ELEME

Eran pocos días después de Navidad y hacía calor. La idea de una ducha refrescante no se hizo desear y en pocos momentos me encontré debajo del bendito elemento. Fue allí, mientras el agua caía y refrescaba mi ser entero, que lo vi por primera vez.

Grande, esbelto… Bueno, lo de esbelto no correspondía totalmente a la realidad, pero, tal vez, algo de esbelto habrá tenido. Sea como fuere, era grande, esbelto y reservado. Eso sí. Muy reservado. Lo observé y le pregunté: ¿quién eres? ¿Qué haces aquí? Pero no me respondió. Solo se quedó allí, en silencio.

Dos semanas pasaron y, aunque lo veía a menudo, lo ignoraba. ¿Qué tipo de relación se puede tener con un personaje que no dice nada, aunque te mire todo el tiempo? Yo estaba de vacaciones, disfrutando de mi familia en tierra santa – léase: la Argentina, mi país de origen. No tenía ningún interés en perder mi tiempo con extraños.

Pero dos semanas después, ya terminadas mis vacaciones y de regreso en mi país de adopción, ahí seguía él, sin escrúpulos, ni invitación. Algo dentro de mí me decía que no lo podía ignorar más. Tomé el teléfono y llamé a mi ginecólogo. Pocos días después le puse nombre al extraño: “Gecko” se llamaría. Gecko, mi tumor.

Al igual que la ducha, la idea de ponerle un nombre tampoco se había hecho desear. Con un nombre, mi tumor sería menos feo, menos amenazante. Hasta podía llegar a ser simpático. Y fue así como un día, mientras esperaba que llegara el ómnibus, me acordé de esas lagartijas que invadían la cocina de mi amiga que vivía en Filipinas. Ella me había hablado de esos ‘geckos’ que entran sin permiso ni protocolo a tus aposentos, toman posesión de tus paredes y las decoran con sus brillantes – u opacos – colores. Porque no todos son feos. Mi amiga me había contado que, aunque al principio no le habían causado gracia, ahora los miraba con un dejo de simpatía. Y entendía a los artistas creadores de geckos multicolores que terminan con ruptura de stock a los pocos días de poner a la venta su mercancía. A la gente les gusta. Y los compran para decorar las paredes de sus patios. Yo, a este gecko no lo compré. Entró solito. Fiel a su temperamento, se instaló en la pared interior de mi pecho izquierdo, como si la glándula mamaria hubiese necesitado decoración. En todo caso, mejor nombre no podía encontrarle al intruso.

Curiosamente, con su nombre, dejó de ser un intruso. Con su nombre, lo empecé a aceptar. Porque todavía me costaba creer que tenía cáncer. ¿Era cierto lo que me estaba sucediendo? Acababa de volver de vacaciones, donde todo había estado bien y donde todo había sido normal.

¿Cáncer de mama? Sí, señora. Cáncer de mama triple negativo. Vino con títulos de nobleza… Triple negativo… ¿De qué están hablando? Mejor busquémosle un nombre sencillo y maleable. “Gecko” quedó. Es en inglés, pensé; en Argentina tendrían que ponerle una “u” y decirle Guecko. ¿Y si lo llamo “Guecko”? No, mejor que quede como el original – el que entra a la cocina de mi amiga en Filipinas. Esos geckos deben hablar inglés.

Así comenzó mi historia con este nuevo personaje en mi vida. Era parte de mí. No servía de nada odiarlo, aunque tuviera el potencial de llenar mis días de sufrimiento. Pero, justamente, por algo le había puesto nombre: lo quería considerar más como un amigo que como un enemigo. Quería darle un toque de humor a mi historia con este tumor agresivo. El cáncer no iba a vencerme. Yo me iba a divertir con él.

Asique lo empecé a presentar en sociedad. ¡Te presento a Gecko! ¡Ah, qué simpático! Mucho gusto. No puedo decir que estoy encantado de conocerte, Gecko, pero es bueno saber tu nombre… Hasta mi oncólogo se prestó al juego: ¿Cómo está Gecko? Mal, cada vez más débil… ¡Perfecto, eso es lo que queremos!

Hasta le di visibilidad en las redes sociales. Un canal de videos fue creado en su honor y allí empecé a contar mi historia, semana tras semana, buscando animar a mis compañeros de lucha y tal vez a otros que pasaban por momentos difíciles. El cáncer y los grandes problemas de la vida no tenían por qué desanimarnos: con optimismo y confianza en Dios podíamos salir adelante. No todo sería siempre ideal pero podíamos intentar hacer lo mejor con lo que teníamos.

Gecko empezó a recibir saludos de internautas de otros rincones del mundo, mientras yo disfrutaba de la avalancha de cariño que caía sobre mí. Me sentía más amada que nunca. Y en los momentos en que pensaba que a nadie le podría interesar ver a una mujer cansada y sin pelo contando una historia dura, muchos aparecían diciendo: ¿Por qué piensas que no nos interesa? ¡Vamos, que queremos más! Amigos en las buenas y en las menos buenas…

Por supuesto, Gecko disfrutaba de su popularidad aunque no le hicieran gracia ciertos comentarios sobre su persona. Ni se había dado cuenta del nombre del canal; en realidad le estaba diciendo adiós. Para mí estaba claro que, algún día, Gecko no existiría más. Confiaba en que todo terminaría bien. Pero ahora, había que seguir haciéndole la vida dura a mi amigo.

