atendió una joven doctora, de sonrisa amable, que luego de ver el informe de la Biopsia, me explicó lo que tenía, un cáncer en la sangre, que solo podía ser tratado con Quimioterapia. Ese día estaban J y R, mis dos hijas, junto a L, cuando la doctora A.R terminó su explicación, yo miré a mis dos hijas, con sus caritas transidas por la angustia y recordé que desde el día que ellas nacieron, yo les hice una promesa, cuidar que ningún dolor atravesara por sus vidas y ahora les estaba fallando por primera vez, fue por eso que mi llanto brotó brutalmente casi, no quería hacerlo, pero no podía contenerlo, no quería que ellas pasaran por ese dolor, por esa angustia y por primera vez no tenía las armas para evitarlo, así que lloramos los cuatro abrazados, bajo la mirada conmovida de la joven doctora.

La doctora A, con premura organizó todo para que la próxima semana comenzara con las quimios, me dijo que la primera iba a estar internado dos días, para ver como reaccionaba a las drogas y que de paso aprovechaba para hacerme ella en persona una Biopsia de Médula Ósea.

Cuando salí ese día del Hospital, a pesar de que había recuperado la compostura y las chicas también, no podía escapar de la angustia que atenazaba mi corazón, por dentro estaba totalmente devastado.

Intenté seguir con mi vida normalmente, manejando el auto a veces me distraía, pero la palabra cáncer volvía a mi mente una y otra vez. Pensé en esas películas donde los condenados a muerte esperan el día de su ejecución con todas las angustias juntas y me sentía igual, por más que la doctora me había dicho que el tratamiento daría resultado, pero que además mis opciones no terminaban allí en caso contrario. Yo sentía que caminaba por el corredor de la muerte. La muerte, cuantas veces pensé en ella en ese tiempo, me trasladé a mi niñez, cuando pensar en ella me arrojaba a las fauces de todos los demonios por las noches, especialmente las frías de invierno, cuando mi madre tenía esos ataques horribles de asma, allí en medio de la chacra en T, donde la existencia de algún médico cercano, era nula absolutamente. En ese tiempo el terror a la muerte era indescriptible, cada vez que mi madre enfermaba, pensaba que se iba a morir y entonces al amanecer me sentaba frente a la laguna de aguas barrosas y lloraba en silencio, pensando que no podría sobrevivir a esa pérdida. ¿sentirían eso mis hijas en estos momentos? Ese dolor, esa angustia es la que precisamente quería evitarles. Pero no podía, porque tampoco tenía las fuerzas para poder hacerlo.

Cuando llegó el día de mi internación, me acompañaron como siempre L, R, J y C, la pareja de R. Mientras esperaba en la sala que terminaran de hacer el papeleo, pensaba en las enfermeras y en los médicos que iban a atenderme, pensaba que ellos estaban lejos de toda la angustia y el dolor que yo sentía en mi alma, no dudaba de su eficacia como profesionales, pero al atender tanta gente durante todo el día y todos los días, suponía que se revestían de una coraza fría que los resguardara de todas las miserias humanas que le tocaban vivir casi a diario.

– ¿Trajiste sábanas?

– ¿Cómo? – pregunté sin comprender la pregunta de la enfermera que me llevaba a la habitación donde quedaría internado por dos días.

-Tenemos muy pocas sábanas, la gente se las lleva, por eso decidimos que los pacientes traigan sus propias sabanas- Me explicó pacientemente ella, pero L que había escuchado la pregunta le dijo que si, que ya le habían avisado que debería traerlas. No podía comprender como las personas que luego de ser atendidas, se llevaran las sábanas del Hospital, que falla tenía esa parte de la sociedad para tener personas, que lejos de agradecer, se robaban un par de sábanas, pensar en esa gente me llenó de tristeza y también de impotencia.

No eran frías esas enfermeras, no eran como yo me imaginé, eran amables, dulces y siempre con una sonrisa, pero por sobre todo, desdramatizaron lo que me sucedía, aunque me dijeron que era delicado, todo iba a salir bien. Por primera vez en muchos días, sentí un poco de calma. Casi llegando a la media mañana llegó el medico jefe de ese pabellón, joven, delgado, de sonrisa afable, me preguntó como me sentía y como había sido la manera en que me diagnosticaron mi enfermedad, luego de contarle y escuchar él atentamente, me explicó el procedimiento de la quimio y sus consecuencias, en todo momento sentí su cordialidad y su calor humano, mientras él me explicaba, yo sentí ganas de llorar, no sabía porque o quizás si, porque hasta ese momento no había sentido en ningún  momento esa frialdad que presagiaba antes de entrar allí, quizás era esa manera dulce y amigable en que todos me trataban y a las cuales no podía corresponder, porque las palabras no me salían, sin embargo el médico se percató de esas lágrimas en mis ojos que pugnaban por salir, me tomó de las manos y con una sonrisa inolvidable, me dijo:

-¡Todo va a salir bien, no te preocupes!