Más allá de los comentarios negativos que recibía, lo que Gecko menos apreciaba era la dieta a la que estaba sumiso. El cocktail que recibía en cada sesión de quimioterapia lo espantaba. Porque ya venía débil al consultorio. Mi otra amiga, investigadora en cuestiones de cáncer en una universidad, me había hablado de las bondades del ayuno por lo menos un día antes de recibir la quimioterapia. Asique lo probé. Claro, el desolado Gecko llegaba al consultorio en un estado de inanición galopante y ahí, sin piedad, le caían los fármacos que él tanto odiaba.

Pobre Gecko… cada vez era más pequeño. Habrá caído en una depresión. Ya no era aquel agresivo personaje, grande y esbelto, que había aparecido aquella tarde de verano. Ahora, cuanto más pasaban los meses, apenas si se lo veía. Con todo, queríamos saber más sobre él; sobre sus orígenes.

Asique hicimos una prueba genética. En realidad no había nadie en mi familia directa que había tenido un cáncer de mama. Pero los títulos de nobleza de Gecko – aquella historia del “triple negativo” – hacían pensar en una causa genética para mi cáncer. Y no nos equivocamos. Le agregamos otro título de nobleza al ya distinguido tumor: sus orígenes se remontaban a la honorable mutación genética BRCA 1, ¡para servirle!

Mi amigo Gecko estaba orgulloso de su árbol genealógico. Lo hacía sentir poderoso y avasallador. Pero no contaba con el pragmatismo y la determinación de su segura servidora. Con esta información clave, la idea de una doble mastectomía tampoco se hizo desear. Pero no se lo dije para no deprimirlo sobremanera. Ahora sí, sus días estaban contados.

Gracias a Dios, Gecko era un solitario. Como nunca salía, no se hizo de amigos en su vecindario. Ni se le había ocurrido que podía crear metástasis en otros lugares. Tampoco sabía que podía ir a visitar a los ganglios linfáticos que tenía cerca. Él vivía en su mundo. Un mundo que se encogía cada vez más.

Hasta que llegó el día fatídico. Entramos juntos al quirófano y le llamaron la atención los tubos, las máquinas, la gente con barbijo y las cajas con los implantes de silicona. Me preguntó qué hacíamos ahí; el lugar no le parecía muy acogedor. Demasiado extraño todo. Esas cajas con implantes, ¿eran para jugar? Esta vez no le hablé mucho; le habré dicho alguna tontera para distraerlo.

Yo tenía sentimientos encontrados. Se terminaría el teatro con Gecko pero también comenzaría una vida sin cáncer si todo salía bien. Sí, perdería mis pechos naturales pero sabía que la reconstrucción estaba en manos de excelentes especialistas. Era un día importante en mi vida. Era el 15 de Agosto. Un día raro.

Estaba tentada a pedirles a los médicos que le sacaran una foto a Gecko durante la operación, pero no me animé. Antes de dormirme, me despedí de mi amigo. Y toqué por última vez mis pechos naturales. Lindos eran.

Estaba convencida de mi decisión. Era mejor así. El riesgo de contraer cáncer en el otro pecho era grande y, sinceramente, no quería más Geckos. Con uno había sido más que suficiente.

Después de la operación, el especialista en patología también tuvo suficiente material para analizar: lo que quedaba del Gecko era solo un diez por ciento de lo que había sido aquel personaje grande, esbelto y reservado. ¿Quién sabe lo que habrán hecho con sus restos? Tal vez terminó en la basura… Indigno final para este personaje de alta estirpe.

Los meses pasaron y fui recobrando fuerzas a pesar de las complicaciones quirúrgicas. Ya no quedaba más cáncer en mi cuerpo y sabía que el regreso a la vida normal solo era una cuestión de tiempo. Mientras tanto, a pesar de que ya no existía más su alteza el Gecko, el canal de videos seguía activo, contando mi historia y compartiendo mensajes de esperanza cada semana.

Hasta que llegó la Navidad. Esta vez hacía frío. Pocos días después, me encontraba entre amigos compartiendo un momento de reflexión sobre el año que se terminaba. Una persona había traído plastilina para que creáramos algo que simbolizara nuestra experiencia durante el año. La idea de hacer un tumor no se hizo desear. No sé si fui fiel al porte esbelto de mi amigo pero hice lo que pude. Observando a mi alrededor, vi que una amiga había hecho un sol; ¿los demás? – no recuerdo. Me puse de pie y presenté mi obra en sociedad: “Es mi Gecko”, les dije. Lo envolví en un pañuelo de papel y, con emoción en los ojos, lo tiré a la basura.

Allí quedó, pero su recuerdo aparece a menudo cuando tomo una ducha. Aquella masa dura, grande y esbelta ya no está más decorando la pared interior de mi seno. Pero no; no necesito nada para decorar ese cráter que dejó la partida de mi amigo. Quedará así. Será siempre un recuerdo de mis días de lucha, del inmenso cariño recibido y de lo divertido que puede ser mirar al cáncer de otra manera.