Cuando me conectaron la cánula en mi vena, la vía fue conectada a un aparato por donde iba a entrar una de las cuatro drogas que iban a inyectarme, la primera era la más fuerte Apenas la primera comenzó a correr por mi cuerpo, una alergia me brotó por todo el cuerpo, llegó el médico que interrumpió rápidamente la ingesta del medicamento y le dijo a la enfermera que me inyectara un corticoide, que rápidamente hizo efecto y la alergia se fue, después de eso no hubo nuevos inconvenientes y las drogas entraron en mi cuerpo por primera vez en esos dos días.

El segundo día a las cinco de la tarde me dieron el alta y salí un poco mareado, pero bien, pensé que después de todo no era tan malo el tratamiento. Debo decir que los médicos y enfermeras y enfermeros en esos dos días lograron casi mágicamente disipar mis angustias, me inyectaron de una dosis de esperanza que no tenía hasta entonces y que me dispusiera con todas mis fuerzas a enfrentar esa enfermedad sin miedos, con garra, que con eso todo iría bien.

Esa noche cené bien y luego de acostarme a eso de las once de la noche, el sueño me ganó, pero a la una de la mañana un dolor intenso en todo el cuerpo me despertó, nunca en mi vida había experimentado un dolor tan así, entonces L me dio un calmante, que mi doctora me había dicho que tomara en caso de sentir algún dolor y casi mágicamente en unos quince minutos, el dolor desapareció.

Las quimios debía hacerlas cada veinte días, en los primeros luego de la primera, un día en la ducha cuando lavaba mi cabeza, me quedó en la mano un mechón grande de mi cabello, los médicos me habían anticipado que eso ocurriría, pero nuevamente la desazón me ganó. No puedo explicarlo aún hoy porque perder el cabello me producía esa angustia, sabiendo que sucedería. Será quizás porque eso era la prueba irrefutable o lo que terminaba de confirmar, que en mi cuerpo estaba el cáncer y que las drogas que me inyectaban producían esa consecuencia. Cuando mi hija menor vino de trabajar, siempre pasaba a verme, L le comentó lo de mi pelo y ella, sin dramatizar, me dijo:

-Papi, la doctora te dijo que iba a pasar eso, pero que luego lo recuperarás rápidamente, así que ya lo sabías, no te preocupes por eso, lo importante es que el tratamiento de el resultado esperado, eso es lo importante.

Y me abrazó como siempre lo hacía, sus palabras lograron mitigar esa angustia que tenía. Así que en los días subsiguientes, la caída del cabello dejó de ser una presencia angustiante en mi vida y se transformó en una molestia, porque durante el día el cabello que iba perdiendo, se metía por debajo de mi ropa, causándome picazón, entonces tomé la determinación de raparme la cabeza, después de todo pensaba, tarde o temprano iba a quedar así. Cuando me vi en el espejo, obviamente que parecía ser otro, “este soy yo, este es el que de ahora en adelante cada día de su vida, durante seis largos meses, va a luchar para seguir viviendo, va a luchar para vencer el cáncer” me dije a mi mismo con convicción.

Otras de las consecuencias que me había prevenido mi doctora, eran las náuseas y como consecuencia de ellas, pérdida de apetito, porque además las drogas producían en el gusto, la sensación que todo sabía a metálico.

Nauseas tuve siempre, pero no perdí el apetito, seguía comiendo y creo que más de lo habitual. Cuando se lo comenté a la doctora R, me dijo que mientras tuvieras ganas de comer, que lo hiciera, que eso ayudaría a tener proteínas, ya que las drogas destruyen todas mis células relativas al sistema inmunológico, en otras palabras, mi cuerpo no tenía defensas o eran muy pocas las que quedaban después de cada Quimio.

Así que, en mi mente la comida era primordial para seguir teniendo fuerzas, pero no podía comer nada que no fuera cocido, todas las verduras debían ser cocidas, la carne, el pollo siempre bien cocinados, los quesos debían estar debidamente empaquetados y sellados, lo mismo que las galletitas que usara para el desayuno o la merienda. La doctora me dijo que evitara comer en Restaurantes, en casas que no fuera la mía y que siempre la comida las hiciera mi esposa, tal como ella le había dicho.

También me dijo que evitara las visitas, porque el tratamiento sería en casi todo el invierno y la gente tiene resfríos, gripes, en fin, las clásicas enfermedades del invierno, que para mi podrían llegar a ser letales, debido a las bajas de mis defensas naturales.

También que hubiera alcohol en gel en toda la casa, porque toda persona que viniera de afuera, debía inexorablemente limpiarse las manos con él, antes de tener contacto conmigo.

Las primeras dos quimios casi no tuvieron en mi daño colateral, más allá de cierta sensación de debilidad, desgano a veces y ese gusto metálico en mi boca que me llevaba a dejar de beber agua, por alguna gaseosa o algún jugo natural.

Pero a medida que el tratamiento avanzaba, mi cuerpo en su interior comenzó a sufrir cambios, lentamente de no sentir nada, comencé por sentir todo y cuando digo todo no me refiero a que sintiera dolor, más allá de algunos musculares, sino a otras sensaciones. Esa debilidad se hacía ahora mas evidente, el malestar era generalizado, ya sentía asco por algunas comidas y no tenía ganas de nada, todo me aburría, ver películas, leer y menos aún salir a caminar un poco, estaba casi todo el día dentro de mi casa, tratando de sobrellevar de la mejor manera sin caer en la depresión. Cada vez que me hacía una quimio, por cinco días debía tomar un corticoide y luego inyectarme una o dos dosis, dependía del análisis de plaquetas, de un recuperador de las mismas, para tener el nivel alto de células de mi sistema inmunológico. En el Hospital, tanto médicos, como enfermeras, conscientes de lo que hacían las drogas en mi cuerpo, se volvían mas amables y amorosos conmigo, ese trato hacía que yo sintiera hacia ellos un agradecimiento tan grande, que no sabía de que forma retribuirlo, me había vuelto mucho más sensible, en mis ojos las lágrimas estaban presta a salir en cualquier momento. Cada que vez que debía hacerme una quimio, salíamos de mi casa, en A. B, a las cinco y media de la mañana. Me acompañaban L, mi querida hija R y C y luego en el hospital se nos unía J, en los seis meses que duraron las quimios, siempre estuvieron ellas, salvo una vez que R tuvo que viajar al interior del país por trabajo, razón por la cual ella rompió en llanto por no poder estar ese día a mi lado. Ese amor de ellas me llevaba a tener fuerzas, aun cuando estas abandonaban mi cuerpo para seguir adelante, aunque el cansancio marcaba huellas indelebles en mí. Un día en el octavo piso del H, donde me hacían las quimios, mientras R y L hacían los papeles de la internación en el primer piso, C, mi yerno estaba conmigo en la habitación. Él estaba poniendo las sábanas en la camilla y mientras lo veía hacer eso con tanta diligencia y cuidado, brotó en mi una ternura infinita hacia esa persona que lo único que nos unía era el amor por R y que sin embargo estuvo en cada una de mis internaciones y ahora haciendo la cama, no pude contener el llanto y ante su sorpresa, solo pude murmurar un gracias apretado, sus ojos se llenaron de lágrimas también, me abrazó muy fuerte y me dijo:

-¡Siempre podrás contar conmigo, siempre!!

Cuento esto, porque los que pasamos por esta enfermedad devastadora, que a poco a poco mengua nuestras fuerzas y hasta las ganas de luchar, es tan importante, tanto como el tratamiento en sí, del apoyo de la familia, sin ese apoyo permanente de la familia, casi sería imposible hacerle frente y yo tuve la suerte de tener esa familia de fierro a mi lado, sin ellos yo no hubiese podido, a pesar de todo el afecto y el profesionalismo de médicos y enfermeras, no hubiera podido. Sin embargo, ahí estuvo mi familia, cada día apuntalándome, sosteniéndome cuando parecía caerme, dándome ese amor genuino que más que nunca palpé en cada poro de mi piel.

Pero no sería honesto si no agradeciera a mis amigos, a los amigos de mis hijas que durante todo el tratamiento estuvieron dándome aliento a través de mensajes en el teléfono, llegué a la conclusión, aunque antes era un descreído de todo, que la fuerza del afecto de las personas que a uno le quieren, pueden ser un medicamento que también cura, a mí me ayudo infinitamente.

Mis vecinos, incluso aquellos que yo saludaba circunstancialmente, apenas se enteraron de mi enfermedad, se acercaron a mi casa a ofrecerle a L ayuda económica, esas cosas marcaron una huella de agradecimiento que nunca jamás se va a borrar. Entre tantos, resalto a R, un hombre que vive en una casa humilde, que cobra la jubilación mínima, que vino a ofrecerle a L dinero si necesitaba, que cada vez que estaba internado haciéndome la quimio, por la tarde le enviaba mensajes de wasap diciéndole si necesitaba que le comprara algo en el chino de al lado de mi casa, por si volvíamos tarde. Esas cosas me hicieron ver la calidad de gente que rodea mi cuadra, así son mis vecinos y ante tantos gestos de solidaridad, cómo no sentir el empuje de tanto afecto para continuar y seguir adelante, como no llenarse de fuerza, si en cada uno de ellos, yo tenía un adalid que me guiaba a la victoria.

Mis hermanos, todos grandes ya, a pesar de sus angustias, sacaban fuerza para darme ánimos y estuvieron apuntalándome siempre, yo sé de su dolor, de sus callados sufrimientos y sin embargo trataban de hacerme reír siempre, quizás mi risa, era también la de ellos, si a mi me hacía feliz, también a ellos.

Cunado finalicé las quimios, tuve que esperar un mes y medio para hacerme el estudio de tomografía por emisión de positrones, un estudio que detecta si el tratamiento dio o no resultados. Nuevamente estuvimos los cuatro en el consultorio de mi joven doctora en el Hospital. Ese día no tenía miedos, extrañamente una calma invadía mi cuerpo. Apenas ella lo leyó, levantó su rostro y nos dijo:

-¡El estudio dio bien, el tratamiento dio resultado!

L me abrazó y lloró en mi hombro, vi el rostro de R y J surcados de lágrimas, pero llenos de felicidad, me abrazaron ellas también y al fin mis lágrimas pudieron salir libremente, pero sí que valían la pena, estaba llorando por haberle ganado a la muerte, nada más, ni nada menos.

De esta nefasta experiencia rescaté algunas cosas para poder compartir:

Primero la confianza absoluta en médicos y enfermeros, uno debe confiar absolutamente en los profesionales, recordemos que antes de obtener un título, ese profesional fue un estudiante que durante muchos años quemó sus pestañas leyendo libros y apuntes, resignó salidas con sus amigos para quedarse estudiando para el próximo examen, quizás lloró varias veces cuando no aprobaba y más de una vez quiso dejar todo de lado porque las cosas no le salían bien, pero al fin se hizo profesional y en ese profesional nosotros ponemos nuestras vidas en sus manos y él seguramente pondrá todo lo mejor de sí para sacarnos adelante, porque durante muchos años estudió y se preparó para eso. Un ejemplo, mi doctora, A R, no solo su trato tan profesional, su acompañamiento hacia mí con toda su calor humano y amoroso, cuando llegaban sus vacaciones se quedaba en su casa estudiando para seguir perfeccionándose y así poder ser mejor profesional. En ellos uno debe confiar, porque nuestra confianza también los ayuda a ellos.

Lo segundo, el apoyo de la familia, eso es un factor clave e indispensable, con el apoyo de la familia uno obtiene confianza, esperanza y siente que debe luchar con todo para salir adelante, porque a nuestro alrededor tenemos a nuestras familias apoyándonos para que el tratamiento sea más llevadero, el amor también cura y vaya si lo sabré yo cuando en mis momentos más aciagos, el amor de mis hijas y de mi esposa, me sacaban adelante y me empujaban a seguir luchando, aún con más fuerzas.

Y, por último, no temerle a la muerte. La muerte es otra parte de nuestra existencia, así como un día no éramos nada antes de ser concebidos, así cuando llegamos al final de nuestra existencia, volvemos a ser nada, temerle a algo que desde el momento en que nacimos conllevamos con nosotros, es algo inadmisible, al menos ese es mi pensamiento. Para los que creen en Dios, supongo que la muerte es el camino hacia el infinito y donde las almas perduran para siempre en perfecta armonía y por lo tanto, tampoco deberían temerle. El punto es que hay que desdramatizar la muerte y haciéndolo, quizás tengamos el valor siempre de luchar por la vida, luchar por la vida no es nada más ni nada menos que tener esperanzas y tener esperanzas es, al fin y al cabo, porque lo que luchamos siempre en nuestra existencia. Caminé por el infierno y cuando lo hice, estuve en la cornisa donde se dividía la misma, en un lado la obscuridad profunda y en el otro, la luz y la vida, gracias a la doctora A.R y todos los médicos del hospital, yo volví a la vida, caminaron a mi lado siempre L, mi esposa, mis hijas R y J, C, mis hermanos, mis amigos y los amigos de mis hijas. A todos los médicos y enfermeros de los Hospitales, mi agradecimiento eterno, sin ellos no se salvarían tantas vidas, esas vidas tan valiosas, porque cuando se está al borde del abismo, recién comprendemos la importancia de la vida y el valor real de la misma.